HA MUERTO KAPUSCINSKI. UNA ENTREVISTA DE JULIO VILLANUEVA CHANG
[Falleció ayer alos 74 años de edad Ryszard Kapuscinski, el maestro del reportaje, el hombre que convierte el periodismo de investigación en una constante obra de arte. A mi espalda tengo sus libros, todos publicados en Anagrama, "El imperio", "Un día más con vida", "Los cínicos no sirven para este oficio (Sobre el buen periodismo)",ese libro de conversacioness y de autobiobrafía, "El mundo de hoy", "La guerra del fútbol", "Ébano", "Viajes con Heródoto" o "Lapidarium IV". Rafael Bardají soñaba con traerlo al máster de Heraldo, Fernando García Mongay al congreso de Periodismo Digital de Huesca, Gervasio Sánchez siempre me contaba alguna historia de él... Era un referente, un maestro: ese patriarca de dulces maneras que se atrevía a todo: denunciar cualquier fragmento de injusticia. No tengo tiempo ahora de glosar su figura, y recupero una memorable entrevista-reportaje que le hizo en 2001 para La Nación de México el periodista Julio Villanueva Chang, tan conocido entre nosotros, objeto además de un libro de Fernando García Mongay].
Entrevista con Ryszard Kapuscinski
La vuelta al mundo del nuevo Ulises
Con sus reportajes, el autor de Ebano y La guerra del fútbol ha elevado el periodismo y la crónica de viajes al nivel de la literatura escrita por los grandes creadores de los siglos XIX y XX. Para contar las transformaciones que han sacudido a Europa, los Estados Unidos y América latina dialogó con miles de personas y recorrió un itinerario que lo llevó desde el corazón de Africa hasta el vasto territorio de la ex Unión Soviética. En esta conversación habla de los libros que le enseñaron el oficio en el que hoy es un maestro.
Hay en sus ojos un parpadeo nervioso, como si lo hubiesen despertado bruscamente de un sueño. En verdad, estaba en su cama leyendo a pierna suelta antes de esta cita a la hora del desayuno. Kapuscinski me había prometido una conversación sobre sus primeras lecturas después de terminar el taller que dictó para la Fundación Nuevo Periodismo en la Universidad Iberoamericana. Esta mañana el autor de El Emperador luce una calvicie despeinada, se ha librado de la corbata de los últimos días, pero aún conserva ese andar pendular de oso, ese rostro tan redondo y sonrosado como el de su paisano el Papa, una catadura como de tomate sin madurar, en un estado de pudor permanente. La primera vez que lo vi pude ver también su pasaporte: Kapuscinski había llegado a México el mismo día de su cumpleaños. No se lo dijo a nadie. Lo ilusionaba conocer a García Márquez, otro de los piscis más famosos del mundo, que iba a celebrar su cumpleaños tres días después y a comerse unos tacos con él.
Durante el año 2000, Ryszard Kazimierz Kapuscinski había viajado treinta y tres veces por el mundo. Ya era hora de volver a sentarse a escribir. Pero ahora K. acaba de descender de su habitación en el Flamingos Plaza para darme malas noticias: "Tenemos sólo unos minutos. Debo irme", me dice en su español de europeo del este.Ha revisado su reloj un par de veces durante el último cuarto de hora. Kapuscinski debe partir otra vez, volar de vuelta a Varsovia para encerrarse a escribir con los seis sentidos puestos en América latina, el tema de su libro vigésimo primero. Su esposa, una pediatra que alguna vez me dijo por teléfono que K. estaba de viaje, lo espera siempre como Penélope a Odiseo, porque hasta hubo una época en que no se comunicó con ella durante casi cincuenta meses. "No le escribo cartas ni la llamo por teléfono cuando estoy trabajando. Hay que viajar solo, aprender un idioma, involucrarse con la gente y no puedes estar pensando en tu familia", me había contado en otro desayuno en el que también me comentó su entrañable amistad con ese místico del teatro llamado Jerzy Grotowski. K. es la prueba de que el periodismo es una misión y de que leer y escribir no es más que un aprendizaje de la soledad. Wojtyla, Kapuscinski y Grotowski, los polacos más universales de la Tierra, tienen en común haber sido misioneros en el ejercicio de la religión, el teatro y el periodismo. K. escribe sus libros a mano y nunca los corrige. "Me siento muy mal cuando no escribo, con un complejo de culpa", me dice como si esta entrevista fuese un tropiezo más entre él y las palabras, un tropiezo más entre él y el siguiente avión.
K. se siente tan culpable de los libros que aún le quedan por escribir como de los libros que ha dejado de leer. Debería pedirle disculpas, pero me pido un café, y Kapuscinski se pide un vaso de agua. Decía que no era de esa clase de hombres que se habían criado en un cuarto de juegos y que Joyce escribía cartas admirables a los doce años, a la misma edad en que él corría descalzo y medio desnudo detrás de las vacas sin haber leído un solo libro. "El primer libro que leí no tiene ninguna importancia. Eran las memorias de un muchacho de escuela secundaria en la Polonia del siglo XIX." A sus sesenta y nueve años cumplidos, Kapuscinski desdeña sin piedad esa especie de Corazón escrito por un Edmundo d' Amicis polaco, un libro infantil y melodramático, nada memorable en la bolsa de valores de la literatura. "Gente como Joyce nació en los apartamentos de sus padres y sus abuelos, que estaban llenos de libros y así empezaron a leer -me recuerda K-. Yo nací en una familia muy pobre que vivía en la parte oriental de Polonia. Al estallar la guerra fue ocupada por las tropas armadas soviéticas, entonces tuvimos que huir hacia Polonia central y vivir en una aldea aún más pobre y más analfabeta, donde no había ningún libro."
Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, Kapuscinski pudo hallar por azar el primer libro de su vida en el apartamento de un amigo. K. se rehúsa a usar computadora. No tiene e-mail. Si uno quiere conversar con él, hay que escribirle una carta o enviarle un fax a su casa de Varsovia. Siempre fue un autodidacto. "Durante la guerra, los polacos no podíamos estudiar más que siete años de primaria. Era como vivir en un desierto." Kapuscinski escapó de ese desierto cuando fue a la Universidad de Varsovia, a la que tampoco le sobraban libros. "Yo podría decir que mis lecturas recomendadas empezaron cuando tenía unos veinticinco años." Su historia es muy extraña para quienes creen que sólo se puede ser un lector voraz si se ha tenido esa gula de libros desde niño. "No fue ése mi caso. Y no porque no quisiera, sino porque no tenía nada, ni siquiera zapatos. Mi educación fue muy atrasada en el sentido de que todo lo empecé muy tarde: comencé a leer muy tarde, a escribir muy tarde, a estudiar muy tarde, y todo por la guerra. Puedo decir que esos diez años más formativos en el ser humano, entre los nueve y diecinueve años, yo los tuve perdidos." Su parto de escritor se produjo cuando tenía dieciséis años. Entonces publicó su primer poema en una revista cultural de Varsovia. "Fue como una inspiración que me pareció extraña a mí mismo. Escribí el poema, lo puse en el correo y una semana después lo vi publicado en esa revista", me dice como si hubiese sido ayer. De la poesía anglosajona le gustan más Whitman y Eliot. De la poesía italiana, Ungaretti y Quasimodo. De la francesa, Baudelaire, Eluard y Apollinaire. De la latinoamericana, Vallejo y Octavio Paz. Kapuscinski, que en su afán vagabundo por descifrar este mundo habla y lee en siete idiomas, dice que su prosa le debe demasiado a la poesía. "Habían matado a todos los corresponsales y, como me volví un poeta conocido en Varsovia, me llamaron para escribir en un periódico cuando estaba en la secundaria."
Desde el principio K. rechazó esa división entre el escritor y el reportero. "Cuando me preguntan qué es lo que yo escribo, yo les digo que escribo textos. El problema de los géneros y las terminologías es que tienen diferentes sentidos en diferentes idiomas y culturas. En nuestra tradición literaria no tenemos esta distinción que hay en América latina entre la crónica y el reportaje. Entonces nunca pensé en si quería ser escritor o si quería ser periodista. Cuando me sentaba, no pensaba en que iba a escribir una novela o un reportaje o un ensayo. Yo sólo quería escribir bien." Había leído que Kapuscinski no creía en los géneros literarios tradicionales y que esa fe en la experimentación de lo inclasificable lo había llevado a decir que había que escribir más libros como Tristes Tropiques, del antropólogo Lévi-Strauss, o Cool Memories, de Baudrillard. "No se puede escribir ahora cualquier libro. Ahora escribir un libro debe ser una protesta", dijo en su taller de México, como uno de los últimos dinamiteros de las fronteras de género. Allí sus últimos consejos fueron leer, leer y leer. "Los periodistas se preocupan por cómo escribir más que por aprender a leer. La tendencia va hacia la Ôensayificación' de la prosa", me dice K. Servirse de la sociología, la antropología, la psicología y la historia para hacer de la literatura un cajón de sastre. Leer, viajar, investigar, leer y escribir sólo el cinco por ciento del material recolectado. Para escribir Ebano, Kapuscinski devoró una biblioteca de doscientos libros sobre asuntos africanos. Recuerda haber leído catorce mil páginas antes de escribir un libro sobre Crimea. Kapuscinski vuelve a mirar de reojo su reloj y empieza a responderme con evasivas. No recuerda su primer libro memorable. Se rehúsa a hacer una lista de libros que hubiera querido escribir. Se olvida de sus queridos Conrad y Proust. Va a perder el avión y aún no ha terminado de decidir qué libros tendrá que dejar abandonados en su habitación del hotel.
"A veces me preguntan qué libro influyó más en mi prosa y yo tengo que decir que ninguno, porque no puedo decir si alguien ha escrito antes de esa manera. Tuve que inventar una nueva prosa." Por ello los críticos, desconcertados, han bautizado su estilo con el aparatoso nombre de creative non fiction. En los días de su taller en México, Kapuscinski había pedido que no lo molestaran a partir de cierta hora de la noche. A esa hora sólo quería leer, y lo que más lee es filosofía. "Mi sueño fue siempre ser filósofo. Pero entré en la universidad en tiempos del estalinismo y la Facultad de Filosofía había sido cerrada porque se la consideraba muy burguesa. Tuve que estudiar historia." K. tenía entre sus filósofos favoritos a Platón, Schopenhauer, Nietzsche y Dostoievski. "Digo Dostoievski porque el problema entre los rusos es que no tenían filósofos académicos y sus filósofos están entre sus novelistas y sus hombres de iglesia. En la tradición rusa no hay una clara distinción entre la filosofía y la teología, y entre ellas se entromete la literatura." Para K., Los hermanos Karamazov es un ejemplo clásico de este modo de expresión del pensamiento ruso. Kapuscinski dice que no le gusta tanto leer biografías, a pesar de su admiración por esos monumentales trabajos que Ellmann escribió sobre Joyce y Wilde. "La mayoría de las biografías son sólo trabajos de no ficción", explica. Pero no dudo que ha leído las de Dostoievski. Sólo los rusos hacen que esta mañana Kapuscinski se olvide por unos minutos de su reloj y que se vuelva un hombre fuera de su tiempo. No sólo ha confesado que le debe a Chéjov el principio de su libro El Emperador, sino que está de acuerdo con él en que sólo aparece un talento por cada dos millones de habitantes. Pero, a principios del tercer milenio, Kapuscinski se corrige en sus cálculos: "Creo que ahora aparece un talento cada cinco o diez millones de personas, muy rara vez". Le comento que la prosa de Dostoievski es apesadumbrada y a su lado la de Chéjov es más traviesa y alegre. "No. De Chéjov se suelen conocer más sus cuentos y teatro, pero no tanto el resto de su obra, como sus diarios y sus reportajes. Chéjov fue un gran reportero. Cuando estaba muy enfermo de tuberculosis se fue en un barco a una isla rusa del Pacífico, Sajaliv, y escribió un reportaje sobre los maltratos que sufrían allí los prisioneros. Era un maestro en la creación de atmósferas, de esos pueblos en los que no sucede nada. Y fue cuando estaba ya muy enfermo."
K. tose tres, cinco veces. Temo que esa tos insistente haya sido como un despertador que recuerda que ya es hora de que parta a buscar sus maletas. Pero a Kapuscinski se le suelta la lengua cuando se trata de recordar a su atormentado antecesor ruso. Sí, Dostoievski escribía muy mal, pero su mundo literario es inolvidable. K. está de acuerdo en que en el siglo XIX Dostoievski fue uno de los modelos de la literatura más imperfecta pero, paradójicamente, más grande e imperecedera: "Un editor moderno eliminaría la mitad de todas sus novelas por esa tendencia a hablar, hablar, hablar. Pero de repente, llegas a una página y hallas cosas geniales. Esa era su forma de escribir. En literatura, si mantienes el mismo nivel durante todo el tiempo, te haces ilegible. Hay que poner adentro un poco de kitsch, para reforzar luego el mensaje". K. me sorprende con su defensa cerrada del kitsch, pero recuerdo que de vez en cuando sus libros están plagados de moscas literarias que sobrevuelan los ojos de sus lectores distrayéndolos de la tensión de una escena trágica. "Siempre estoy discutiendo eso con mis editores y más ahora que estoy publicando mi libro Lapidarias, una obra que va a terminar con mi muerte. Si tomas a un escritor como Canetti, que tiene varios niveles de calidad, haces una selección de sus mejores pensamientos y los publicas en un librito de cien páginas, Canetti sería ilegible. La altura asfixia y de vez en cuando hay que descender para encontrar un respiro", me advierte K., como si me tratara de decir que la buena literatura es una suerte de montaña rusa de ideas y palabras.
Ha escrito Lapidarias con este método, un libro en el que la más alta filosofía se acuesta con las notas más banales. "Es una poética del fragmento que te da la oportunidad de descansar." Le pregunto si esta poética de Lapidarias lo vuelve un pariente estilístico de Nietzsche y de Cioran. "De Nietzsche sí, pero de Cioran no, porque justamente él es un escritor que, en sus entrevistas, dice que anda sólo por las cumbres del pensamiento. Es decir, Cioran elimina todo lo que le ha costado llegar a esa cumbre y sólo escribe la última sentencia. Nunca puedes saber cómo llegó a ese pensamiento. Por eliminar todo el proceso para llegar a esa última sentencia, sus libros son ilegibles. Cioran me parece un gran ensayista cuando escribe sobre la religión y la historia, pero su escritura de aforismos es ilegible. Puedes leer sólo uno o dos." Pero a Kapuscinski le gusta la poética del fragmento: "Es una forma muy moderna de expresarse para el lector contemporáneo, que no tiene tiempo de leer historias tan largas y complejas, ese lector que prefiere leer echado en la noche con una lámpara que en cualquier momento puede apagar", me dice antes de colocar su diestra encogida sobre su boca, su gesto más habitual de escucha. Kapuscinski tuvo que crecer bajo la sombra de Rusia.
Le recuerdo ese modo de pensar ruso que no separa la filosofía de la teología, le pregunto entonces qué le parece la Biblia como literatura. "La leo todo el tiempo y muy a menudo la estoy citando. Mi libro El Emperador tiene un poco la estructura de la Biblia. Es el libro más dramático que se ha creado, pero también es un libro muy cruel. Ahora se suele criticar a la televisión por transmitir tanta violencia, cuando más cruel ha sido la Biblia: en sus páginas se come a niños, se llama a matar a los enemigos, se queman casas, se sacan los ojos a los hombres. Los dueños de la televisión moderna no han inventado nada nuevo." ¿Qué tiene en común Kapuscinski con el autor de El principito, con quien los críticos suelen compararlo? K. me recuerda que, como él, Saint-Exupéry era un viajero pero no un turista, pues los suyos eran viajes de trabajo, en situaciones muy duras. "El principito no es un libro para niños. No soy partidario de esas clasificaciones." Pero K. sonríe entre sacramentado y disidente cuando lee lo que sobre él dicen las contraportadas de sus libros. "Sus escritos se sitúan justo entre Kafka y García Márquez." Y símiles aún más acrobáticos y delirantes: "Se lee como una versión de Lewis Carroll sobre Hitler en su bunker". No puedo evitar preguntarle sobre el otro ciudadano K., citándole lo que había escrito un crítico después de leer El Emperador: "El efecto es como si Kafka hubiera escrito El Castillo desde dentro". Sabía que Kapuscinski admiraba a García Márquez y que Gabo había confesado haber llorado cuando leyó por primera vez La metamorfosis. "Kafka me gusta, pero no tengo nada especial que decir sobre él." Y añade, al darse cuenta de que no me convence su respuesta casi evasiva: "Yo leí a Kafka no tan joven y luego, por mi trabajo, no tuve tiempo de releerlo. Tuve que concentrarme en lecturas antropológicas sobre el Tercer Mundo. Preparaba un libro y me ponía a leer todo sobre ese tema en particular. Todo depende de tu propia historia de lector. No he sido un lector de placer, sino de oficio". Por ahora, he podido seguir aquí gracias a los ademanes de K., que han acabado por esconder su reloj debajo de su manga.
Hace rato que Kapuscinski ha terminado de beber su vaso de agua. Le pregunto si tiene algo contra los best sellers. "Sí, estoy en contra de los best sellers, pero no puedo hacer nada. Es un gran problema de nuestro tiempo. Es una trampa muy engañosa, pero The New York Times Books Review encontró esta solución: en cada lista de libros más vendidos ponen también una lista de los libros preferidos por sus críticos. Es como una balanza que muestra las tonterías del mundo con sus best sellers, pero también que hay libros valiosos", me dice y hace el gesto de levantarse de la mesa como una amable amenaza. Sólo me queda atarlo con palabras y más palabras, un minuto más. Le recuerdo que George Steiner, uno de los críticos más leídos y respetados del mundo académico, anunció la muerte de la literatura, casi en complicidad con los bajos instintos de Bill Gates. "Es una profecía absurda. Toda la historia consciente de la cultura humana empieza porque el primer hecho estaba escrito", me dice K., frunciendo el entrecejo, como si esta vez se pusiera de pie para ir a ajustar cuentas con Bill Gates.
Por Julio Villanueva Chang
Para LA NACION - México, 2001
3 comentarios
JoseAngel -
Luisa -
Magda -
Se ha ido un gran periodista, historiador y escritor, pero nos queda su obra para tenerlo presente siempre.
Muchos saludos, querido Antòn.