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Antón Castro

NUEVO FRAGMENTO DE "POR ESCRIBIR SUS NOMBRES"*

NUEVO FRAGMENTO DE "POR ESCRIBIR SUS NOMBRES"* El mar en diciembre

Cuando compartimos con alguien un viaje largo en coche parece que todo fuera una invitación a la confidencia, una ocasión para hablar despacio de asuntos que normalmente no abordamos en nuestras conversaciones. Quizá suponemos que es un paréntesis que nos permite ser, de algún modo, otros o tal vez creemos que hay cosas que empiezan con él, que se quedarán para siempre en los kilómetros que hemos recorrido, entre las curvas y el asfalto. Quizá porque el otro no nos mira o por el efecto hipnótico de la carretera, un viaje en coche es una invitación a hablar demoradamente de temas que acarician la intimidad cuando no penetran de lleno en ella.

Una tarde le dije a Irene que pensaba visitar a Palmira Plá en Benicàssim porque necesitaba conocer su opinión sobre el relato que yo escribía y, sobre todo, porque quería oírle pronunciar el nombre de Paco Ponzán.

- Iré contigo. Quiero ver el mar en diciembre -me dijo.

Irene es así. No me preguntó si podía acompañarme o si me gustaría que lo hiciera. Se limitó a anunciarme que ella también vendría. Sin más.

El trayecto Huesca-Benicàssim era lo suficientemente largo como para poder decir lo que aún no habíamos dicho y para caer en la cuenta de que nos rodeaban algunos silencios que, tal vez, ninguno de los dos queríamos realmente romper. Este viaje era la promesa de compartir, durante horas, el mismo paisaje. Antes de salir de Huesca, parecía que el viaje no terminaría nunca y tenía el atractivo de lo que está por estrenar, de los besos que aún no hemos dado, de los amores por inaugurar. A veces, me parece, que cada abrazo, cada caricia anuncian, a su manera, el final y la separación. Es algo parecido a la sensación que experimento cuando paso las páginas de un libro que me cautiva porque me hace gozar o sufrir. Mientras leo, cada página me acerca al final de la historia. Yo quería que el viaje que iba a hacer con Irene durara siempre, como quisiera leer y leer algunos libros sin que terminaran nunca. Sé que es imposible, pero nadie se debería conformar simplemente con lo que parece posible.

Me gusta conducir. Me relaja conducir sin prisa. Aquella tarde, desde la orilla de la carretera, disfrutamos de la esbeltez de las torres mudéjares y de los campos pardos donde las cepas, en hileras, se levantan como muñones retorcidos. Nuestra vista se perdía en enormes extensiones de tierra recién sembrada de trigo. La tierra preñada de esperanza. Y la vida. La vida intuida de esos pueblos que atravesamos sin detenernos, rompiendo su quietud por un instante, donde la gente vive sus días ajena a mis preocupaciones y mis problemas.

Hasta que llegamos a Alcañiz, llovía. Llovía una lluvia breve, como atenuada, una lluvia tan fina y tan ligera que parecía suspendida en el aire. Llovía como otras veces. La lluvia siempre me parece antigua y me trae el recuerdo de otros días, el recuerdo de personas que ya no verán más llover. Llovía como lloverá cuando tampoco yo pueda ver cómo llueve.

Los limpiaparabrisas del coche parecían marcar el ritmo de nuestra conversación o de nuestros silencios. Aunque a Irene le inquieta, me gusta estar junto a ella sin decir nada. Callados, como si no tuviéramos necesidad de hablar, como si nos bastara con querer estar juntos, sin darnos explicaciones, sin más razón que acompañarnos.

Cuando Irene me hablaba de su pasado, yo tenía una sensación extraña. Me daba pudor asomarme a su vida, saber lo que ella había hecho antes de que yo la conociera. Creía que no era de mi incumbencia. Además yo no quería hablar del mío. Por eso procuraba cambiar de tema.

  

Decidimos dormir en Vinaroz. La ciudad presentaba un aspecto inusual. Había estado varias veces en verano cuando el turismo provoca que todo parezca falso, que todo sea tan poco creíble como un gigantesco decorado de cartón piedra. Sobre este fondo artificial, transcurre la falsa vida de los turistas, abren sus puertas los negocios de temporada, se instalan las tiendas de objetos de veraneo y como si de un mecano de tratara, se montan los restaurantes y las terrazas que después se guardan en el trastero de las vacaciones programadas. En diciembre todo –el paisaje, la gente y hasta el mismo mar- me parecía más auténtico.

Después de cenar, los dos quisimos dar un paseo cerca de la playa para respirar el aire marino y para sentir el acompasado latido del mar que parece mecer a quienes saben escuchar, a quienes pueden fundirse con su eterno vaivén. Entonces, el mar está dispuesto a compartir sus secretos.

Aquella noche, una inmensa luna se bañaba sin sumergirse en el agua. El cielo parecía un infinito manto de terciopelo en el que alguien hubiera desparramado, caprichosamente, centenares de estrellas. La noche se nos ofrecía suave y tierna.

- Hay algo en el mar –le dije- que me trae el recuerdo de otro tiempo. ¿No te parece que es como estar cerca de las civilizaciones que llegaron hasta este miserable país por este mar? Aquellos hombres traían su miedo y su esperanza. Querían encontrar la tierra prometida, un lugar mejor del que hablan todas las leyendas del mundo. Y para conseguir este sueño tenían que aventurarse al mar, desafiando la cólera de los dioses, pagando muchas veces con sus vidas aquella osadía. Dicen que por este mar llegaron cartagineses, fenicios, romanos y árabes para dejarnos su sabiduría milenaria. A veces creo que dejaron lo peor de sí mismos y se marcharon.

Cuando terminé de hablar me di cuenta de que Irene no me escuchaba desde hacía rato.

- Abrázame -me dijo.

Bajo aquella luna y cerca del mar, Irene parecía otra mujer. Es cierto que a mí, cada día, me parecía una mujer distinta. Como si se hiciera permanentemente nueva. Pero, además, allí, lejos de nuestro espacio cotidiano, ella tenía algo especial que aún no alcanzo a explicar.

La miré y sus ojos me devolvieron, embellecida por los tonos azulados de su mirada, la luz que la luna depositaba en ellos. Caminamos hasta el hotel en silencio, bordeando el mar, ese mar tan lejano para nosotros, ese mar que sólo intuimos al final de nuestro horizonte…

  

Somos esclavos de nuestras costumbres y yo suelo madrugar. Por eso, cuando me desperté era aún muy temprano. Sólo la tenue luz que entraba por la ventana me permitía elaborar una imagen parcial e incierta de aquella habitación desconocida. Durante un segundo no supe dónde me encontraba. Estuve extraviado, sin saber con certeza ni quién era ni dónde estaba. Todavía experimento esta sensación al despertar en la habitación de mi casa en Huesca. Un momento de sobresalto, un segundo en el que no sé quién soy, ni de dónde he venido. Un instante en el que no reconozco mi cama ni mi propio cuerpo. Sólo un segundo.

Ella estaba conmigo. Aún dormía. La oía respirar. Me abrumaba el privilegio de compartir con ella el aire. En el fondo, también me asustaba que a veces me mirara.

Mientras dormía, pude contemplar su abandonada belleza. Su pelo se enredaba en su cara y uno de sus pechos asomaba por encima de la sábana. Recordé el sabor de su boca en mi boca y la ternura de sus caricias. Recordé cómo me miraba, con los ojos aún llenos de luna, mientras la abrazaba.

Comprobé que mis manos conservaban vivo el olor a ella, el olor de su perfume que tantas veces me traía por sorpresa su presencia, cuando estando ya solo en mi casa me quitaba el abrigo o me cambiaba de camisa. Cuando estaba con ella aquel olor me conmovía hasta el punto de provocar repentinamente mi silencio. Entonces ella me preguntaba:

- ¿En qué piensas?

Y yo mentía:

- En nada, no pienso en nada.

Cómo podía explicarle que llevaba su perfume en el alma, que aquel olor me entraba directamente al corazón, que estallaba en mi cerebro y me traía el recuerdo de sus manos crispadas en mi espalda, de su aliento en mi pecho o de las palabras que susurraba…

Miré de cerca su piel como para desvelar la composición de su esencia. Descubrí miles de poros y diminutos surcos que dibujaban, como si de un código oculto y encriptado se tratara, interminables formas geométricas. Intenté reconstruir el laberinto de sus pecas imaginando los caminos imposibles que podía seguir para intentar, en vano, conocerla.

Hubiera querido detener el tiempo para no terminar de mirarla nunca. Por eso no quise acercarme, no quise rozarla siquiera. A unos centímetros de su cuerpo me estremecía el calor que a ella le daba vida, el calor de su sangre caliente que yo sentía sin tocarla.

Todo era extraordinario. Dos personas tan distintas como nosotros, libres y que no se necesitaban la una a la otra habían decidido amarse aquella noche, compartir el aire y las caricias y despertarse, entregados y abandonados el uno al otro, en la misma cama. Mientras, el mundo parecía seguir su curso.

La vida sería igual mañana. Y distinta, al mismo tiempo.

Había amanecido y yo miraba su cuerpo como si me despidiera de un paisaje en el que sólo se puede estar de paso. La miraba como si fuera cada vez la última vez. Su cuerpo desnudo era una despedida o un quizá.

Irene abrió los ojos un instante y volvió a cerrarlos. Sonrió y buscó debajo de las sábanas con sus piernas mis piernas.

- Hola -me dijo.

Se acercó y me ofreció sus labios.

- Bésame, que ya es mañana.

*El jueves, 31 de mayo, en la Biblioteca de Aragón se presentará la novela "Por escribir sus nombres" (Prames) de Víctor Juan Borroy. Intervendrán en el acto  José Luis Melero, Antón Castro y el autor.La foto es de Cee, en la Costa de la Muerte, y pertenece al archivo de "La Voz de Galicia".

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