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Antón Castro

JANNIS KOUNELLIS, EN LA FUNDACIÓN ALCORT

JANNIS KOUNELLIS, EN LA FUNDACIÓN ALCORT

LA MAREA DEL TIEMPO Y DEL MEDITERRÁNEO

Nacer en El Pireo (Grecia) debe marcar a cualquiera. Vivir ahí, con esa visión, bajo la luz esplendente de las tardes de leyenda, bien podría señalar un destino. Jannis Kounellis percibió allí la carga de la historia: Grecia y el Mediterráneo se asomaban a sus ojos como un arsenal del pasado, como el umbral decisivo hacia la utopía. Con la sombra de la arquitectura y la arqueología, con la música de un ayer que resonaba en cítaras y arpas de añoranza, debió aprender a mirar, a observar, a sentir. A inventarse una trayectoria en el arte, una trayectoria a contracorriente como un actor que se atreve a escenificar su mejor función en solitario. Con poco más de 20 años, decidió partir hacia Roma. Era otra ciudad cosida a la melodía del tiempo, al resplandor del pasado. Muy pronto frecuentaría a Alberto Burri y Lucio Fontana. Dicen los expertos que sus predilecciones iban hacia otros: Wols, un artista polifacético en permanente ensayo de su propio yo, Fautrier y Jackson Pollock, éste en particular porque le deslumbró tanto su obra como su personalidad. Aquellos años fueron muy importantes. Desde muy temprano Kounelis intentó consolidar su propia aventura de vivir y crear en libertad.

         Esencialmente pintor, creía que la pintura era el trazo de la vida, el dibujo del existir mismo en un entorno, pronto consideró insuficiente sus soportes tradicionales: el lienzo, el papel, y empezó a construir toda suerte de escenografías de autor que cree en el valor de los signos, en la categoría metafórica de los símbolos, y decide escribir sus alfabetos, sus códigos privados, en hierro o mármol, en fuego, con carne de ternera degollada. Tenía claro que debía ser un artista de su tiempo, con pasado, con memoria fecundada por el quehacer de sus antepasados, y con presente que lo aglutina todo en sus trabajos: instalaciones, montajes, collages, esas funciones que podrían parecer casi una provocación al modo de su amado Antonin Artaud: las piras de gas, las velas encendidas, los animales vivos como los caballos (tan griegos, tan mediterráneos, tan vinculados con el movimiento), los fragmentos de carbón, los metales, el arrebato sombrío e incontenible de la tinta derramada. Toda una poética renovada de los objetos y de la materia en la que se dilucidaban muchas cosas: un arte de fusión, un arte de experimentación, un arte de expedición.

Jannis Kounelis fundía todas las disciplinas: la pintura (e incluimos aquí dibujo y grabado), la escultura, la música, la fotografía (que siempre le ha interesado mucho como espejo de realidad, como instrumento que fija el tiempo, como alucinación que petrifica la muerte y la vence) y, por supuesto, la poesía, que es algo inherente, algo interior y tempestuoso que preside su obra. Y así, reinventándose, volviéndose radical a cada hora o en cada nuevo proyecto, redactaba la novela del artista. En las páginas-piezas de ese libro hay un amasijo de asuntos y desvelos: una reflexión sobre lo primigenio o lo natural, y lo industrial o artificial, una soterrada e incesante melancolía, una preocupación permanente por la huella del tiempo en el artista más que por la huella del artista en el tiempo. Y hay esa pugna permanente con la creación misma en pos de una voz, de una proyección, de un discurso conceptual que se asienta en un ideal romántico como la libertad, en una certeza de índole revolucionaria como la hermosura y en una aspiración ambiciosa: establecer un nuevo orden de los elementos. Lo que no podemos olvidar es que el viaje es el otro gran asunto de Kounellis: el viaje en su sentido más  alegórico, el viaje como certidumbre del peregrino, el viaje que supone toda creación, ése que es travesía de emoción, conocimiento y pensamiento que se expande.

         Las exposiciones de Janis Kounellis tienen siempre algo de función exenta. Son como el manifiesto único de un radical laborioso. En esta muestra están sus cajas de metal, en cuyo interior hay hachas, cuchillos, tijeras, zapatos que se hunden en una superficie que parece alquitrán o un gran borrón de tinta negrísima, objetos más bien desapacibles. Y están sus dibujos con sus bosques de sombra. E incluso hay una pieza que parece el telón de un teatro o la cortina gélida de la morgue. Estas obras me han hecho pensar en aquellas urnas que contenían agua del mar; en algunas de ellas, se había sustituido el agua por la sangre. Jannis Kounellis es fuego y hielo y eco o residuo de una luz turbadora que nace más allá del corazón, allí donde restallan las mareas del tiempo, aquí donde se estremecen las sienes.  

*La Fundación Alcort de Binéfar, en colaboración con la fundación GACMA de Málaga, acoge desde el próximo 4 de mayo, mamñana, a las 19.30, hasta el 4 de junio la exposición “Obra reciente”de Jannis Kounellis (El Pireo, Grecia, 1936). La exposición consta de piezas datadas entre 1984 y 2006 de muy diverso formato y elaboración: desde los fuertes trazos de tinta del dibujo a la instalación y al collage. La muestra está comisariada por Fernando Castro Flórez, que ofrece hoy una rueda de prensa a las 11 de la mañana en el Centro de Historia. Escribe un espléndido y documentado texto en el catálogo que ha coordinado Cecilio Rodríguez, de la Fundación Gacma de Málaga. Y este texto mío también figura en el catálogo. 

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