VÍCTOR JUAN: AMOR Y PEDAGOGÍA*
UN AMOR SOÑADO, INTUIDO Y REAL
Víctor Juan Borroy es esencialmente un idealista, un hombre romántico, que cree en la fuerza de las palabras. Uno de sus modelos de vida y emoción es don Gregorio, aquel profesor republicano que Manuel Rivas presentó en “La lengua de las mariposas”, un maestro que cree en la libertad, en la curiosidad, un hombre laico que se extravía por la naturaleza y que considera que el conocimiento, a la intemperie, es la aventura más hermosa. Víctor Juan encontró en ese hombre la formulación de algo que él andaba buscando: la imagen, el símbolo, un espejo de sus sueños. Pero en realidad, Víctor Juan llevaba muchos años estudiando la vida de profesores como don Gregorio, profesores reales a los que había editado: Pedro Arnal Cavero, Santiago Hernández, María Sánchez Arbós, y con ellos descubrió, y se enamoró (Víctor Juan es un hombre de pasiones desatadas) de Ramón Acín, Simeón Omella, Evaristo Viñuales, Juan Manuel Barrabés, Paco Ponzán y Palmira Plá, aquella mujer de Cretas que le tocó el corazón.
Víctor Juan es un cazador de historias. Es un soñador. Es como Nabokov con su red para cazar mariposas. Siempre está dispuesto a hallar un fragmento de emotividad, una historia repleta de humanidad e indagación, un resquicio de vida donde asome la ternura. Enseñar es darse y abrir los ojos al mundo a quien no sabe ver aún, a quien ve a tientas, con la intuición y el asombro del perplejo. Y el aula para él es un núcleo de aprendizaje, un refugio, un laberinto y el edén donde fulgen las pequeñas cosas, donde se perfilan los primeros gestos y las sensibilidades que definirán la existencia. Por eso siempre está muy atento a todo: le interesan los métodos de enseñanza, los libros publicados, las teorías, las intensas vidas de los maestros. La novela de la educación. De estos maestros parece saberlo todo, y lo ha ido contando por aquí y por allá en prólogos y ediciones críticas, en monografías, en tesis doctorales, en mil y un proyectos que demuestran su condición de ciudadano en movimiento, de francotirador de sueños que se cumplen. Ahí está “El libro de los escolares de Plasencia del monte”, ahí está la exposición y el proyecto “Escuelas. El tiempo detenido”, ahí está su condición de director del Museo Pedagógico de Aragón. En cada cosa que hace encuentra un arsenal de materiales novelescos: peripecias, anécdotas, seres. Y como siempre está alerta y desvelado, en algún lugar de su cabeza, de su ordenador, de sus confidencias, de sus cuadernos de apuntes o en las alforjas de su yegua Luna están todas las historias, todas las quimeras, las fábulas que tarde o temprano acabará por contar.
En los últimos años, Víctor Juan ejerce su trabajo en un lugar evocador para él, poseído de leyenda: la Escuela Normal de Huesca, por donde pasaron profesores míticos como su profeta del existir y de la vida: Ramón Acín. Ramón Arsenio Acín Aquilué. Víctor Juan ha sido uno de los entusiastas e incondicionales de Ramón Acín, de Concha Monrás, aquella mujer que jugaba al tenis y tocaba el piano, y de sus hijas Katia y Sol. Y eso le ha deparado muchas cosas: se ha empapado de la atmósfera familiar de la Casa Ena, de los vientos apocalípticos del Hortal al atardecer y de aquellas pajaritas que podían ser aves de paz en el interior de una jaula. Y no sólo eso: a las obsesiones y amistades de Víctor Juan se le deben el conocimiento y la recuperación de la banda sonora de la casa del escultor, profesor y político: “La última rosa del verano”, que también es la banda sonora de esta novela. Ramón Acín le condujo hacia Paco Ponzán, aquel miope anarquista que combatió en la Guerra Civil, se exilió y pereció quemado por los nazis muy cerca de Toulouse, una semana antes de la liberación de París. Ramón Acín también le condujo a otro maestro: Evaristo Viñuales, que se suicidó en Alicante, mientras veía como el Stanbrook partía para siempre de España. Y Paco Ponzán, consejero de Transportes y Comunicaciones, le condujo hasta otra mujer admirable: Palmira Plá, la profesora de Cretas que organizó las Colonias Escolares y partió de su casa para siempre con poco más de veinte años.
Víctor Juan, tan merodeador de secretos, visitó a Palmira Plá en Vinaroz y descubrió algo que quizá ya había intuido o soñado o deseado: ella y Paco Ponzán se habían amado. Habían saltado chispas entre ellos. Habían nacido el uno para el otro, pero la guerra, las diferencias ideológicas y el destierro estorbaron esa relación. Y de eso, en el fondo, va esta primera novela de Víctor Juan: “Por escribir sus nombres” (Prames). Es, de entrada, un compendio de su pasión por los maestros republicanos, por aquella generación que perdió el futuro, el país y el aliento. Y es una novela concéntrica: es una indagación en lo que pudo haber pasado entre Paco Ponzán, aquel hombre que miraba las estrellas y que recordaba que había sido maestro en Camelle, allá en la costa de la Muerte, y Palmira Plá, aquella mujer que huyó de España y que trabajó de modista hasta que pudo abrazar de nuevo la pedagogía. Esta pasión está sazonada de pudor y deseo, del temor al fracaso, de un cariño cómplice y exacerbado que invita a soltar lágrimas. Y es también una crónica espeluznante y real: se nos cuenta cómo vivían Ramón Acín y Concha Monrás; como él, anarquista blanco, decidió quedarse en Huesca, cómo ella era vejada e insultada y golpeada a diario, y cómo “los buenos vecinos de Huesca” repartieron aplausos, insultos y abucheos que celebraban la detención y la posterior ejecución de Acín. Y días más tarde, la fusilada era su mujer. Se nos cuenta que “algunos años más tarde, el sepulturero indicó a la familia el lugar preciso donde estaba enterrado Ramón Acín. Cuando exhumaron sus restos encontraron la camisa de pijama que llevaba puesta cuando lo arrancaron de su casa. Por uno de los bolsillos asomaban los lapiceros de colores que eran sus herramientas y sus únicas armas”. Detalles de este tipo, de finísimo observador, de ladrón de matices como Víctor, hay muchos. El de la pluma estilográfica, por ejemplo. Y casi todos están impregnados de tragedia, de poesía, de transparencia, de los ecos del corazón.
El libro es una crónica del destino de dos amantes, de dos combatientes disparejos ideológicamente. Esta parte, que ocupa el grueso del libro, tiene muchos momentos de emoción. Esta es una novela que se ha escrito con el corazón caliente, en éxtasis, a punto de levitar de pura pasión o de pura revelación. Y no nos podemos olvidar de algo fundamental: la mirada contemporánea. La mirada de Víctor Juan Borroy, barnizada de melancolía y comprensión. “Por escribir sus nombres” está redactada por un profesor de unos 40 años que da clases en la Escuela Normal de Huesca, que lleva a sus alumnos con frecuencia al parque de la ciudad y que imparte sus lecciones ante las pajaritas. Y no sólo eso: embrujado por la pedagogía republicana, escribe una novela y vive una historia de amor con Irene, la hija del librero José Luis Rivas, la dueña de la librería Alejandría: una historia de amor, doliente, con luces y sombras, que se parece mucho a la Paco Ponzán y Palmira Plá. En un texto final, el profesor le dice a Irene: “Te he dicho muchas veces que escribía para poder leer el nombre de Paco Ponzán y de Palmira Plá. Y es cierto. Pero también lo he hecho para poder escribir tu nombre”.
Esta novela recoge la memoria de varias generaciones, de jóvenes combatientes que se jugaron la vida por la libertad. Y la perdieron. Es un libro sobre el arte de escribir, es un elogio de las posibilidades de la palabra, que como la fotografía es un antídoto contra la muerte y contra el olvido. Poco antes del fallecimiento de Ponzán, él y Palmira Plá se encontraban, se veían en una inolvidable estampa. Escribe el narrador: “Ahí tuvieron la oportunidad de repetir en varias ocasiones estos encuentros propiciados por el intercambio de ropas y palabras. Sobre todo de palabras. Palabras frágiles, palabras perdidas, indefensas y solas, palabras incendiarias, palabras salvadoras y esperanzadoras, palabras tiernas y acariciadoras, palabras libres y liberadoras, palabras que, entre ellos, eran siempre más que palabras”. “Por escribir sus nombres” es la novela de una victoria en el tiempo y de la resurrección de un amor que debió ser así y que no se consolidó entonces para que Víctor Juan se hiciese novelista y lo fijase para siempre ahora. Paco Ponzán redactó en su testamento: “Deseo que mis restos sean trasladados un día a tierra española y enterrados en Huesca, al lado de mi maestro, el profesor Ramón Acín, y de mi amigo Evaristo Viñuales”. Con esta novela, que publica con elegancia Prames, ya lo están.
*La novela “Por escribir sus nombres” (Prames) de Víctor Juan Borroy, el jinete indómito de la yegua Luna, se presentó el pasado jueves en la Biblioteca de Aragón. José Luis Melero Rivas, acaso el presentador más desternillante y erudito de los últimos años, leyó un texto divertido. Antes, yo leí éste. Además de muchos amigos, estaban en la sala Blanca, Guillermo y Virginia, la sagrada familia de Víctor. La caricatura del director del Museo Pedagógico de Aragón es de José Luis Cano.
4 comentarios
Luisa -
Un abrazo.
Antonio Pérez Morte -
Gracias por compartirlo, también, con quienes no pudimos asistir al acto.
¡Un abrazo grande!
laMima -
La caricatura....PERFECTA!!
Envidia de amigos....
ana a. -