Blogia
Antón Castro

MENTIRAS Y MIEDOS (CUENTO)*

MENTIRAS Y MIEDOS (CUENTO)*

*[Por pura casualidad, tras leer el espléndido “Real Zaragoza: Diccionario íntimo” que Luis Alegre publicará en el catálogo del 75 aniversario del club, me encontré con este texto de ficción. Me dio envidia que su padre le contagiase tanta afición por un equipo, algo que también le ocurrió a Pepe Melero, autor de otro texto increíble, lleno de emoción, sabiduría y exactitud: “Los años magníficos”. Leí este relato como si fuera un texto olvidado, luego recordé que es un capítulo fundamental de mi libro más autobiográfico, “El álbum del solitario” (Destino, 1999), un libro al que a medida que pasan los años me parece más definitivo en mi vida y en mi forma de contar. Lo cuelgo por si la historia de Antonio Fabeiro, “Planetas”, fuese del interés de algún visitante del blog. Es un cuento, muy gallego, sobre algo que me  fascina: la relación padre e hijo”. ]

Hablar de mi padre es lo más difícil para mí. Nunca sé por donde empezar. Siempre se me vienen a la cabeza imágenes obsesivas y  antiguas: avanzamos los dos juntos en una bicicleta hasta la casa donde se había criado, eran tantos hermanos que a los siete años se fue a servir a A Maceira, llegamos, lo abrazan y me muestra una especie de cobertizo o cuartucho en el que está encerrado un hombre loco al que llaman Ireneo. Al atardecer, vuelve del trabajo con su traje de pana marrón y su ciclomotor con dinamo, y yo lo veo desde el río de lavar o desde la fuente, cuyo fondo está repleto de salamandras. Me echo a correr y le digo: «¿Iremos al monte esta tarde?» Sí vamos, a recoger leña de pino, a deambular por el Campo de A Choca y por los senderos que conducen a las añosas minas del wolfrán, a contemplar el bravío mar de Barrañán donde encallaban minúsculas ballenas. Luego, tengo un paréntesis de bruma o de olvido. Quizá si cierro los ojos y me hundo en la nostalgia inmemorial, distingo a mi madre frente al lavadero, al otro lado del fuego y de la bancada con respaldo, leyendo una de sus cartas. Nuestro gato gris, Acuña, había traído una nueva culebra que intentaba huir por el desagüe y mi padre preguntaba: «¿Cómo está el rey de la casa?» El rey de la casa era yo y se me nublaba la vista por las lágrimas. Disimulaba, me hacía el gallito o el fuerte, el protector de la viuda de un vivo, y decía que se me había caído una mota en los ojos. En invierno, en vísperas de Navidad y en medio de un vendaval asombroso, reaparecía mi padre a la altura de Casa Mareque como un espectro rodeado de ranas con la maleta enorme, una bolsa de caramelos de menta y el traje de pana marrón que tanto me gustaba. Esa noche comíamos naranjas borrachas, naranjas de sangre, y mi madre no dejaba de llorar. Ni le acariciaba ni le abrazaba: se apostaba en un banco de la única habitación de arriba, que era comedor y dormitorio y vestidor, y lo miraba con delicadeza, lo absorbía con los ojos como si fuese una esponja o tierra caliente y rojiza que se embebe de lluvia. Mi padre, el emigrante feliz que retornaba de Suiza, se sentaba en la cama y se quitaba los pantalones y los calzoncillos o zaragüelles, en cuyo interior traía un buen fajo de billetes.

  Un día supe que todos aquellos billetes nos habían permitido comprar una nueva vivienda en Baladouro. Dos pisos. Jamás olvidaré la partida: la hicimos en un tractor, mi padre se puso al lado del conductor y tanto mi hermano Hilario como mi madre y yo nos sentamos en medio de los cachivaches y el gato gris, Acuña, que ignoraba su destino. Íbamos a vivir en un piso y allí no había sitio para él. A la mitad del camino, en la Revuelta del Lobo, mi padre lo arrojó a la cuneta, pero el animal nos seguía, saltó al remolque, se escondió bajo el arcón de la ropa de las camas y bufó y mostró sus afiladas garras cuando Hilario lo cogió por las orejas. Entonces, mi padre lo tiró por el barranco y mientras nos alejábamos, el gato maullaba lastimeramente. Recordé su último gesto: antes de subir al remolque, apliqué mi oído en la tierra como hacía en los atardeceres de tormenta, oí pisadas, ecos y estremecimientos interiores; el gato me miró un momento, se subió a mi hombro y permaneció allí dos o tres minutos, inmóvil y ronroneando. Mi madre, seria, cautiva, recordaba con la mirada extraviada la biografía del felino: nos lo había dado Albino, el tratante de ganado, nos había hecho compañía constante durante la ausencia de mi padre, traía a diario culebrillas de color perla y se enroscaba en las sayas de tía Gumersinda, aquella señora de luto que acudía por las noches a relatarnos cuentos de miedo de los tiempos idos y a ensombrecer aún más mi infancia.         

Siempre he sido un niño miedoso y fabulador. Las dos cosas a la vez y por igual. O eso creía mi madre. Solía decir que era descabelladamente embustero, por eso me llamaba «planetas», mis mentiras eran inmensas como el mundo. Se quedó atónita al enterarse de que dije a tres o cuatro vecinos, con siete años tan sólo, que había visto cómo mi padre se desnudaba y se subía al dintel de la puerta de la cocina; desde allí se tiraba sobre mi madre, que lo esperaba en el suelo, tendida en dirección a la artesa, con las piernas abiertas y sin ropa. ¿Qué puedo decir del miedo? Hubo una época que ni me atrevía a ir solo a la escuela, ni a quedarme en casa mientras mi madre iba a por huevos al corral, ni a dirigirme al baldío del Penal para jugar un partido, pero ella también tenía algo de culpa: hospedaba a los mendigos o a aquel tío loco de Oleiros que salía del manicomio y traía el bolsillo lleno de papel de periódico y una saqueta de pan duro para las gallinas. Recuerdo aquellas noches de horror: mi hermano dormía en el somier, yo con mi madre y el tío loco en un colchón sobre el suelo. Su respiración cavernosa me impedía pegar ojo e imaginaba que de un momento a otro le daría otro ataque de locura y nos descuartizaría a los tres. Mi madre era así: indiferente a mis pesadillas. O quizá también ella tuviese miedo, por eso debía acompañarla los sábados a Casa Recouso a ver Sesión de noche, volvíamos con noche cerrada por la vereda de un maizal mecido violentamente por la brisa. O me obligaba a bañarme en Barrañán a mediatarde, aunque el mar estuviese invadido de delfines.
        

A mi padre tardé en asociarlo con el miedo. Con el paso de los años he entendido que en el fondo era un solitario que lo daba todo por una conversación. Lo veneraba de niño: me parecía un dios que me enaltecía con su presencia, tenía algo de gigante irreductible y a la vez era huraño, autoritario y rácano. Veía el mundo a su manera: implantaba en la convivencia el código del que dirán si hacías esto o lo otro, pero eso a él no le afectaba. Era capaz de criticar a éste o aquél porque llevaba unos zapatos feos o un pantalón sin planchar, a mi hermano o a mí por aquellos jerseis color butano con cenefas que parecían ochos encadenados, pero no reparaba en que él vestía el mismo pantalón grasiento y lleno de manchas de pintura desde hacía una semana y que se le habían roto los zapatos de rejilla.
        

Justificaba sus negativas con argumentos muy peregrinos y podía ser muy violento. Harto y airado, refunfuñaba: «¿Pero, qué queréis de mí, joder de Dios?» ¿Qué íbamos a querer? Que transigiese, que saliese de su ensimismamiento unos minutos. Mi madre le decía: «Eres terco como un carnero.» Me di cuenta de que sólo era feliz cuando hablaba con extraños, oyendo el relato de otras vidas o reinventando una y otra vez la suya: su niñez lejos de sus padres y sus cinco hermanos como un repudiado, el noviazgo con mi madre, tres años de servicio militar en Melilla donde aprendió a boxear, sus seis temporadas en Suiza, el ahorro y el logro final de una planta de dos pisos en Baladouro y ahora también una finca en As Viñas, detrás del Cine Real, con parrales y pozo artesiano. Ahí estaba su fuerza: se había hecho a sí mismo con pundonor y dignidad.
Quizá lo más doloroso para mí fue que no quisiera comprarme una bicicleta. Llegamos a Baladouro, descubrí con total satisfacción que mi casa estaba al lado del Campo de los Bosques y que los gemelos Dubra --su padre, carpintero y experto en lagartos, había estado en la emigración con el mío-- vivían muy cerca, en una casa baja para bañistas, al lado del Balneario, frente al río Bolaños y a un gran chopo horadado. Ovidio era gordo y Publio, flaco. A su imponente hermana, mayor que ellos, en la intimidad la llamaban La Nena. Siempre deseé una hermana así, tan corpulenta y suave, nos hacía unas sabrosas rodajas de pan con vino y azúcar para la merienda. Pues bien, los gemelos tenían sendas bicicletas, una azul y otra roja, y una casa más pobre. A veces, venían a ducharse y a fumar celtas y peninsulares a la mía. Pero eso poco le importaba al operario de Vialidad y Aguas que era mi padre.        
--¿Para qué quieres que te compre una bicicleta? Para que te mates mañana.
        
No servía de nada que le insistiese. ¿Matarme, te has matado tú cuando ibas a la cantera? He aprendido a montar en las de los gemelos Dubra, sé ir sin manos, ayer subí hasta el monte de Subico antes que Barral, que tiene una orbea de carreras. Mejor que me callase. Mi padre era muy suyo, y cada razón mía era una razón menos para él. Y así me pasaba con todo: si le comentaba que me había apuntado a clases de gaita, me disuadía diciéndome que no tendría pulmones para resistirlo. Si me veía tocar la guitarra, siempre me recordaba el nombre de Ramiro Mallo, el trompetista de Armentón, su primo segundo, o el nombre de Celeste Pereira, aquella cantante y pianista que se había hecho famosa en la comarca con la versión de Yo no soy ésa de Mari Trini y que no tenía tiempo para los novios. «Nunca llegarás a ser como ellos», era su frase preferida.
        

Se pasó media vida recordándome que había hecho las cosas sin sentido y al revés. Desmonté la radio Vanguard de válvulas y nunca logré arreglarla a pesar de que la electrónica iba a tener un gran porvenir. Fui incapaz de sacarme el carnet de conducir para dedicarme al negocio de la fruta con una furgoneta como los Mosende de Santa Mariña, el pueblo donde había nacido. Sólo éramos cómplices durante los combates de boxeo ante la televisión en blanco y negro Invicta, en aquellas madrugadas de desvelo y de lluvia, pero siempre tuve la sensación de que mi padre veía una pelea distinta, un intercambio de golpes que se producía en su cerebro. En la madrugada más esperada y desoladora de mi adolescencia, Joe Frazier cazó con un terrible gancho a Cassius Clay en el último asalto y acabó con su sueño de ser campeón del mundo de los pesados; mi padre se levantó como un resorte y dijo: «Adiós, charlatán. Ya puedes volver a presidio.» Ni siquiera en ese instante se percató de que acababan de vapulear a mi héroe.
        

El día que me fui de casa, muchos años después, se le arrasaron los ojos de lágrimas y me miró desde la ventana de la cocina que había empezado a pintar de blanco esa mañana.
 

0 comentarios