RAÚL ARANDA: DIÁLOGO CON UN MATADOR DE TOROS
El matador Raúl Aranda (Almazora, Castellón, 1952) dio la vuelta al mundo, y no hay exageración en ello, tras una foto tomada en Arles por Lucien Clergue. Pero no solo por eso: en la década de los 70, especialmente en su primera parte, era una figura clave: salió a hombros en San Isidro y se codeó con los grandes con su toreo hondo, intenso, osado casi siempre, que “buscaba la calidad”. Raúl Aranda, que ha sido objeto de una monografía del periodista Alberto Maestro, se retiró en 1996, pero desde entonces no ha parado: ha toreado de subalterno, en cuadrilla de un matador, o “suelto”, por libre. “Cuando iba con un torero llegaba participar en 100 o 120 corridas al año, y eso suponía dormir muchos días fuera de casa, viajar solo en coche para analizar las ganaderías, etc. Ahora, ando suelto y realizó alrededor de 40 corridas al año. Y hay algo que me gusta mucho: ver cómo se desenvuelven los jóvenes, ver cómo se asientan y cómo crecen en el ruedo”. A veces, con una mirada o un gesto, Raúl Aranda imparte una lección, ofrece un consejo, establece un hilo invisible de complicidad.
Por cierto, usted nació en Almazora...
Fue por casualidad. Mi madre había tenido un aborto anterior y le recomendaron que fuese a dar a luz a un lugar a nivel del mar. Y estuvo allí tres meses antes y tres meses después de nacer yo. Así que viví mis primeros días rodeado de naranjos y luego me llevaron a Mallén, durante dos años. Más tarde, mi familia se trasladó al barrio de la Química de Zaragoza y ahí crecí. De Almazora a la Almozara. Mi padre tenía un negocio de embalajes de madera.
He leído en algún lugar que percibía usted que el puente del ferrocarril era su límite natural, la frontera del barrio con la ciudad.
En absoluto. Yo iba, solo y desde los cinco años, desde mi barrio a los Escolapios. Y no pasaba nada. Yo era un aventurero, un niño de barrio, muy inconsciente. Por eso descubrí los toros.
Cuéntenos esa historia.
Yo tenía un gran compañero, Antoñín Castilla, y un día, con catorce años, me invitó a ir a una capea a Illueca. Nada menos. Yo no sabía apenas nada de toros. Nos subimos a una plataforma de coches del tren y en una curva, cuando nos tiramos en marcha, Fernando Moreno, picador y ex propietario de Campo del Toro, que falleció hace poco en accidente, se rompió la clavícula. Me gustó todo aquello: ir a la aventura en una plataforma. Y allí salió una vaca, alguien dijo que estaba toreada. Yo, que no tenía ni idea, cogí una muleta y una espada y empecé a darle pases. Recibí una ovación e incluso me llevé un dinero. Se pasó un capote y recogimos 900 pesetas, que repartí entre varios compañeros. Al final me quedé con 200.
Debió gustarle la experiencia...
Desde luego. Hice un año más de capeas por aquí y por allá. Y pude participar en aquellas Novilladas de las Oportunidades, que se celebraban por la noche. Toreé mano a mano con Fernando Moreno con el cartel de “No hay billetes”. Entonces éramos becerristas. Más tarde, conté con la colaboración de dos buenos amigos: Manolo Cisneros y José María Recondo, que era un apoderado famoso.
¿Qué decían sus padres?
A mi padre le gustaban los toros. Era aficionado. Recuerdo que me llevó a tres o cuatro toreros. Una vez vi a José Fuentes y me impactó de tal manera que tuvo mucho que ver con mi pasión por la fiesta. Poseía una personalidad fuerte, tan fuerte, que despertó en mí una inmensa sensación de admiración. Años después, coincidimos en la plaza y se lo dije. Nos hicimos íntimos amigos.
¿Fue su ídolo?
No exactamente. El torero que más me ha gustado ha sido Antonio Ordóñez Araújo porque tenía una naturalidad fuera de lo normal, plasticidad. Hacía ballet, era un bailarín con una cadencia especial. Y también me gustó mucho Paco Camino: cuando toreaba con la mano izquierda, te quedabas maravillado.
Sigamos con su carrera. Creo que debutó en Calanda...
Ya sabe cómo es el escalafón de este oficio: eres becerrista primero, luego novillero, novillero con picadores y finalmente matador. Empecé tan pronto, que emanciparme para poder torear. Y en ese proceso me avalaron mi propio padre y uno de los actuales presidentes de la plaza de toros de Zaragoza, Manolo Pasamonte. Se necesitaba la autorización paterna y el aval de otra persona, no fuese a ocurrir que tu padre se hubiera vuelto loco. Fue como si me avanzasen la edad, como si me hiciese mayor de edad de pronto...
Vayamos a Calanda en 1968.
Me veo en el patio de caballos, y no crea que me acuerdo de mucho más. Es la tarde que más confusa tengo en mi cabeza. Sé que corté dos orejas, pero no me acuerdo de nada. Me vestí de luces, era principiante, era becerrista. Mire, como torero he sido valiente, si el toro me golpeaba me atraía el propio impulso porque experimentaba sensaciones muy fuertes. Cuando recibía una voltereta, me levantaba y allá me iba de nuevo, como quien emprende un desafío. Era rebelde, me aceleraba. Recuerdo que en una de aquellas noches de oportunidades en el Coso de la Misericordia, una becerra me dio 23 volteretas. Llevaba sangre por todo el cuerpo, y gracias a mi empeño volví a torear.
Por entonces toreó también en Illueca.
Me puse delante de un toro que me pegó una cornada brutal. Fernando Moreno se echó encima de los pitones y logró despistar al animal. Por ese lance, creo sinceramente que me salvó la vida, siempre lo he considerado como un hermano. Después, toreé en las plazas más importantes: por ejemplo, en la Maestranza, donde toreé con Gayoso, Antonio José Galán y Manzanares, entre otros.
Aquellos fueron años de grandes rivalidades. ¿Cómo fue su relación con los compañeros?
Me llevaba de cine, dentro y fuera de las plazas. Recuerdo que Gayoso en la plaza era un poco aprovechado, era un magnífico capotero y siempre te dejaba en evidencia, pero éramos magníficos amigos: siempre pasábamos ocho o diez días al año en su finca de Fuengirola. Jamás he considerado a un compañero de terna rival o enemigo. He disfrutado mucho con el toreo de los amigos, y les aplaudía sinceramente desde el callejón. No he sido celoso. El triunfo de un compañero de cartel no ha sido nunca mi derrota. No he sido celoso, ni envidioso, y siempre he querido que mis compañeros triunfasen.
¿No pretenderá que le creamos?
Es así. Recuerdo que una vez, tras torear con José Ortega Cano, que había hecho una buena faena, me acerqué a darle la enhorabuena. Me dijo: “Pero, ¿qué quieres tú conmigo?”. Repitió varias veces distintas frases de desconcierto e incredulidad. No se lo creía. Con la mosca detrás de la oreja, añadió: “A mí no me ha felicitado un compañero jamás”. Nosotros solemos desear suerte al princpio, y darla enhorabuena al final, pero no por el resultado de la corrida, sino porque no hayas tenido un percance, porque no haya pasado nada.
Esto que dice abona su condición de bicho raro en la fiesta.
Era diferente. Un rebelde a mi manera. Me gustaba exteriorizar mis sentimientos, tanto para lo bueno como para lo malo. A algún apoderado que le estaba exigiendo a un torero algo imposible de conseguir, le he gritado desde el foso: “Tú eres un hijo de puta”. Nunca he tenido un problema con nadie: antes he cedido que enfrentarme a nadie. El día de mi alternativa, en Zaragoza, con Palomo Linares y Miguel Márquez, corté tres orejas y elegí un corrida muy difícil. Recuerdo que Palomo me dijo algo que ya me había dicho antes Antonio José Galán: “¿Estás tontito o qué? ¿Te has vuelto majara?”. Había un toro que de pitó a pitón medía 115 centímetros. Luego, una hepatitis, que duró cuatro meses, me quitó de la circulación.
Se resarció pronto, ¿no?
Tuve fortuna. Había una corrida de Paco Galache en Madrid que no quería torear nadie. Era irregular. La toreé con Manolo Cortés y Julián García. Salí por la puerta grande. Y aquella misma noche me contrataron 48 corridas al máximo nivel, pero solo pude hacer 18.
¿Por qué?
Por la cornadas y por un brazo roto en Logroño...
¿Cómo se define como matador?
Creo que tenía facilidad y vocación. Era un torero de pureza, complicadito, de clase. De esos toreros a los que les gusta torear pausado, soy de ésos a los que les gusta hacer las cosas con calidad y profundidad. Me gustaba interpretar el toreo desde el principio hasta el final, a la altura de los pitones, dándole un 80 % de facilidad a al toro. Y por eso recibí catorce cornadas y una extremaunción...
¿De dónde le sale ese coraje, esa gallardía, esa temeridad?
No lo sé. Veo sangre y me mareo, y eso que he visto operarme en vivo. Recuerdo una vez que Fermín Murillo había sido embestido por el animal, y de repente se le abrió una herida, salió como un barro de sangre y no pude resistirlo: lo dejé caer con todo su peso. En Bilbao en una larga cambiada me cogió el toro por la axila y me dio literalmente una vuelta al ruedo. Se me salía el corazón.Y un familiar, Emilio Aranda, me dio la extremaunción, porque así se lo aconsejaron los médicos. Y otro día oí, “mañana le vamos a amputar el brazo”, porque se me había gangrenado. Alquilé una ambulancia, me trajo a Zaragoza, llamé al doctor Carlos Val Carreres, y él me atendió: descubrió que tenía un alga marina que me había entrado dentro y que me producía la infección.
Ya. Pero no alcanzo a entender qué le encuentra a la fiesta. ¿Qué le atrae tanto?
Yo tampoco lo sé. Toros y novillos me han dado la del pulpo, pero siempre me he venido arriba. Es algo que va por dentro, indefinible. Yo creo que se trata de emoción. La clave es interpretar el toreo con sentimiento y que el toro tenga su punto de agresividad. La emoción la debes poner tú, y el peligro lo transmite el toro.
¿Qué les dices a aquellos que dicen que los toros son una carnicería?
Me entra la risa. Yo no quiero convencer a nadie. Me ha ocurrido que tengo y he tenido amigos antitaurinos y los he llevado al campo; los he colocado ante una becerra y han experimentado esa magia, esa atracción, ese sentimiento indefinible, esa sensación fuera de lo normal. Siento una gran emoción cuando veo venir un toro y lo someto. En Acapulco me encontré con el toro soñado: bravo, agresivo y noble. Me gustaba tanto que no quería matarlo y fallaba adrede con la espalda, hasta que me di cuenta de que eso no tenía sentido. Y lo maté de inmediato, y me sentí orgulloso de hacerlo. Aún no he podido olvidar el malestar de haberle hecho pasar tan mal rato al animal.
Me gustaría que nos hablase de la foto de Lucien Clergue.
Fue en una corrida en Arles, durante una vendimia. Toreábamos Justo Benítez, Ortega Cano y yo; los toros eran de Alonso Moreno de la Cova. Aquel pesaba 720 kilos. A los dos meses o así, Lucien Clergue vino a verme, me dijo que había recibido un premio en Nueva York por la foto y me pedía autorización para seguir difundiendo la obra. Me dijo que cobraba cada pieza a 40.000 pesetas, que se la quitaban de las mano y qué cuánto quería cobrar yo. Le dije que nada y que ojalá se hiciera de verdad rico con ella. En mis temporadas en Hispanoamérica, me cansé de firmar esa foto, sobre todo en Colombia y Venezuela.
Pasó por épocas distintas y en 1996 lo dejó.
Nunca lo dejé exactamente hasta esa fecha. Pasó por diversas experiencias familiares, pero la experiencia me ha hecho entender una cosa: el toro te hace auténticas radiografías anímicas, te exige que estás concentrado al máximo. No debes arrastrarte. Y yo he pasado por todo: por problemas familiares, por muchas cornadas, por el olvido también. Me encontraba triste. Un día, mi hijo Roberto (tengo otro, David), me dijo: “¿Estás triste, papá?”. Le dije: “Nunca más me verás triste”. Y dejé de torear.
¿Está resentido por algo?
Al contrario. De mí se han contado muchas cosas: que si he sido rebelde, inconsciente, un mujeriego. Creo que es por pura leyenda. No tengo melancolía de nada, no me arrepiento de casa nadie, he aprovechado cada instante de mi vida y no tengo motivo para quejarme de nada. He sido querido y respetado por compañeros jóvenes y veteranos, y sigo disfrutando de lo que hago. No soy, en definitiva, ningún amargado.
¿Cómo vive ahora?
Voy a torear si me llaman y disfruto en el campo, leo la prensa más que nunca y retransmito con Javier Valero los toros con Aragón Televisión. Lo paso muy bien. Soy un jubilado, pero mientras mi cuerpo aguante me pondré ante un toro que es lo que más me gusta.
*Raúl Aranda, a mediados de los años 7o, fotografiado por Lucien Clergue, una foto que dio la vuelta al mundo.
10 comentarios
Ernesto Cisneros -
el esqueleto del matador
un saludo
matador Raúl Aranda
JOSE JUAN SANCHEZ -
quino valero -
julian -
blanca hermosa aranda -
JESUS -
En ese momento Raúl esta a merced del Toro, si este arranca en busca de la muleta, el Torero esta vendido.
Mientras en la grada, como aficionado, contienes la respiración, y piensas, ¿Qué necesidad hay de hacer eso?, de arriesgar más de lo necesario es el toreo en si.
Yo saldría corriendo pero si uno además de ser Torero, ha nacido en Almazora, es que lo tiene todo.
Torerito español -
Magda -
La fotografía es muy buena, retrata de manera perfecta ese gesto de la cara que poseen los que matan animales, en este caso al pobre toro.
Un abrazo para ti.
Enrique -
Vicente -