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Antón Castro

JOSÉ LUIS BORAU: CINES, MITOS Y ZARAGOZA*

JOSÉ LUIS BORAU: CINES, MITOS Y ZARAGOZA*

Se ha confesado José Luis Borau apasionado e imprudente, y también tímido. A ratos, mientras defiende sus ideas cinematográficas --del tipo "la película ideal es aquella en la cual la cámara, que es una convención como la cuarta pared del teatro, no se nota. Y eso lo tenían muy claro Fritz Lang, hacia su cine siento una especie de enamoramiento, John Ford o el propio Rosellini, que me deslumbró: yo soy una consecuencia del neorrealismo"--, le sale otro atributo: la vehemencia. Defiende sus argumentos hasta encenderse, entonces esa suave piel de albérchigo y nata de su rostro se vuelve pelusilla bermeja de melocotón, ascua de ira. Y lo veremos así en ocasiones: terco, convencido y utópico. "Basta que me digan que una película no se puede hacer para que a mí me interese e intente hacerla". Es un magnífico y ansioso narrador: historias secundarias interfieren y matizan una y otra vez el relato principal de su oceánica memoria. Ésta, al fin y al cabo, es una película sobre la memoria.        

Nació el cineasta a orillas de la playa de Torrero, en una casa del Canal Imperial de Aragón en la cual vivían su abuelo paterno, sobrestante o encargado general, y sus padres Félix y Antonia. La casa tenía jardincillo y el viudo abuelo disponía de un coche con chófer. El abuelo se murió a los seis meses de haber nacido el primogénito y la familia se trasladó a la calle La Paz, a unas casas baratas, y luego a la calle Albareda.
        

--La gente entonces se cambiaba mucho de casa. Y a mí, hacia 1933 o así, me resultaba natural salir a pasear por la tarde con mis padres a ver casas. Mi padre se decantó por una vivienda de Albareda porque estaba cerca de su trabajo en el Banco Hispanoamericano y porque la casa era bonita, con una fachada de art noveau. Mi padre era republicano, pero no pertenecía a ningún partido, y solía llevarme a la Gran Vía a los desfiles del día de la República. Desde la plaza del Paraíso hasta el parque todo eran solares, en medio estaba el Campo de la Victoria, donde se jugaba al fútbol. Me subía en sus hombros y veía pasar a la gente. Tengo recuerdos muy nítidos: a veces aparecían los pacos, aquellos pistoleros que andaban por los tejados, y nos metíamos en las habitaciones interiores donde no hubiera ventanas; aun así, si había alboroto colocábamos los colchones ante los cristales. Había un clima especial de peligro. Una vez, durante las fiestas del Pilar, las ferias se colocaban en Marina Moreno (hoy Paseo de la Constitución), iba con mi madre de paseo. Llevaba un monederito con perras gordas y perras chicas. De repente, alguien empezó a gritar: "Que corren, que corren", por las huelgas o por los pacos, la gente se echó a correr y mi madre y yo también; en medio del tumulto perdí mi monedero. Tuve un disgusto horroroso.
         

--Me alegro de que haya hablado de su madre, porque siempre parece estar en un segundo plano en su vida.
        
--No, no, qué va. Suena o tópico o a literario, pero mis padres eran muy buenos. Les debo lo que soy. Yo era la esperanza de la casa, la razón de ser de toda la familia, incluida mi tía Mercedes que vivió con nosotros, nos ayudó mucho porque habíamos entrado en decadencia y fue la mujer más inocente que conocí en mi vida. Con ella descubrí el placer de dibujar: dibujaba con aquel estilo de colegio de monjas de principios de siglo. Los tres lo sacrificaron todo por mí. Quizá porque fui hijo único, mis padres eran más bien rigurosos conmigo.
         

--Su madre era conservadora y religiosa, y su padre republicano. ¿Había fricciones entre ambos?
        
--No, no. Yo no viví la política en casa. Cuando estalló la contienda, ella ofreció de donativo para ayudar a Franco un reloj de oro, donativo que apareció en prensa, porque así pensaba que dejarían tranquilo a mi padre a pesar de sus ideas. O creerían que estaban con los insurrectos. Al cabo de los años, decía mi madre: "¿Por qué habremos dado aquel reloj de oro? Total, ¿qué no has dado Franco? Nada". Los falangistas le caían muy mal por intuición, en cambio de muy niño yo iba a veces con boina de requeté.
         

--Ya, pero su padre no era el que aparentaba. Se dieron hechos de vibrante clandestinidad como esa relación epistolar con su sobrino José Ruiz Borau, luego José Ramón Arana, librero y autor de El cura de Almuniaced.
        
--Yo debí verlo alguna vez antes de la guerra, pero no lo recuerdo. Era hijo de una hermana de mi padre y se cambió el apellido por el de su segunda mujer. Hace un año, en un homenaje a mi primo y a Manuel Andújar en el Ateneo de Madrid, descubrí cómo se parecían entre sí mi padre y mi primo, y yo mismo en menor medida. Alguien recordó algo que yo ignoraba: cómo el tío Pascual --así le llamaban a mi padre en Monegrillo, porque Pascual era el nombre de mi abuelo-- iba por las tardes al Instituto Británico con su traje de banquero a recoger propaganda de los aliados. A la salida siempre había un policía que registraba a la gente, pero a mi padre, con aquel aspecto, ni se le ocurría. Eso lo llevó totalmente en secreto. Además nunca daba señales de vida. Iba al Casino Mercantil, al café Ambos Mundos, pero nunca daba explicaciones de nada. Si mi madre se hubiera enterado hubiera puesto el grito en el cielo y no sólo por razones políticas, sino de peligro. Arana hacía cosas parecidas: en México lo pasó muy mal, cogía un taxi y siempre decía que lo dejase dos o tres manzanas más allá porque no querían que supiese cuál era su casa. Años después, mi primo el novelista le escribía a mi padre al banco con nombre de mujer casi siempre, y yo sospechaba algo porque luego mi padre traía unos extraños sellos de México que me mostraba.
         

--Hablemos de la Guerra Civil, que para el niño Joseluisín fue una fiesta: no había colegio...
        
--La viví bien, muy bien dentro de la gran tragedia y me acuerdo fantásticamente de ella. Tengo buena memoria y hay cosas que no quiero que se me olviden jamás. Nunca olvidaré la guerra. Al lado de mi calle estaba el Gobierno Militar, el Frontón Aragónes que era el cuartel de Falange, la Enseñanza que se constituyó en el hospital de los italianos, y a aquel cul de sac (la calle Albareda no tenía salida) llegaban también los camiones alemanes y los dejaban allí. Los soldados alemanes se sentaban en círculo y se ponían a comer a la intemperie; empezaban antes de que llegase mi padre, terminaba éste la comida y ellos seguían y seguían comiendo. Vinieron a vivir con nosotros mis primas Petra y Gloria, hijas de un hermano de mi padre que se habían muerto. Acudían de vez en cuando desde Monegrillo y me traían cromos de Nestlé. Cuando estalló la Guerra Civil, su madre Alejandra y ellas tomaron el coche de línea y vinieron a refugiarse Zaragoza; un grupo de soldados paró el coche a la altura de Villamayor, disparó al aire y ese impacto mató a mi tía. Supe que mi padre no había ido al trabajo, que le había pasado algo a la madre de mis primas y cuando los vi aparecer a los tres, empecé a gritar desde el mirador: "Ya vienen, ya vienen". ¡Qué impresión, luego! Mis primas estuvieron con nosotros hasta la primavera de 1938: eran hermanas, compañeras de juegos, me enseñaron las canciones de Imperio Argentina. Cuando se marcharon tuve un disgusto enorme. Creo que estaba enamorado de ellas, a pesar de que Petra era veinte años mayor que yo y Gloria quince. Hay otras escenas, pero quizá me esté alargando...
         

--En absoluto. Siga, por favor...
        
--En aquellos días mi padre estaba callado. Nuestra casa tenía cinco plantas y cuatro viviendas por planta. Nosotros empezamos viviendo en la tercera y luego bajamos a la segunda. En el sótano, había un cuarto por vivienda. Y durante los bombardeos, se amueblaban con cortinas, alfombras y colchones y allí nos refugiábamos, se hacía un pequeño apartamento contra el miedo. Recuerdo toda la casa como si fuera una película neorrealista italiana de las que vimos después. Se decía: "Ya han entrado los rojos". Pasamos así muchas noches y los niños nos columpiábamos en una especie de rejilla que había en las puertas.
   
      
José Luis Borau carecía de amigos. A su domicilio rara vez venía gente de afuera, y así se fue haciendo rebelde y retraído (se iba su padre al banco y él se quedaba acunándose en la mecedora; volvía al cabo de unas horas y lo encontraba igual, bamboleándose como un autómata), pero también despreciaba a los mayores. No podía soportar que confundiesen el nombre de los ilustradores o de las editoriales Walt Disney o Sopena, y se los conocía todos. Su clarividencia y desdén tuvieron un especial eco en un desfile de gigantes y cabezudos. Su madre y su tía los vieron pasar por la plaza Paraíso. Bajaron. Estando en brazos de doña Antonia, el niño, con cinco o seis años sólo, dijo: "Ya está bien. Ya está bien de hacer que me creo esto. Si son de cartón". La señora se quedó estupefacta. Lo mismo que tía Mercedes cuando salían juntos a jugar a los jardines agrestes de Capitanía, llenos de palmeras. Se perdía o se escondía, y la pobre mujer lo llamaba a gritos, más asustada que enojada, porque no se atrevía a volver a casa sin él. "Era malísimo, malísimo". Casi sin quererlo descubrió la vocación y el edén en la sala oscura del cine.
        

--Mis padres iban poco al cine. Eran ya un poco mayores, no teníamos dinero, lo que les habría gustado era el teatro. Mi madre no estaba en contra del cine sonoro pero decía que "sonaba demasiado la lata". Yo había visto cosas antes de la Guerra Civil, y recordaba a Imperio Argentina en Nobleza baturra. Fue una emoción fortísima. A mi padre le gustaban las películas de fieras: Tarzán y todas esas cosas, y yo me aprovechaba. Una vez fuimos a ver una cinta alemana con subtítulos de un circo al Actualidades; se planteó un dilema al producirse un incendio: o se dejaban morir las fieras en la jaula o se soltaban, con lo cual la gente corría peligro. Soltaron algunas fieras, y recuerdo la imagen del protagonista, herido. De repente apareció una mujer bellísima, rasgaba un trozo de la tela del viso y le vendaba. Aquella imagen me produjo un trastorno físico, moral, erótico, no se qué, que aún no he superado.
         

--Sé que a los doce años les dijo a sus compañeros de los Agustinos que quería ser cineasta. Pero antes había querido ser arquitecto...
        
--Sí, por una razón. Mi padre se quedaba poco en casa conmigo. Cada vez que lo hacía era una fiesta. Y me pintó una casita, que me fascinó. Desde entonces siempre le pedía casitas. Yo era buen dibujante, muy buen dibujante (no está bien que lo diga yo), pero en el colegio a veces me suspendían porque pensaba que calcaba. En vísperas de la Guerra coloqué sobre una alfombra unos dibujos de una ciudad entera con su puente, su iglesia, su ayuntamiento. Claro, todo eso cambió cuando empecé a aficionarme al cine y un día me pregunté: "¿Quién hace las películas? Quiero ser el director".
         

--El embrujo del cine no excluía la mitomanía. La mujer de su vida era Diana Durbin...
        
--Le escribí dos veces a la Universal y me mandaron dos fotos suyas dedicadas. Yo creía, claro, que era ella quién lo hacía. Pero mis héroes de juventud eran El Gordo y el Flaco. Encontré su dirección de la Metro Goldwin Mayer en una revista y le dije a mi padre que me ayudase a escribir la carta. Lo recuerdo muy bien: estábamos los dos en una mesa de mármol del velador de Ambos Mundos, lo convencí, mi padre pidió recado de escribir con su tinta morada y empezó: "Muy señores míos y de la mayor consideración..." Ya supe que nunca me iban a contestar.
         

--Fue usted crítico de cine en Heraldo de Aragón, contertulio en Roy Club de Manuel Rotellar, amigo de Pérez Gállego, Paco Uriz, Joaquín Aranda y de Román Escolano, para los cuales era casi un preceptor, dicen. Sí, pero lo que me llama la atención es su afición a la literatura.
        
--La he tenido desde siempre. Leía muchísimo desde pequeño. En mi casa sólo había una colección de libros de contabilidad que mi padre no había leído nunca. Iba a las librerías, a la biblioteca, etc. Traté a Hemingway en dos ocasiones, una aquí en Zaragoza con Pepito Pérez Gállego y Joaquín Aranda durante una entrevista, y otra en Pamplona con Jesús Fernández Santos, lo admiraba mucho, aunque uno de mis escritores favoritos es Baroja. Joaquín Aranda me prestó, en 1950 ó 1951, la edición de Santuario de William Faulkner. No me gustó nada al principio, pero que quedó un regusto especial, me di cuenta de que era algo grande. Me trastornó. La acabé y la volví a leer de inmediato. Esa sensación no me había pasado con Hemingway. Me ocurre una cosa: me gusta inventar historias, fui un niño muy mentiroso. Veo una escena de lo más tonto y ya me imagino que pasaría con esos personajes en un libro, como si fuese un escritor. Es como un tic mental que me viene desde entonces, pero yo ya quería hacer películas.
         

Y vaya si las hizo. De todas las formas posibles: como guionista, productor, actor y director. "Hago las películas en tanto en cuanto no me las sé. Es decir, quiero hacer películas que no se hayan hecho todavía. Soy un clásico por fuera, asumo la larga marcha del cine, pero por dentro no. Si he hecho poco cine es porque nunca nadie me llama para hacer las películas que yo quiero realizar". Esta película de la memoria termina con un homenaje a Chaplin, maestro de cine.
        

--Durante un festival de Cannes en 1957, con Alberto Oliveras y dos amigos más fui a ver a Picasso. Estuvo encantador, nos invitó a una gran ensaimada que acababan de mandarle y nos firmó un catálogo. Le pregunté qué pensaba hacer con sus cuadros. "Quiero que se los den todos a España". En 1961 estaba por Centroeuropa y viajaba en autostop, cerca de Vevey, donde vivía Charles Chaplin, pensé que podía repetirse lo de Picasso. Me indicaron su maravillosa villa. Salió una criada y le dije que quería ver al señor Chaplin y le di una tarjeta de la Escuela de Cine de Madrid. Al cabo de un rato salió Mrs. Smith, una especie de institutriz muy querida por la familia, y me dijo que el señor Chaplin iba a salir. Me quedé muy defraudado y me dije que esperaría a que saliese. Me senté en un ribazo a aguardar. Al cabo de un instante salió un coche. Así vi yo a Chaplin. O creí que era Chaplin, entrevisto, quien se alejaba en el coche.
  

CINCO FOGONAZOS
El Premio Aragón. Es muy agradable ser reconocido en tu tierra, pero a la vez me da un poco de miedo, de pánico pánico, porque no sé si se me lo merezco y lo digo sin falsa humiLdad. Algunos dirán: "¿Cómo le dan ese premio a un peliculero?". Eso es lo que soy. Por otra parte, siento que mis padres ya no vivan para ver esto. 

La Academia. Al principio no creía en ella, nunca iba por allí ni sabía si tenía los pagos al día. Me llamaron para dos años y estaré cuatro, hasta el próximo noviembre. Es muy bonito ver cómo se han ido integrando los jóvenes en ella y cómo los Goya han ganado en prestigio. La Academia me ha dado disgustos y además siempre los tienes con compañeros de profesión y algunas veces con amigos tuyos. He tenido cinco o seis y de ésos ya no me recupero. El problema que tenemos aquí es que, a diferencia de Hollywood, los productores están al margen, no colaboran.  

Aragón. Me siento aragonés, no aragonesista porque no soy nacionalista. Nada. Pero mi idea de Aragón es peculiar: me duele la imagen folclórica que tenemos. Cuando veo las fiestas del Pilar, la jota, el cachirulo, todo eso, me parece bien como cosa lúdica que se dice ahora, pero Aragón es mucho más que eso. Nuestra historia es muy superior a esos tópicos. Nosotros hemos sido una especie de reino unido, un estado federalista que hemos respetado la identidad de Cataluña --los catalanes entraron en Atenas al grito de "Aragón, Aragón"--, de Valencia, de Mallorca, de Nápoles y Sicilia, pero la lástima es que la grandeza de Aragón ni se estudie ni se difunda ni se explique. El aragonés ha perdido el respeto a su propia tierra o está enamorado de aspectos demasiado menores, poco ambiciosos o trascendentes, de ella. 

Autoestima. Voy a generalizar de una manera un poco ridícula o exagerada. Le diré que el aragonés es muy listo. Y la inteligencia lleva al escepticismo. La inteligencia lucha o mata al sentimiento, y tiende al pesimismo. Uno que es sensible se enamora y se arrebata fácilmente; cuando se es inteligente sabes que el amor es algo relativo, que después de un amor viene otro. Los pueblos que son inteligentes son los más escépticos y pesimistas. Además, Aragón es un país abierto, de paso, sin fronteras naturales. No es un país claustrofóbico y por eso le cuesta más mirarse tanto el ombligo como aquéllos que están encerrados entre montañas.  

*Hace algunos años, casi una década, conversé largo y tendido con José Luis Borau en su despacho madrileño. Este texto pasó a mi libro “Vidas de cine”. Ahora que José Luis Borau ha sido elegido director de la SGAE, lo recojo aquí por si fuera de interés para cinéfilos y posibles lectores del blog. Luisa Miñana, la autora de la novela del arte y de la historia "Pan de oro", me escribe y me anuncia que su revista literaria, "El Cronista de la Red", le dedicará un espléndido artículo de Alfonso Moreno, mantenedor del blog "39 escalones".     

 

3 comentarios

caraculo -

soy totototototototn asomemos somemos

Alfredo -

Muchas gracias por la referencia. "Vidas de cine" ha sido herramienta fundamental para la preparación del artículo, al menos en cuanto a los primeros años de Borau en Zaragoza, aunque el artículo en cuestión es más bien un breve acercamiento a su obra película a película. Espero que guste.
Saludos.

Entrenomadas -

Si Alfredo Moreno hace un artículo sobre Borau será sin duda un excelente texto.Al igual que este post lo leeré con gusto.
Reconozco la importancia de Borau en el cine, es un buen director sin duda, pero yo tengo grabada en la memoria la escena en la que este hombre exigió que mataran a un perro en vivo y en directo para que la escena fuera más real. Fue en "Furtivos". Lo siento, pero no me he podido reconciliar con tal brutalidad.
Y aunque ha pasado el tiempo, los recuerdos que son muy quisquillosos siempre están ahí. Prometo ser indulgente en adelante con Borau.
Un abrazo de finde