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Antón Castro

UN TERCO LADRÓN DE LUCES

UN TERCO LADRÓN DE LUCES

[Pepe Cerdá, ese viajero con alma de pintor clásico, ese fotógrafo de estirpe sorollesca, el pensador que tiene un banco de carpintería y toda la discografía completa de Joaquín Sabina,  inaugura mañana una exposición en el Centro Cultural de Castejón de Sos, patrocinada por el ayuntamiento y su alcaldesa María Pellicer, incondicional del pintor desde hace años, y por la Fundación Alcort de Miguel Ángel Córdoba, entre otros organismos. Se ha editado un catálogo con varios textos de Pepe Cerdá y estas notas mías. Las cuelgo aquí y recuerdo que la muestra se abre a las ocho de la tarde, cuando el ardor del sol se desvanece...]  

UN TERCO LADRÓN DE LUCES 

Impone mucho respeto escribir de Pepe Cerdá (Buñales, 1961). Impone un vértigo especial: él ha escrito en los últimos tiempos tanto de sí mismo y de su obra, y con tanto ingenio, que cualquier comentarista se aproxima a su mundo con pudor y con una impresión de fracaso. Pepe Cerdá es algo más que un pintor. Pepe Cerdá es un pensador, un contador de historias, un burlador de teorías y soflamas estéticas, y es alguien que ha aprendido a reírse de sí mismo. En los materiales de su blog que ha recogido en el libro “Pintor, pinta y calla”, dice: “Vaya por delante una aclaración: el arte para mí es una cosa tan, tan seria como la muerte. Por esto, precisamente lo serias que son, me tomo a ambas desde el más íntimo y exacerbado cachondeo”. La muerte no nos interesa en este contexto porque Pepe, con respeto y miedo a ella o no, es un creador vitalista, expansivo, un amanuense clásico que ha encontrado en la pintura una forma de vida y en el paisaje las diversas suertes de lo sublime.        

Pepe Cerdá es un pintor que ha regresado al origen. Da la sensación de que la verdad más radical de su ser como artista estaba en la adolescencia ya, cuando pintaba caballitos o artilugios de feria, en aquella artesanía del color, del trazo, de la rotulación, del detalle.  Allí anidaba ya una certeza que ha vuelto a recobrar con los años: la pintura, a la manera clásica, traducida en términos de untuosidad y atmósfera, es un método eficaz para “la transmisión de emociones, experiencias y conceptos”. Y a ese artista nos enfrentamos en los últimos tiempos. Cada exposición suya es un fragmento de vida, el rescoldo íntimo que le ha dejado dentro y en la memoria de su cámara digital un paisaje concreto, una luz, una mole de montañas, una vista específica que puede ser una casa varada cerca de la autopista, un pueblo sondormido bajo la sábana de la luna, una gasolinera.
        

Pepe Cerdá suele decir que las tecnologías no nos han cambiado tanto. Que seguimos siendo un mono con traje y ordenador. Quizá no estaría mal añadir algo, o recomponer la frase un poco: el hombre moderno es un mono con traje, móvil, cámara digital y ordenador. Y Pepe Cerdá no renuncia a nada de ello: no busca un paraíso remoto, no hace un cántico romántico a tiempos idos, aunque se sabe (o se rebela) clásico y moderno: en sus cuadros hay muchos ecos del siglo XIX y de los primeros años del siglo XX, desde Pradilla a Moreno Carbonero, desde el Van Gogh de los asombrados nocturnos hasta Sorolla, Fortuny, Madrazo, Muñoz Degraín o Marín Bagüés,  incluso de instantes  de Fermín Aguayo, pero también se evidencia el gusto, o la coincidencia, con las atmósferas de David Hockney. Como Pepe Cerdá es un artista informado, quién sabe si ha hecho un homenaje al artista, un guiño o una de sus burlas o ironías habituales. En cualquier caso, sí se ha dado de bruces con una realidad que existe: Hockney, y otros artistas norteamericanos, han salido a la naturaleza y a los arrabales de las ciudades, y se han atrevido a mirar. Como ha hecho él. Como hace a diario.
        

Pepe Cerdá anda por aquí y por allá con una cámara fotográfica al hombro. O la lleva en la guantera del coche. Se fía mucho de ella para fijar ese instante de emoción radical que llevará trasladará, en su estudio de Villamayor, al lienzo. Su producción de los últimos tiempos es un elocuente diálogo entre fotografía y pintura, y una muestra de quién es quién, la confirmación de un modo de operar y de los límites. Pepe Cerdá es un artista que posee una gran facilidad: la pintura le fluye de las manos y del cerebro. La pintura le fluye con un cromatismo cada vez más amplio: hay cuadros que son sobrios, casi apagados, cuadros exentos de retórica visual, casi atrevidos en su desmayo de luz; hay cuadros que son de una exuberancia casi renacentista, concentran un auténtico surtidor de fuegos y gemas en su superficie, abrasan de claridad; hay cuadros que son espejos o heridas en un nocturno de luciérnagas. Así es Pepe: ambivalente como la naturaleza, cambiante como las estaciones, antidogmático como el capricho de los temporales. Un terco ladrón de luces.
        

Esta muestra que se presenta en el Centro Cultural de Castejón de Sos tiene algo de recuento, de retrospectiva breve, e incorpora piezas de este mismo año: óleos de una gran delicadeza, centrados en los Monegros, óleos caracterizados por el impacto de sus celajes, que adquieren un barniz dramático. Hay dos piezas de pequeño formato que prolongan su inclinación hacia los reflejos del agua en el campo: son “Charcos” y “Viveros Aznar”.  Podríamos decir, a modo de resumen, que están los poderosos paisajes abiertos de Pepe Cerdá, la huella de muchos viajes por carreteras del mundo, esos árboles que se vuelven compañía y cobijo en nuestro paseo ilusorio, esos árboles que son estandartes solitarios en medio del campo. Están esos lienzos que ofrecen visiones en lontananza, caminos que se extravían en una porosidad de nubes. A Pepe Cerdá también le hemos leído que una de las claves de su arte eran “la intención, el posicionamiento y el rumbo del artista”. Pues bien, la posición del artista ante la naturaleza es determinante, y es algo que va  más allá de términos como encuadre y composición. Y están varias piezas sobre el río Ebro a su paso por el Puente de  Piedra o el Puente de las Fuentes, una de sus riberas, o una estampa desdibujada, casi fantasmal, de un expresionismo sin estridencias.
        

Los nocturnos de Pepe Cerdá no parecen tener fantasmas. Poseen un misterio insondable, una hermosura cautivadora y sensitiva, una apacible alucinación. Cabría hablar de algo mágico: son pueblos donde está a punto de ocurrir algo sobrenatural, un milagro luminoso. O algo así. Son pueblos que parecen estar fuera del tiempo, en una región de espejismo y de delirio. Y de cuento de hadas. Estos pueblos son casi siempre un único pueblo: el Villamayor que ve y sueña e inventa Pepe Cerda. El pintor ha dicho que en Villamayor el tiempo pasa lentamente, que es allí donde se le siente en la carne. La muestra se completa con sus estupendas acuarelas comentadas, que integraron sus Paisajes del natural. Ahí se ve al viajero que camina, al aventurero insaciable que se detiene en Canfranc, en el camino de Santiago o en una cúspide, al contador de historias que encuentra en José Luis Ona a un cómplice, al camarada de tertulias y confidencias, y al naturalista que le descubre los secretos del bosque. Escribe: “José Luis Ona vive en Villamayor, como yo (...) Ha sido muy amable  conmigo”.
        

Querría cerrar como Pepe Cerdá: “Esto es lo que hay...”
 

1 comentario

Fernando -

Por cierto Antón he estado en un restaurante (la scala) y me he tomado una sopa de pescado a lo "Pepe Cerda" ¡!...abrazos