JAN VAN EDEN: EL OBSERVADOR ANTE EL CAOS
Jan van Eden se ha empeñado en no perder el paraíso. Quizá porque en el fondo lo lleva dentro, en su propio apellido, en ese Eden o edén que le confiere carácter. Desde muy joven, desde los tiempos en que estudiaba Matemáticas, Ciencias Naturales y Geología, Jan van Eden ya se sentía pintor, y ya garabateaba papeles y lienzos en secreto, en los tiempos muertos que a uno le dispensa a la vida. Antes de iniciar su particular vuelta al mundo, Jan Van Eden viajó a Galicia, a Asturias y a los Pirineos aragoneses. En Huesca, cuando quería ser un pájaro libre con un verso de enamorar en los labios, conoció a Pepa Santolaria. Y con ella iba a recorrer África, América Latina, Oriente Próximo, distintos lugares del mundo, e iba a fortalecer su vocación de pintor. Del amor, de la convivencia y de los viajes, nació una forma de vivir desde la pintura. Las casas siempre estaban presididas por cuadros; en las mudanzas, río arriba o monte abajo, siempre había un rollo de óleos: el diario de la creación, las imágenes alucinadas de la pasión de pintar en cualquier lugar de la tierra, la urgencia de expresarse mientras rugen los tigres o se agitan las lianas en la noche.
Jan van Eden se educó, en el tramo inicial de su formación autodidacta, a la sombra de los grandes maestros expresionistas como Kirchner, Baselitz, Grosz, Max Beckmann, Otto Dix y Oscar Kokoschka, entre otros. Todos ellos tenían como característica el expresionismo figurativo, la realidad atrapada de forma grotesca, con la lucidez desesperada de quien mira y ve dolor, miseria, espanto y muerte. De esa atracción le sale a Jan van Eden una obra turbadora, llena de desgarro y de demonios interiores. Y de ahí, podría decirse que pasa a un periodo de rebeldía y compromiso social que presenta una iconografía semejante, e igualmente tempestuosa, a la de Antonio Saura. El pintor reside en Amsterdam y en Sabayés; en esa morada-paraíso que se abre a una infinita vaguada de La Hoya de Huesca tiene cuadros suyos de gran personalidad, cuadros de sesgo brutal en negros y gris, pero el visitante poco advertido puede pensar que son de Saura. Son las afinidades electivas del creador holandés, y acaso sus bromas.
Jan van Eden, aunque no se dedicase solo a pintar, era un virtuoso: exploraba técnicas y formas, se acercaba al informalismo y al arrebato gestual, usaba el color como quien usa un latigazo o una detonación. Afinando aún más su coherencia, apuntó hacia otro asunto: la crítica del poder, la sátira y la denuncia de su fatuidad. De ahí que los cuadros ofreciesen rostros levemente desfigurados, borrosos, quizá despersonalizados. Sin duda, ése es el periodo en que Jans se aproxima más al mundo de Francis Bacon: en la cara de sus personajes parece haber un único ojo, un ojo de cíclope, que domina la escena, y parece existir un ser atormentado y agresivo que tiene algo de depredador o de monstruo que nos vigila y que nos desafía.
La pintura de van Eden ha destacado siempre por su versatilidad. Por su sentido del color. Por la facilidad del dibujo. Cuando quiere ser temperamental o avasallador, lo es. Cuando quiere emplear el esquematismo, esas heridas cromáticas que alancean el cuadro, la superposición de planos, lo hace. Cuando quiere ser constructivista o cubista, desarrolla esas estéticas con enorme inventiva. Todo ello se percibe en un repaso a su obra, a su mundo variado y a la vez sugerente que ofrece desnudos de mujer, elaboradas formas monstruosas, líderes o ejecutivos en interiores desapacibles, bestiarios (panteras, tigres, Evas modernas) o criaturas más o menos voluptuosas que están inscritas entre moles de edificios con su inquietante perfil de pájaro...
La evolución de Jan van Eden es incesante. Disfruta con su trabajo. No se conforma. Y se compromete con la actitud de un cronista desde el lienzo, de un observador ante el caos. Sus últimos trabajos son una interpretación sobre aspectos de la realidad: la moda, las relaciones entre los seres humanos, el poder de la belleza y del erotismo, la injusticia, el capitalismo y, sobre todo, las guerras, y algunos de sus derivados, espeluznantes antes y después de cualquier contienda, como el terrorismo. Jan Van Eden siempre fue un pintor de denuncia: de denuncias íntimas, de torturas del alma, de llanto y desubicación existencial. Y de denuncias externas, de toma de posición, alguien que agita conciencias con la pintura, con la mancha, con la artesanía del trazo.
Esta muestra es una evidencia. Y tal vez puede interpretarse como otra toma de postura desde el realismo y desde otro tratamiento del color. En estas piezas, las figuras, no precisamente felices, surgen desde una especie de masa homogénea cromática, desde planos de color casi lisos, y a veces, premeditadamente indefinidas, apenas se ven. Exigen ser miradas, piden ser vistas, reclaman ser adivinadas. Cabría decir también que en este trabajo, Jan van Eden es más narrativo: una vez vistos, podemos seguir a sus personajes, podemos verlos avanzar, imaginarnos a donde van, imaginarnos a quién van a ofrecer su desnudo y sus senos esas mujeres que pasan. El uso del tríptico muestra esta intención, esta necesidad de contar desde la untuosidad del lienzo.
El pintor considera que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, y que por aquí y por allá hay ciudadanos en naufragio, heridos por la ira, por la sinrazón, por el estupor. Pensemos en sus series sobre el atentado de las Torres Gemelas y sus posteriores y terribles consecuencias; quizá dé a entender el pintor que no debemos descartar una relación entre los diversos polvorines de Oriente (podría colegirse de algunos cuadros una vindicación de los palestinos) y la intervención de fuerzas extranjeras con esa abominable reacción que ha despertado al mundo con una brutalidad inconcebible. El observador ante el caos que es Jan van Eden se sirve de dos elementos fundamentales: la fotografía, que en algún caso es el soporte o la matriz de sus figuras, la realidad transfigurada, y el dibujo, persistente y muy logrado.
Jan van Eden es un artista maduro, reflexivo, que cree en el arte como vehículo de transformación del mundo. Como clamor contra los desmanes y los atropellos. Y es un artista de pulsiones que trabaja con constancia y deleite. Quizá por ello, cuando las luces se suavizan en el crepúsculo de las montañas, se asoma al precipicio y respira. Respira. Mira los vencejos. Sabe que para encontrar un paraíso fuera, tan exultante como ése, hay que alimentar un paraíso dentro: en el nombre, en la sangre, en la intención.
El observador ante el caos. Texto del Catálogo. Mañana, a las 19:30 horas, en la Fundación Alcort de Binéfar se inaugura la exposición de este artista holandés, casado con la galerista Pepa Santolaria y vinculado con Aragón desde los años 60.
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