JOSÉ AGOSTINHO BAPTISTA: UN POEMA EN PROSA
PRAIA DO FAIAL. MADEIRA
Era yo un niño, apenas un niño que andaba por allí, al lado de un árbol, del muelle, bajo las uvas que maduraban como la vida. Era hace mucho, en la medida verde del tiempo, en el silencioso misterio de las piedras. Era un niño parado, que miraba hacia el cielo, hacia las águilas que se despeñaban en su inmovilidad sin palabras. Era el norte. Y en ese norte era el mar. Pasaba un barco a veces por los ojos del niño que miraba hacia el cielo y hacia el mar. Pero su cuerpo no tocaba el gran cuerpo azul del miedo y de la alegría. Estaba tan cerca y a la vez tan lejos. Era así, cuando éramos niños con el mar dentro.
Fue un hombre más tarde. Partió, deambuló por las grandes ciudades, vio las plazas, los desiertos del alma, las catedrales. Perseguía siempre el sueño de un muelle. Perseguía el sol y una luna llena de lobos y asombros, a la izquierda de la finca, cuando se bajaba hacia la ribera, bajo las escarpias de basalto y sombras, las olas que se deshacían con estruendo en su desentendida infancia. ¿Cuándo tocaría aquel mar antiguo que nunca había podido tocar? Lo escuchaba por las noches, tantos años después, en cada cuarto de una ciudad triste. Encendía una vela, cuidaba de una flor, abría un libro, adormecía en las soledades sin agua, sin la primera luz. Y el gran cuerpo azul seguía llamándolo, como una canción o un dolor, esa voz que viene de abajo, del fondo, de la tremenda ocultación de Dios.
He de volver, he de volver, repetía, insomnio tras insomnio, mientras buscaba desesperadamente a un niño perdido en los confines de la tierra. Lloraba a veces, sobre una almohada tejida de bordados extraños y fríos. Despertaba en una cama sin fulgor. Iba hacia la ventana, buscaba un rostro, un agitar de alas en el fin de mayo, un barco que anclase en el puerto de los sueños vencidos. Ansiaba el yodo, quería un alga, una raíz incólume en el centro de las mareas. Escribía. Y entonces, mucho después, en una tarde de junio, casi al anochecer, dejando de lado las casas que crecían como una locura irremediable, entre las lágrimas, el asfalto, las altas lámparas de la oscuridad del hombre, entró en las aguas de su larga saudade. Esta es mi agua, pensó, estremeciéndose. Esta es la morada de los niños perdidos.
Era yo un niño, apenas un niño que andaba por allí, al lado de un árbol, del muelle, bajo las uvas que maduraban como la vida. Era hace mucho, en la medida verde del tiempo, en el silencioso misterio de las piedras. Era un niño parado, que miraba hacia el cielo, hacia las águilas que se despeñaban en su inmovilidad sin palabras. Era el norte. Y en ese norte era el mar. Pasaba un barco a veces por los ojos del niño que miraba hacia el cielo y hacia el mar. Pero su cuerpo no tocaba el gran cuerpo azul del miedo y de la alegría. Estaba tan cerca y a la vez tan lejos. Era así, cuando éramos niños con el mar dentro.
Fue un hombre más tarde. Partió, deambuló por las grandes ciudades, vio las plazas, los desiertos del alma, las catedrales. Perseguía siempre el sueño de un muelle. Perseguía el sol y una luna llena de lobos y asombros, a la izquierda de la finca, cuando se bajaba hacia la ribera, bajo las escarpias de basalto y sombras, las olas que se deshacían con estruendo en su desentendida infancia. ¿Cuándo tocaría aquel mar antiguo que nunca había podido tocar? Lo escuchaba por las noches, tantos años después, en cada cuarto de una ciudad triste. Encendía una vela, cuidaba de una flor, abría un libro, adormecía en las soledades sin agua, sin la primera luz. Y el gran cuerpo azul seguía llamándolo, como una canción o un dolor, esa voz que viene de abajo, del fondo, de la tremenda ocultación de Dios.
He de volver, he de volver, repetía, insomnio tras insomnio, mientras buscaba desesperadamente a un niño perdido en los confines de la tierra. Lloraba a veces, sobre una almohada tejida de bordados extraños y fríos. Despertaba en una cama sin fulgor. Iba hacia la ventana, buscaba un rostro, un agitar de alas en el fin de mayo, un barco que anclase en el puerto de los sueños vencidos. Ansiaba el yodo, quería un alga, una raíz incólume en el centro de las mareas. Escribía. Y entonces, mucho después, en una tarde de junio, casi al anochecer, dejando de lado las casas que crecían como una locura irremediable, entre las lágrimas, el asfalto, las altas lámparas de la oscuridad del hombre, entró en las aguas de su larga saudade. Esta es mi agua, pensó, estremeciéndose. Esta es la morada de los niños perdidos.
Y nunca más partió.
*La foto no es de Faial, pero sí es de Arno Rafael Minkinen. La traducción del texto es mía.
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