FOTOS INOLVIDABLES.10 / CECIL BEATON
[Cecil Beaton es uno de los grandes fotógrafos del siglo XX, elmaestro del glamour y de la puesta en escena.Una de mis fotos predilectas de él es ésta de Marlene Dietrich, que cuelgoaquí acompañada de un perfil de la actriz alemana.]
Marlene Dietrich fue una mujer indómita e independiente que protagonizó fotogramas inolvidables en la historia del cine: como actriz, como cantante, como símbolo de diosa carnal y andrógina. Ella ocupa un sitial de honor entre las grandes figuras: Greta Garbo, Marilyn Monroe, Rita Hayworth y Ava Gardner. Las cinco son las diosas mayores de un reino de glamour, de deseo, de exultante y abrasadora belleza.
Ella, como las otras, también se vio favorecida por un golpe de suerte cuando asomaba al fracaso. De repente, el hombre que al verla había dicho: “Hermoso culo, pero necesito un rostro”, la miró mejor, de cerca, y vio que en su cuerpo cimbreante, en su mirada penetrante, en su cabellera rubia y en sus pómulos un tanto rollizos todavía, había un incendio de la carne: una mujer salvaje, la Venus de fuego y de hielo. En ese momento, en 1930, cuando la joven Marie Magdelene Dietrich había pasado un modesto calvario de 17 películas sin demasiado éxito, se produjo el nacimiento de una actriz distinta que, más que una intérprete asombrosa, era un amasijo de tentación y fotogenia, de perversidad y beldad.
Marlene Dietrich se había preparado para ese salto durante mucho tiempo. Su padre era un rígido oficial prusiano que amaba los libros y las artes, y que quiso hacer de ella una muchacha de provecho. La apuntó a clases de violín y la obligaba a leer a Hölderlin o Goethe y a comentarlos con sus institutrices y profesoras. Parecía claro que la joven Marie Magdalene iba a ser concertista, pero un accidente doméstico le desvió de su destino. También soñó con ser rapsoda, declamaba en alta voz con su voz ronca, y ése, a la postre, iba a ser su camino. Se presentó a las clases del conocido dramaturgo Max Reinhardt, pero éste desconfió de sus facciones y de su cabello rubio. Dos años después volvió a verla y se quedó fascinado. Marlene, pese a ese célebre admirador, debería realizar un meticuloso trabajo de fondo como actriz de reparto y de modestas funciones teatrales. En esa travesía del desierto, en 1924, contrajo matrimonio con el ayudante de producción Rudolf Sieber, con el cual tendría una hija, María, que escribió un libro sobre su madre. Un libro donde le reprocha su escasa atención: le recrimina que, mientras ella se iba por ahí en busca de amores lésbicos, “la arrojase” en mano de institutrices lesbianas.
Josef von Sternberg, barroco y exquisito, le ayudó escapar del anonimato con una cinta legendaria: “El ángel azul” (1930) y ensancharía su mito de devoradora de hombres con seis películas más, algunas de títulos tan emblemáticos como “La Venus rubia” (1932), que es un sintagma que la define. Sternberg fue algo más que un director: fue su amante, su “Pigmalión”, su inventor. Supo captar como nadie su fotogenia, sus ángulos; supo cultivar su androginia, y como hombre decidió abandonarla un tanto harto de sus escaramuzas sentimentales. Marlene Dietrich era irreductible en la vida y en el cine: era una seductora indesmayable que imponía con su belleza y con su vasta cultura. Sabía buscar los hombres idóneos en el momento justo: así buscó la amistad y la complicidad de Ernest Hemingway, con quien mantuvo una relación de igual sin el fastidio del sexo, con Noel Coward, con Erich Maria Remarque, célebre por su novela “Sin novedad en el frente” o, años después, con el escultor Alberto Giacometti.
Famosa ya en el mundo entero, Goebbels la instó a retornar a su patria para “retomar su papel histórico de icono de la industria cinematográfica alemana”, pero ella no se anduvo por las ramas. Solicitó la nacionalidad norteamericana y quizá contestase lo que volvería a repetir cuando Alemania caía en el pozo total de la sinrazón: “Soldados alemanes: no os sacrifiquéis. ¡La guerra es una mierda! ¡Hitler es un idiota!”. Cantaría para ellos en varias ocasiones. Su carrera en Estados Unidos atravesó un periodo de incertidumbre, que se aliviaba con sus numerosas conquistas (entre ellas Mercedes de Acosta, pero también John Gilbert, Maurice Chevalier, John Wayne, etc.), pero pronto se encauzó e inició su colaboración con los grandes realizadores de Hollywood, un lugar donde nunca se sintió cómoda. Por entonces, usó y abusó la moda de hombre: usaba trajes de corte y pantalones. A su nieta y a su propia hija les diría después que no quería romper con nada, sino que así se sentía más cómoda.
Era una cazadora de amantes con enigmática suficiencia. Y ya una institución en cualquier película. Sus interpretaciones no parecían servirle para ganar un Óscar pero sí ser portadas de las más importantes revistas y recibir grandes elogios de la crítica. Por su trabajo en “Berlín Occidente” cosechó alabanzas por doquier, alguien dijo que era mejor trabajo, y logró el respeto de Wilder. Alternaba su residencia en París con su estancia en Estados Unidos. Los años 50 fueron importantes para ella: trabajó con Wilder de nuevo, Hitchcock, Fritz Lang o su gran amigo Orson Welles, ahora se ponía lengüetas de carne para estirar su piel y seguía exhibiendo sus alargadas piernas y su mirada magnética. Continuaba cantando, y no se retiró del todo hasta 1979. Vivió reconcentrada en sí misma en los últimos años, repasando sus lecturas de Goethe, de Hemingway y de Hölderlin, y se encargaba de responder de su puño y letra las 200 cartas que recibía diariamente. Abusaba en exceso del alcohol y de los medicamentos, y podría ser que tras haberse observado ante un espejo, a los 90 años, decidiese poner fin a sus días un día de mayo de 1992, tal como conjeturó una de sus últimas cuidadoras. Para entonces ya era inmortal e, igual que hoy, seguía dividiendo a su país.
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Blanca -