EL CERAMISTA JUAN ANTONIO JIMÉNEZ
OBRA Y AVENTURA DE UN ALQUIMISTA DE LIMOS
La primera imagen que tengo de Juan Antonio Jiménez corresponde a 1978 en la calle Navas de Tolosa. Vivía en una especie de comunidad libertaria de objetores y mostraba un desdén apacible por las vertiginosas circunstancias del mundo. Parecía llevar un sueño entre ceja y ceja, bajo el cabello ensortijado como un mar de otoño. En aquel tiempo feliz e indocumentado en que se desmelenaba el volcán de la libertad, Juan Antonio ya era un amanuense muy laborioso: poseía una especial habilidad con el macramé, destejía y destejía algodón y yute sin conciencia del tiempo, y era un minucioso artesano del cuero que hacía carteras, bolsos, sandalias y cinturones. Entintaba la vitela, horadaba aquí y allá, cosía y lograba siempre una obra minuciosa y precisa que bien podría haber ejecutado un veterano y perfeccionista talabartero.
Poco después, casi por sorpresa, me enteré de que se había marchado a La Bisbal a realizar unos cursillos de cerámica: volvió renovado, con un ímpetu nuevo, con la certeza de que había descubierto su vocación manoseando las arcillas y sometiéndolas al fuego. Con la firme inclinación de ser ceramista, volví a ver a Juan Antonio Jiménez en un piso del Coso, entre los tornos, con las prietas bolsas de barro, probando constantemente, levantando vasijas y cuencos con absoluto entusiasmo. Pensé entonces que aquel Juan ya era otro: disfrutaba, soñaba, jugueteaba con las cochuras y los secretos del horno, investigaba en las técnicas, y así se le revelaban, día tras día, los enigmas del oficio: los colores de los esmaltes, la belleza de los engobes, la fuerza de las texturas, la feliz apariencia del cristal, el aterciopelado bruñido de las piezas. Entonces se hablaba de Teresa Jassá, de Llorens Artigas, de los modestos alfareros que Aragón tenía diseminados por su territorio, de los hornos naturales y eléctricos, de las calidades y durezas del barro. Y de la tierra, que era como un magma maravilloso que se aliaba con la creación a la espera de ser fecundada, de nuevo, por la imaginación del hombre, por el talento y la lentitud del alquimista de limos.
En los años 80, Juan Antonio Jiménez estaba en todas partes. Era un creador en acción desde la cerámica. Un trabajador incansable. Nunca fue dado a las teorías, nunca perdió demasiado tiempo en los conceptos ni en la teorización de casi nada, pero siempre ha poseído una gran inventiva, un mundo propio que desarrollaba con parsimonia, sin excesiva afán de originalidad ni trascendencia. A Juan Antonio Jiménez la inspiración lo encontraba en el taller y con las manos manchadas. Acudía a la plaza de San Felipe y a las ferias de artesanía, su obra se hallaba en las tiendas del ramo. Ofrecía una producción reconocible, renovadora y clásica a la vez, que avanzaba en todas las direcciones.
Si tocaba hacer vasijas alargadas, allí estaban las suyas con esmaltes y engobes, con pequeñas incisiones, con azulencos destellos; si la evolución de los trabajos del barro se encaminaba hacia propuestas escultóricas, él realizaba sus grandes círculos y los cuencos partidos; si el paso siguiente, era la orientación arquitectónica o unas osadas formas de vanguardia, Juan Antonio también tomaba el pulso sin renunciar a su modo de trabajar, sin ser infiel a una concepción personal del oficio. Y si la cerámica se expandía hacia la instalación, paralela a las últimas tendencias estéticas, ahí estaban sus instalaciones. Es un profesional sin complejos. Rindió homenajes al mar y sus peces, y a Picasso, y siempre definía un estilo, una búsqueda, un dominio de la técnica, una certidumbre, un sueño en el arte. La cerámica es una disciplina de infinitas posibilidades, necesaria y decorativa, vinculada con los primeros pobladores, por supuesto, pero reivindicada en toda su extensión por grandes artistas contemporáneos como Joan Miró, Pablo Picasso, Jean Cocteau, o García Galdeano y Manuel Viola, entre nosotros.
Juan Antonio Jiménez es un artista con fundamento. Es un orfebre que ha seguido todos los pasos, sin atropellarse, con el vértigo justo para seguir creciendo. Hace casi dos décadas inició su colaboración con la Escuela de Cerámica de Muel, y por contagio y por voluntad de indagación, fortaleció su técnica y sus quimeras. Esta muestra tiene algo de compendio de su abundante quehacer y de apertura hacia líneas nuevas. Sin estridencia, paso a paso, el ceramista madura y explora, forja y depura sus piezas, amplía su campo de batalla con la lumbre y el barro. Refuta sus óxidos, indaga en las metamorfosis del pitfiring. E incluso puede decirse que elabora su propia metáfora del agua, a través de una gota y de los recipientes posibles para ella. Para los coleccionistas de asombros, ahí les dejamos otro: toda esta obra ha sido realizada en 2008.
La exposición contempla varias direcciones: de entrada tiene algo de estudio de usos de los materiales. De estudio y de experimentación. Juan Antonio Jiménez emplea arenas y chamotas que no están cocidas, y extrae de ellas toda su esencia en términos de color (blancos, cobrizos, rojizos, ferruginosos…), textura, brillo, evocación, solidez. Mezcla las arenas, la amasa, las entreteje y les confiere una nueva personalidad. Esas vasijas más bien planas ofrecen toda una combinación de luces y fulgores, reverberaciones medidas que evocan el cristal, el espejo, los misterios de una constelación en la noche de los tiempos. Además de las piezas sueltas, integradas en un conjunto donde dialogan todas entre sí como una partitura de luz incesante, ofrece dos series nítidas: los cuadros y las instalaciones.
En los primeros, Juan Antonio parece aproximarse a la pintura. A una pintura matérica, donde domina el color, el incendio cromático, el impacto puramente visual, no lejos de los logros de José Guerrero, Rothko, Broto o Barceló, pongamos por caso. Y dentro de esa propuesta, parece reflexionar sobre el concepto mismo de cuadro, marco y estructura. En algunas obras, reparte “el lienzo” en dos superficies diferentes, y disparejas en cuanto a color, que pueden ser horizontales y verticales, y les coloca sendos cuencos de porcelana blanca, toda una hilera o, en un caso específico, una composición de fragmentos triangulares inscrita dentro de un imperfecto círculo de nubes o tal vez aguas de cascada más o menos lechosas. En las instalaciones opta por dos líneas: sobre un fondo completo oscuro, dispone una serie de cuencos de porcelana blanca, sin ningún otro ornato, y en la segunda alterna las piezas de porcelana con otros cuencos recortados, y mucho más gruesos, que constituyen un registro muy particular del ceramista desde hace años. Juan Antonio Jiménez ha preparado un montaje muy variado y nada estático, nada inmovilista con su propia aventura de alfarero moderno, siempre cambiante y honda como sus materiales, sugestiva, de una riqueza expresiva y sensual que anuncia su ambición y su convicción creadora.
Juan Antonio Jiménez no engaña a nadie. Es un artesano a tiempo completo, es un artista que no da gato por liebre. Es un artesano-artista que no se resigna a los lugares comunes. Cree en la tierra y se afana en devolvérnosla como lo que es: origen y memoria, raíz y grito, sustancia y hermosura, creación en el tiempo y para siempre.
*El próximo martes, a las 20.00, Juan Antonio Jiménez presenta su exposición "Gota a gota", en el Torreón Fortea. Éste es el texto que le he escrito para su catálogo. La foto del taller de Juan Antonio Jiménez, una de las personas que me acogió cuando llegué a Zaragoza, corresponde a Antonio Ceruelo, y puede verse en el libro que hemos hecho él y yo: Manufacturas del alma. Artesanos de Aragón (Gobierno de Aragón), un proyecto que coordinó Alberto Carasol.
3 comentarios
para job -
Job -
Mariano Ibeas -
Será una fiesta, no lo dudes, y gracias por este comentario de tu parte, que me parece justo y acertado.
Un saludo
Mariano Ibeas