CINE, TEATRO Y LITERATURA (Y ADAPTACIONES)
Desde su invención por los hermanos Lumière en 1895, el cine siempre ha ido de la mano de la literatura. Se han influenciado, se han inspirado el uno en el otro, se han entreverado, han sido disciplinas hermanas de la creación. Y como buenos hermanos también han tenido disputas feroces, que sostienen en el tiempo como en las mejores familias. El cine siempre necesitó de la literatura, que le administró numerosos materiales, incontables historias, mediante la novela, el teatro, la poesía; desde sus orígenes, los realizadores trasvasaron narraciones, series, criaturas, universos específicos a los que había darles forma visual. La literatura era como un arsenal interminable y de garantía para la construcción de imágenes en movimiento, para la forja de otra forma del sueño. De hecho, posiblemente, el mejor guionista de la historia del cine, o al menos uno de los más grandes fabricantes de guiones, de personajes y acciones, es William Shakespeare: sus obras han sido adaptadas una y a otra vez, y siguen adaptándose anualmente, hasta el punto de que en Inglaterra hay una tradición no sólo de montajes escénicos del autor de “El Rey Lear”, sino casi una escuela cinematográfica con puntales como Lawrence Olivier, Orson Welles y Kenneth Branagh. En España no tenemos un caso tan excepcional y constante, pero contamos con muchos escritores que despiertan de inmediato el interés por los cineastas: Cervantes, adaptado en medio mundo, Vicente Blasco Ibáñez (que, si se nos permite la boutade, sería nuestro Shakespeare particular del primer tercio del siglo XX), Ramón María del Valle-Inclán, Ramón José Sender, Miguel Delibes, Juan Marsé y Arturo Pérez-Reverte, entre otros. Es como si cada uno de sus libros llevase implícita una propuesta para el cine.
Por otra parte, los escritores se sintieron subyugados por el nuevo arte y por sus incontables magias: el torrente de imágenes, la sala a oscuras, los actores, el discurso íntimo de la obra, la atmósfera de verdad y fantasmagoría. No sólo se sintieron embrujados los poetas, como ha recordado la antología Viento de cine que preparó José María Conget para Hiperión en 2002 o el espléndido monográfico de la revista Litoral, sino los narradores, tanto autores del 98 como Azorín, tal vez el más cinéfilo de todos, como los prosistas de vanguardia: desde Benjamín Jarnés a Francisco Ayala. Éste dijo: “Creo razonable aceptar que existe una simbiosis, y simbiosis fecunda, entre ambos medios de expresión artística, y tal vez mejor, entre todos los medios de expresión artística”.
El cine, cuando llevaba 30 años de vida y aún no había dejado de ser mudo, ya arrastraba una sensación de cansancio y de agotamiento. Se pensaba que ya se había hecho todo: desde grabar documentales de combates de boxeo y rodar películas sobre el pugilismo, que fue una de las obsesiones que tuvo el cine desde sus inicios, hasta cine costumbrista, romántico, onírico, fantástico, de terror. Ahí irrumpieron nuevas miradas como la de Luis Buñuel y los surrealistas, como las de Jean Renoir, S. M. Einsenstein, Abel Gance y Fritz Lang y el expresionismo alemán, y ensancharon el campo de batalla.
El cine tenía en la literatura un compañero de viaje, pero no con una relación de dependencia necesariamente. Por otra parte, en el cine es fundamental el guión, y éste es un instrumento eminentemente literario: contiene de entrada una pieza de teatro en dos formatos, los diálogos propiamente y las acotaciones, que son determinantes porque suelen contener la específica mirada del cine y están exentos de retórica. Los diálogos en el cine se parecen más a la vida y algo menos a su escenificación teatral: deben ser directos, despojados, sin artificio, con un énfasis invisible. En ellos, como dijo Pedro Almodóvar alguna vez a propósito de sus películas, lo que no es morbo es un estorbo.
El cine no admite el deleite de las palabras no siempre imprescindibles, el placer de acariciarlas y de oír su melodía porque la melodía del cine es la imagen, el gesto, la precisión, una atmósfera. Y es aquí donde percibimos otro rasgo fundamental: el buen cine, en el fondo y por lo regular, es antiliterario en un sentido convencional. O cuando menos es distinto a la literatura, posee un código íntimo muy particular: ésta puede ser un soporte decisivo, un punto de partida, pero poco más. ¿Cuántas películas han fracasado por intentar reproducir o ilustrar casi literalmente un libro, una novela, por el mal entendido concepto de fidelidad, por el concepto mismo de la adaptación? Uno de los lugares comunes del cine, uno de los tópicos más sobados, insiste en que con las buenas novelas rara vez se hacen buenas películas. Y se cuentan con cierta facilidad las excepciones que confirman la regla: Desayuno con diamantes de Blake Edwards / Capote, Lolita de Kubrick / Nabokov, El gatopardo de Visconti / Lampedusa... Incluso se suele recordar otro lugar común: Alfred Hitchcock elegía malas novelas, o carentes de prestigio, para hacer buenas películas. Gimferrer, gran aficionado al cine, apuntó: “El material de una novela son las palabras, el material de una película son las imágenes”. Francisco Ayala, en El escritor y el cine (1988), precisaba: “La novela presta, sencillamente, material a la película, y lo que único que la distinguiría de cualquier otro argumento, su calidad artística, eso no puede trasuntarlo a la versión cinematográfica. Pues la novela base es (quiere ser) una obra de arte, y la película será otra obra de arte distinta”.
El cine interesó muy pronto a nuestros dramaturgos. La experiencia norteamericana de José López Rubio, Edgar Neville, Tono o Enrique Jardiel Poncela es fascinante. Ellos, a su modo, intentaron compaginar su condición de dramaturgos con la de guionistas en Hollywood; allí acumularon experiencia, algunos éxitos y sinsabores, y realizaron una obra muy personal, si pensamos sobre todo en Neville, autor de películas tan insólitas y espléndidas como La torre de los siete jorobados o La vida pendiente de un hilo, dos rarezas del cine español. Jardiel, que estuvo en dos ocasiones en Hollywood, rodó Angelina o el honor de un brigadier.
El escritor Agustín Faro Corteza, en su libro Películas de libros (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2006) dice: “La gran similitud entre cine y teatro pasa por la representación dramatizada de un texto en la que los personajes cobran vida en sí mismos”. Agrega que en cuanto a procedimientos narrativos las diferencias son grandes: “El teatro nos obliga a la frontalidad; el cine nos presenta multitud de visiones. El tiempo responde a un tiempo lineal; el cine dispone de la temporalidad como le place. El cine dispone del montaje como medio narrativo. Del mismo modo, frente a un punto de vista a que el cine obliga mediante al encuadre, el teatro deja libertad de mirada al espectador. Otra diferencia estriba en el escenario, limitado y cerrado para el teatro”. José Luis Alonso de Santos, dramaturgo del que han trasladado al cine películas como Bajarse al moro y La estanquera de Vallecas, entre otras, ha escrito: “Para nosotros en el teatro el mar es una gota de agua, en el cine es todo el mar. En el teatro contamos con unos metros cuadrados de espacio, en el cine cuentan con todo el espacio del mundo. La limitación del espacio, la utilización del espacio diferente es una de las grandes diferencias entre la escritura que se va a hacer para el teatro y la escritura que se va a hacer para el cine”.
Adapta, adapta, que algo queda
Uno de los asuntos más apasionantes de las relaciones entre cine, literatura y teatro es el de las adaptaciones. Ha hecho correr ríos de tinta e incluso algunas palabras cruzadas entre el autor y el adaptador, que, al fin y al cabo, es un creador. Son muchos los títulos que podrían analizarse: Cuerda adaptó con preciosismo y poesía telúrica El bosque animado, La lengua de las mariposas, en ambas contó con Rafael Azcona como magnífico guionista, y La educación de las hadas. Fernando Arrabal ha sabido compaginar como muy pocos (Fernando Fernán Gómez, entre ellos), los tres géneros como autor.
Rafael Azcona, probablemente uno de los más grandes guionistas europeos con Cesare Zavattini, alternó la creación de guiones propios, llenos de originalidad y conocimiento del mundo, con las adaptaciones (además de las citadas, podemos pensar en ¡Ay Carmela!, la película de Carlos Saura que nació de la pieza teatral homónima de Sanchís Sinisterra) y una obra narrativa que se agiganta día a día. David Trueba también es un personaje fronterizo: lo mismo escribe artículos que adapta Soldados de Salamina de Cercas, crea sus propias películas, tan personales como La buena vida o Bienvenido a casa, o redacta novelas de éxito como Cuatro amigos o ahora Saber perder.
Agustín Díaz Yanes es un cineasta osado y personal, lo fue en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto o Sin noticias de Dios, y se atreve a llevar al cine las novelas de Alatriste, de Pérez-Reverte. La adaptación supone aquí una reescritura en imágenes del personaje, de la época, de un concepto de héroe. Ray Loriga y Antonio Soler y Juan Cobos Wilkins han vivido la experiencia directa de una adaptación al cine; Loriga, además, es realizador. Salvador García Ruiz ha adaptado El otro barrio de Elvira Lindo, Las voces de la noche de Natalia Ginzburg (el título del libro de la italiana es Las palabras de la noche) y Mensaka de José Mañas, Patricia Ferreira lo ha hecho con El alquimista impaciente de Lorenzo Silva. Son películas muy cuidadas, con una opción personal, con una forma de mirar complementaria de la del novelista.
*Secuencia de Desayuno con diamantes: George Peppard y Audrey Hepburn, bajo la lluvia.
7 comentarios
yo que se -
dafhld -
kjdhczjdhfl -
silvio freire -
Leticia Martínez -
Blanca -
Marta -
Me alegro que hables de él, ya que hace poco tiempo alguien me dijo que era algo "ligero".
Hace unas semanas leí una breve biografía de Zavattini y descubrí que era una persona excelente y, lo mejor, era un gran despistado. Se dejaba todo por todas partes. No sabes lo identificada que me sentí con lo de "despistada".
Desde entonces aún lo quiero más, si cabe.
M