HOMENAJE, HOY, A JOSÉ ANTONIO ROMÁN LEDO
Esta tarde, a las 19.00, en el salón del Trono del Palacio de Sástago de la Diputación de Zaragoza, se presenta el libro Ducha Escocesa. Román Ledo In Memoriam (Certeza. Colección Cantela), un volumen que ha coordinado Francisco Javier Aguirre en el que 25 autores rinden homenaje al escritor y gestor cultural José Antonio Román Ledo, nacido en Huesca en 1943 y fallecido hace ahora un año, en 2007. Se anota en la contaportada: “Cada uno de los 25 autores participantes ha intentado reproducir su voz y fundirla con la propia en un ejercicio de complicidad movido por la admiración y el afecto. El caleidoscopio resultante intenta aproximarse, de algún modo, a la inteligencia, la intuición, la sutileza, la inspiración, el temple y el dominio del lenguaje que caracterizaron al amigo ausente”.
La lista de participantes es, por este orden (deliberadamente inverso): Fernando Villacampa, José Verón Gormaz, Ricardo Vázquez-Prada, Luis del Val, José de Uña y Zugasti, Míchel Suñén, Santiago Román Ledo, José María Serrano, Angélica Morales, José Ángel Monteagudo, Joaquín Mateo Blanco, Feliciano Llanas Vázquez, José Luis Gracia Mosteo, Julia Emperador, Amadeo Cobas, Antón Castro, Miguel Carcasona, María Pilar Teresa de Jesús Callizo Jiménez, Joaquín Callabed, Luis Bazán Aguerri, Javier Barreiro, José María Barceló Esquís, Carmen Bandrés, José Luis de Arce y Francisco Javier Aguirre.
Cuelgo aquí mi homenaje.
*Presentación de Ducha Escocesa. Salón del Trono del Palacio de Sástago. Plaza de España / Coso. A las 19.00.
CUATRO CITAS CON EL ESCRIBIDOR INSACIABLE
1
¿Cuándo conoces a alguien?
Había visto en varias ocasiones al escribidor. Incluso había leído un libro suyo en un tiempo en que yo escribía mucho de ciclismo: La serpiente multicolor. Es probable que hablásemos un día que íbamos a recordar los dos para siempre: la mañana en que Bulbuente decidió ponerle una calle a Julio Alejandro Castro Cardús, el poeta del mar que había regresado al páramo, a la sombra del Moncayo desde donde olía el océano y sus flores de sal. Aquella mañana hubo de todo: conversaciones, confidencias, un copioso anecdotario de esto y de aquello. A la hora de comer, Julio Alejandro, el contador de historias, el inquilino de todas las aventuras y viajes, acarició la botella de vino y dijo: “Román, ¡cuántas historias podría contarte de las botellas de los náufragos!”.
Algún tiempo después, durante sucesivos veranos, se veían, concertaban una cita cerca de la Cruz de Bécquer, en una mesa del velador del restaurante de “La Corza Blanca”, y allí hablaban y hablaban sin prisa. Cuando habían pasado dos o tres horas de cháchara, o quizá más, Julio se arrebujaba en su poncho, lo miraba y le decía: “Román, Román Ledo. Eres insaciable”.
2
Más tarde volví a verlo en su lugar de trabajo. Intentaba compaginar su dedicación al circuito de las Artes Escénicas con la pulsión irrefrenable del escritor. Te acercabas y si no estaba departiendo sobre tal o cual concierto, sobre una función en Biota, en Erla y en Uncastillo, la pantalla de su ordenador parecía un mar de palabras. Siempre estaba llena, de extremo a extremo, con una letra justificada. Y además, había un detalle que no se me pasó inadvertido la tercera o cuarta vez: tenía muchos vocablos subrayados. Al principio pensé que eran erratas en su borrador inicial de trabajo; pensé que necesitaba escribir tan rápido como pensaba y así, redactando deprisa deprisa, no perdía las intuiciones. Román Ledo era un escritor intuitivo. Alguna vez le preguntaba. Siempre escribía para un concurso, para un libro. Siempre escribía para sí mismo, con pura delectación, como un veneno necesario. Hacía de todo: poemas, le gustaban los sonetos y los romances, cuentos, notas de viajes, aforismos y narraciones más o menos extensas.
Al cabo del tiempo, quise saber por qué le subrayaba tantas palabras el editor. Contestó: “Soy un investigador del lenguaje y el sistema se ha olvidado de las palabras que a mí me interesan. Me siento un desplazado: soy hijo de Quevedo”.
3
Un día, el escribidor incansable me dijo que debíamos vernos. Que era urgente. Andaba en un proyecto y quería contármelo. Nos vimos. Y estaba con un punto de recelo, como si se temiese una zancadilla, un desaire. Me lo dijo: “Estoy escribiendo la biografía de Julio Alejandro, y sé que tú también querrías hacerlo”. Había escrito del guionista de Buñuel, habíamos conversado mucho, en Veruela, ante el escritor adolescente Daniel Gascón, pero yo nunca me planteé en serio escribir una biografía de Julio. Román ya la tenía muy avanzada, ya había encontrado suculentos materiales familiares. Me dijo: “Espero que no te parezca mal: tú también has llegado del mar y desde el mar llegó él a mi vida. Y los dos sois Castro, y probablemente parientes, aunque no lo sabéis”.
No le quise decir que Julio me decía algunas veces: “A veces te veo como el hijo que nunca he tenido. Como el sobrino entrañable que nunca he podido tener”. Y que a veces me gritaba, desde el otro lado del hilo: “Te quiero, cabrón”. Sospechaba que tras tantas conversaciones en Veruela, con el fantasma de Bécquer al acecho, también se lo decía a él con la misma expresividad, con idéntico desenfreno: “Román, Román Ledo: Te quiero, cabrón”.
4
Me lo encontré otro día, herido ya de dolor, y lleno de proyectos nuevamente. Si algo definía a Román Ledo eran los proyectos: siempre andaba con uno debajo del brazo o en la pantalla del ordenador. Me preguntó qué hacía. “Acabo de escribir un artículo sobre algunos escritores oscenses”, contesté. Y al decirlo, me quedé de piedra: él también era oscense, se había educado en el parque, había oído cuentos maravillosos entre la floresta, y no aparecía en mi inventario. Me disculpé. “No te preocupes –agregó-. Te daré motivos para que escribas de mí”.
Tenía razón. Poco después publicó sus últimos libros. Y me contó que se había embarcado en una titánica tarea: quería escribir un Decamerón o Las Mil y una noches de cuentos de Aragón y del mundo. Lo iba hacer a su manera: con un estilo peculiar, a veces deliberadamente rezagado, con ironía, humor somarda y una inclinación al delirio.
Ahora me pregunto. ¿Llorará de pena y de inanición su ordenador? Hay soledades y amores perdidos de los que no te recuperas nunca.
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