Blogia
Antón Castro

LA DAMA DEL LAGO (ILUSTRACIÓN: CHEMA LERA)

LA DAMA DEL LAGO (ILUSTRACIÓN: CHEMA LERA)

 

[Chema lera, ilustrador, escritor y guionista de Aragón Legendario, me ha enviado una de sus ilustraciones de una mora-fantasma. La ilustración sería la ideal para el texto anterior, pero también podría serlo para esta “La dama del lago”, que aparecía en uno de mis libros: Los seres imposibles (Destino, 1998).]

 

LA DAMA DEL LAGO

 

Adelina salía siempre a pasear por la montaña; corría por los senderos, escalaba los montes de retama, divisaba la huella de los sarrios en los picos nevados. Pero un día, en una alberca que había formado la lluvia sobre el cuenco de un peñasco, descubrió una extraña figura de mujer. No extraña o informe, sino de una belleza incomparable, semidesnuda, con una larga melena de oro. Inicialmente sintió miedo, estupor --¿qué haría allí, a solas, vuelta hacia el sol, aquella dama?--, pero cuando la otra le agitó la mano, y le dijo, ven, que no te haré daño, Adelina se aproximó y no acertó a decirle nada. La miró con curiosidad, como se mira a un juguete o al primer novio. Le gustó su túnica, la piel clara, la carne trémula y ofrecida, el óvalo perfecto de su rostro, aquellos ojos grandes, de yegua o pantera al acecho, brunos como la noche. Insistió la criatura: toma mi pelo, extiéndelo sobre esa rocha y péinamelo con este peine de oro. Adelina, sin temor, inició su tarea. Comprobó que la cabellera era de finísimas hebras doradas, y que olía a manzana, frambuesa y romero, a temporal de nieve y a bosque de sabinas.

         Empezaba a caer la noche. Adelina dijo que tenía que irse, porque de lo contrario vendrían a buscarla. No era la primera vez que se perdía, refirió, una vez se quedó dormida en la majada y salieron todos los hombres del pueblo con teas encendidas y una jauría furiosa, que la despertó con sus pavorosos ladridos. La dama se levantó y se acuclilló sobre una piedra lisa. Mira si quieres, agregó, y Adelina la vio orinar, oyó el sonido del chorro, observó cómo se elevaba el humo del líquido entre las crestas como si fuese la chimenea de un caserón o un vaho de nieblas. Al instante, aquel charco se transformó en minúsculas guijas, en flores todas de oro.

         --Tómalas y vuelve mañana. A nadie debes decirle lo que has visto.

          Volvió diariamente durante años, y parece un milagro que fuese capaz de ocultar tamaño secreto: engañaba a los buhoneros, que se extraviaban por los caminos, arrastrados por la codicia; rechazó al hijo del rabadán, que la reclamó en amores, y era atractivo como un ángel; hizo creer a su madre que aquel oro brotaba de una mina secreta, a la cual no se podía acceder porque estaba llena de sierpes y sólo ella podía apaciguarlas. Sin embargo, poco a poco, se notaba vieja, ajada y voluminosa; mientras las piernas se le hinchaban de varices y le anunciaban que muy pronto no podría subir a las cumbres, la dama estaba cada día más bella. Había adelgazado y despedía una fragancia más fresca y excitante, un olor denso a resina y quizá a hombre. Adelina no podía recordar cuándo había perdido su túnica, las sortijas, las sandalias, cuándo la recibió completamente desnuda por primera vez. Un atardecer, tal como frecuentaba, la dama se acuclilló, orinó y dejó un sedimento de pedruscos, de flores y de figuras de oro sobre el suelo. Adelina se atrevió a rogarle:

         --Soy rica desde hace años, no necesito nada, salvo la juventud, la hermosura perdida. ¿Podrías restituírmela?

         --Podría devolvértela, claro. Pero el sacrificio será grande. Muy grande.

         --¿Cuál?

         --Tendrás que quedarte aquí, como yo, hasta que alguien suba a la montaña a peinar tus cabellos. Ese día empezarás a ser inmortal.

         La vieja se tendió sobre los peñascos y cerró los ojos. Un momento después los abrió y se percibió distinta, henchida, como si fuese otra persona. Repasó la piel tersa, sus músculos graníticos, los senos duros y redondos, el pelo de oro. Miró a su alrededor y comprendió que la dama se había ido.

         Se acostumbró a su nueva vida. Cuando caía la noche moraba en una gruta y al albor se bañaba en las balsas, vigilaba a los pastores o, cuando pasaba un buhonero por una vereda de la montaña, derramaba una pepita de oro a su paso. Lo hacía como quien comete una travesura o ejerce un acto de caridad sin que el favorecido se percate. A las pocas semanas, subió Berbegal, la niña de la posada. La dama quiso satisfacer su curiosidad y preguntó por una mujer que se llamaba Adelina, costurera para más señas, que vivía soltera y sola con tres gallinas y un perro de aguas en la última casa del pueblo.

         --¿No lo sabe, señora? --contestó Berbegal, mientras le acicalaba los cabellos--. Murió, la encontraron en el solanar de su casa, pero qué espanto, qué asco. Debajo de su cama y en los cajones de las alacenas no había más que montones de basura y piedras negras, cenizas, boñigas, animales sin vida. Adelina vivió como una miserable, pero nadie había sospechado jamás que fuese una bruja.

 

1 comentario

May -

Y, por ello,vuelvo a leer "Los seres imposibles".Abrazos