UNA HABITACIÓN SOBRE LA CALLE PINAR
Juan Marqués
Hace ya años, en el colegio San Agustín de Zaragoza, los buenos frailes nos explicaban la diferencia entre lo útil y lo valioso. No recuerdo sus ejemplos pero bastará uno apócrifo: ¿Qué es más útil: ser un experto en informática o haber leído a Emily Dickinson? Tal vez, pero, ¿qué es más valioso?
Vivo y trabajo en la Residencia de Estudiantes desde hace casi mil días (llegué el 1 de septiembre de 2005 con una beca del Ayuntamiento de Madrid y una mochila), y en este lugar he confirmado mi esperanza de que lo útil y lo valioso pueden convivir y casi confundirse. Uno siente una enorme admiración por lo que supuso la iniciativa institucionista española a comienzos del siglo pasado (y además tengo mi punto de “mitomanía cultural”), así que desde el día de la llegada he sido muy consciente de mi buena suerte, de lo impagable de esta experiencia. No sé lo que la vida y el tiempo harán conmigo, pero ya, con sólo 27 años, puedo estar seguro de que esta larga temporada aquí supone uno de los grandes regalos que me va a hacer la existencia (como la propia razón que lo explica, que es que José-Carlos Mainer cometió la maravillosa temeridad de aceptar dirigir mi tesis doctoral, que ya se demora...). Y, por la otra parte, no hace falta ser muy calculador ni ambicioso para advertir que ser residente activa multitud de oportunidades, de posibilidades, de apoyos de todo tipo. Sólo con una lista incompleta de las personas a las que he conocido y trato gracias a mi condición de becario se llenaría este artículo.
Lo valioso es lo que importa (lo útil es lo que interesa), y por eso hay que empezar hablando de los compañeros. El escritor asturiano Chus Fernández, becario entre 2004 y 2006, formuló la mejor y más concisa definición que, por lo que a nosotros toca, conozco de la Residencia: “Un hotel con amigos”. Amigos que hacen circular continuamente música, películas y libros, que comparten experiencias, noticias e ilusiones, que se reúnen para conversar o salir a tomar una copa en los no muchos bares cercanos (ésta, entre la calle Serrano y el paseo de la Castellana, es una zona de embajadas, redacciones de periódicos conservadores, grandes oficinas financieras...). No todo el mundo vive junto a 22 buenos cómplices (más los visitantes habituales y los trabajadores), y eso, incluso para alguien como yo (que no soy precisamente la persona más extrovertida del planeta, por decirlo de un modo benévolo conmigo mismo), es algo tan especial como (lo sabemos...) irrepetible. Imposible dar cuenta de todo lo que me han enseñado mis “cobecarios”, así que, como en todos los órdenes artísticos últimamente, el fragmentarismo intentará hacer intuir la totalidad: si no fuera por Elvira Navarro (autora de la magnífica novela La ciudad en invierno, publicada por Caballo de Troya en 2007) todavía no habría leído la gloriosa Conversación en Sicilia de Elio Vittorini; si el cineasta Eloy Enciso no hubiese llegado aquí en septiembre yo nunca hubiese visto su Pic-Nic, esa pequeña obra maestra que ha estrenado en circuitos dramáticamente minoritarios; gracias a la zaragozana Carmen Barba sé lo que los químicos como ella investigan sobre la “quirialidad” (que podría tener aplicaciones muy sugerentes a la llamada “literatura del yo”, eso que ocupa hoy a nueve de cada diez filólogos); el ingeniero madrileño Víctor Gómez consiguió que nos fuésemos él y yo cinco días casi gratis a Islandia (uno de los principales sueños de mi muy soñadora infancia); el músico mexicano Iván Ferrer pidió a Ángel González una dedicatoria para mí en el cuadernito del recital que dio aquí el 30 de mayo de 2007, en un día en que yo estaba fuera de Madrid (y que supuso, por desgracia, una de los últimas oportunidades de escuchar al gran poeta); el matemático valenciano Roberto Rubio recita los pasatiempos de los periódicos sobre la mesa del desayuno; y personas, entre otras varias, como las poetas Elena Medel y Carmen Jodra, el filósofo murciano Pablo Jarauta, los historiadores bilbaínos Joserra Marcaida y Nere Basabe (autora de la novela Clara Venus, en la editorial zaragozana Tropo) o la historiadora del arte cordobesa Noemí de Haro hacen, simplemente, que uno esté un poco más tranquilo y un poco menos solo bajo el cielo.
Un hotel con amigos y con una actividad cultural envidiable. No es normal que baste bajar unas escaleras para escuchar a Eugenio Montejo, Chavela Vargas, Antonio Gamoneda, a ese sabio humilde que se llamó Claudio Guillén o al ya también añorado José Bello, a quien tuvimos la suerte de saludar tres veces y conversar en una de ellas durante varios minutos. Un hotel que custodia un archivo único y sorprendente, y no sólo de la historia de la casa ni de la llamada “generación del 27”. Un hotel con unos jardines que por sí solos bastarían para que éste sea un rincón especial de la ciudad, extraña (pero afortunadamente) no demasiado frecuentado por lectores sentimentales o turistas enterados y curiosos. Un hotel donde han nacido algunas de las mejores exposiciones de los últimos años (las dedicadas a Juan Ramón Jiménez y a las Misiones Pedagógicas, especialmente) y que cuenta con un servicio de publicaciones que aporta continuamente obras de indiscutible valor científico o filológico, editadas prodigiosamente (siguiendo en parte el magisterio del propio Juan Ramón, que fue, hace casi cien años, el primer director de las prensas de la Residencia).
El poeta de Moguer (que fue, si nos dejamos de tonterías y posturitas, el mejor poeta del siglo XX) debería ser más citado en relación a la Residencia, y ésta vería cómo se añadía un nombre insuperable al famoso trío que, con toda justicia, protagoniza la tradición y la memoria de la casa. Agustín Sánchez Vidal, en el primer párrafo del primer capítulo de su preciosa y ya clásica monografía, explica “Que Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí terminaran por encontrarse en la Residencia de Estudiantes de Madrid hacia 1920 es menos azaroso de lo que pudiera parecer a primera vista” (por razones de origen, situación económica, perspectivas de la época), pero sigue siendo asombroso que un poeta, un pintor y un cineasta de esas dimensiones y esa relevancia fueran especialmente inseparables por estos pasillos cuando todavía apenas habían comenzado su obra (y cuando a Buñuel ni se le había pasado por la cabeza dirigir películas). Antes de ellos estuvo por aquí Santiago Ramón y Cajal, primer presidente de la Junta para la Ampliación de Estudios (que celebró en 2007 su primer centenario) y después Severo Ochoa y con ellos José Moreno Villa o Emilio Prados..., pero son ellos tres los principales “fantasmas” con los que convivimos.
Como se ha destacado muchas veces, Aragón ha tenido una presencia continua y muy fructífera en los cuatro edificios que forman la Residencia. Los clásicos son Ramón y Cajal, Buñuel y ‘Pepín’, pero ha habido mucho más. Hoy el Gobierno de Aragón es miembro destacado del Patronato, y gracias a ello fue depositado aquí el archivo de Benjamín Jarnés, todavía no completamente agotado (el año pasado la Residencia dio a la luz El aprendiz de brujo, una estupenda novela, hasta ahora inédita, del escritor de Codo). El propio Gobierno creó en 2006 tres becas que desde entonces aprovechan la bióloga zaragozana Nerea Irigoyen, el historiador bilbilitense Diego Cucalón y la muy joven violinista pamplonesa Alma Olite (cuya forma de tocar deja boquiabierto al melómano más exigente). Además, la Fundación José Luis Borau (el cual frecuenta también este lugar, como su colega oscense Carlos Saura, el filósofo zaragozano Francisco Jarauta o el propio Mainer...) ha convocado este curso una beca más para estudiantes de cine, que ha estrenado la valenciana Gemma Vidal. La ya citada Carmen Barba y yo mismo somos los representantes aragoneses entre los 18 becarios del Ayuntamiento de Madrid (6 de ciencias sociales y humanidades, 6 de ciencias de la naturaleza y tecnología, 6 de creación artística), entre los que estuvo hasta el año pasado el filósofo de Sariñena Alberto Fragio, y antes, entre algunos otros, los escritores zaragozanos Félix Romeo y David Mayor.
Pero me pedían que escribiera sobre lo que nunca se cuenta de la Residencia, sobre sensaciones personales, sobre las rutinas. Tengo que ir rápido, porque el tiempo y el espacio, que en la Residencia son más amplios que en el mundo (los días aquí duran mucho más de 24 horas, lo cual no siempre es una ventaja), se me están acabando en esta página. He de recurrir de nuevo a la enumeración caótica: las mañanas blancas y verdes bajo los pinos leyendo buena poesía; las sobremesas soñolientas leyendo poesía mala; el milagro del tiramisú y la fideuá; los paseos casi diarios por la Castellana camino de la Biblioteca Nacional, dando gracias a los dioses por no tener coche ni intención alguna de tenerlo; sacar la cámara de fotos de paseo y regresar sin haber disparado una sola vez; la sonrisa de Luis Muñoz, abierta como sus poemas (puede que no sea el mejor poeta español vivo, pero, gracias a su Querido silencio, es el que más me gusta); escuchar a Juanjo López llegando entre canciones a la habitación 334 o a Ignacio Jurado volviendo envuelto en fotocopias a la 336 (¿y qué podré hacer yo sin mis vecinos?...); y, en fin (y si me lo permiten), esta habitación 335, desde la que veo amanecer este sábado, 8 de marzo de 2008, sobre la entrañable cuesta de la calle Pinar, y que es el epicentro de mi universo desde hace mucho más tiempo de lo que me pueda creer y –créanme– de lo que merezco. Tengo demasiada buena suerte. Las teclas de este ordenador, por ejemplo, han hecho que Clara abra los ojos. Yo no conozco nada más valioso.
*Juan Marqués, el anfitrión ideal de los jóvenes escritores y artistas (y no tan jóvenes, padres con hijos de su edad) en el ámbito de la Residencia de Estudiantes, publicaba este artículo en Artes & Letras de Heraldo. Se lo pido de nuevo y lo cuelgo aquí: volver a la Residencia, estar unas horas, ver sus exposiciones, es para mí una auténtica maravilla, un placer. Es para mí como el lugar del mito.
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