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Antón Castro

JESÚS MARCHAMALO RETRATA A ISIDRO FERRER Y A NERUDA

JESÚS MARCHAMALO RETRATA A ISIDRO FERRER Y A NERUDA

[El jueves se inaugura en Caja Madrid una exposición de las ilustraciones de Isidro Ferrer para el Libro de las preguntas de Pablo Neruda, que publicó Media Vaca, dirigida por ese inmenso lector y editor y buscador que es Vicente Ferrer. El periodista y escritor Jesús Marchamalo, experto en vidas de escritores, en bibliotecas y en retratos de autor, firma uno de los textos del catálogo. Isidro Ferrer, con su gentileza habitual, me envía el artículo. Jesús Marchamalo es un estupendo escritor y colabora a menudo con pintores e ilustradores. Acudirá el jueves por la mañana a la rueda de prensa.]

 

La nariz de Neruda

Jesús Marchamalo

 

 

 

I. A Neruda le encantaban las casas. Vivió en decenas de ellas, aquí y allá, cerca y lejos, y a todas les puso nombre: La Sebastiana, La Chascona,  la Casa de las Flores se llamaba ésa en la que vivió, en el Madrid de los milicianos, monos y correajes, que resultó bombardeada durante la Guerra Civil, y donde perdió libros y papeles y recuerdos y fotos. Le encantaban las casas, y llenarlas de objetos singulares; la de Isla Negra, allí, al borde del mar, como un vigía, repleta de caracolas, cartas marinas, mascarones, pisapapeles, trozos de madera rascados de salitre y esqueletos de animales arrastrados hasta la playa por la marea. Recieza, se llama. Esa línea en la arena, oscura, de algas apagadas, lacias, moluscos y exvotos laicos: cristales pulidos, pedazos de cabos, redes, y un día una tabla enorme, una pieza de un barco, o lo que fuera, que se llevó a su casa, y con la que se hizo un escritorio.

Ahí se sentaba a escribir. Con su letra enorme, verde, siempre, mirando al mar y fumando en pipa. Con una gorra de capitán, a veces, o de chulapo, y su cara, con perdón, de patata.

 

Antiguamente había una empalizada en Isla Negra que flanqueaba el paso desde la carretera. Hay decenas de fotos suyas, allí, con sus amigos, y con Matilde Urrutia, la bella Matilde de pelo negro y ojos de fuego.

 

A aquel escenario exótico, casi de guardarropía, de gabinete de curiosidades, de bazar o de vieja cacharrería de barrio viajó Isidro Ferrer hace tiempo.   

Y de allí cogió piedras, según impone la costumbre. De recuerdo.

 

 

II. Isidro leyó, hace años, a Italo Calvino, el Libro de arena. Desde entonces siempre que va a una ciudad recoge piedras del pavimento que luego, cuando regresa a casa, limpia y etiqueta como un científico chiflado: escribe el lugar del que provienen, y la fecha del viaje. Tiene piedras de Lisboa, Tegucigalpa, Berlín, Venecia, París, Oporto, Santiago de Chile, Buenos Aires… Piedras blancas, terrosas, planas, punzantes, bastas, talladas y redondas, a veces, que forman un secreto empedrado, un mapa, y más que un mapa una senda que se puede seguir, como el pan desmigajado de Pulgarcito.

También tiene la costumbre de fotografiar, por la mañana, deshechas –las sábanas revueltas, la almohada con el hueco de la cara- las camas en las que ha dormido cuando está fuera de casa: habitaciones de hotel, de pensiones y hostales, de aquí y allá, cercanos y lejanos, casas de amigos, cuartos en los que se despierta de prestado.

 

Como a Neruda, a Isidro le gusta recolectar objetos, acumular tornillos y herrajes oxidados, trozos de madera, pedazos de alambre, cajas de lata, una jaula, el trozo de una rama. Los objetos, al menos algunos de ellos -es cuestión de mirar-, conservan una remota condición humana, guardan el tacto de las manos por las que han pasado, la experiencia indecible de haber sido tocados –dice- ,rozados, acariciados.

En sentido literal, manoseados.  

 

Y es capaz, después, de encontrar en ellos la metáfora, la paradoja, el significado oculto o evidente: una percha es un perro, es una garza, un tren. Una esponja es la luna, o un pedazo de pan.

 

 

III. Hay una historia de Paul Auster, que tal vez se titule El palacio de la luna. Digo tal vez porque siempre he tenido mala memoria para los títulos, y una dificultad ordinaria para, no sólo recordarlos, sus palabras exactas,  sino para asociarlos a aquello que titulan. En todo caso, cuenta Auster la historia de alguien que hereda una habitación llena de libros, y cómo, a falta de muebles, los construye con ellos: butacas de libros, estantes, mesas, sillas de libros.

Isidro nunca ha tenido casa propia. Así que durante años ha tenido los cuadros por el suelo, en ese mundo sin cartografiar, cerca del rodapié, que no es de los caseros, ni de los inquilinos. Nunca una escarpia, ni una lámpara colgando del techo, ni un sombrero en la percha de entrada. O hasta hace poco. Todo su mundo ha tenido desde siempre esa impronta de provisionalidad, de desembalaje, de decorado a medio terminar del que los carpinteros han tenido que salir, para comer, y al que deben regresar a media tarde.   

 

Isidro Ferrer tiene una casa, y un estudio. Probablemente, un perro, le pega pero no lo sé. Su estudio, amplio, diáfano, luminoso, en forma de L, ocupa lo que antiguamente fue el local de una tintorería.  

 

Siempre me ha interesado, de los artistas, saber cómo es el lugar donde trabajan. El sitio donde se realizan los prodigios: esa trastienda apenas percibida, de tijeras, papel, cinta y pinceles, salpicada de olores untuosos: a pegamento, pintura, trementina. En ese estudio en L tiene tres espacios. Una zona de dibujo con botes (uno de cola blanca), reglas, pinceles, un lápiz azul y otro rojo; un taller, con mesa de carpintero, y en la pared herramientas de nombres sonoros y misteriosos: gubias, punzones, sacabocados, limas; y un tercer espacio donde hay una mesa que él llama tecnológica, con un ordenador, impresora, escáner, y cámara de fotos.

Paredes blancas. Y suelo oscuro.

 

Hay una foto en el Libro de las preguntas en que los dos están allí, en el estudio, sentados en un sofá. Neruda, unas enormes piernas de madera, las manos enlazadas, mirando de reojo. Isidro, zapatos de cordones, camiseta de rayas, las manos apoyadas en las piernas.  

Neruda tiene una enorme nariz de madera sobre la suya propia. E Isidro, una casa que le cubre la cabeza. Podría decirse que se trata de un empate.  

 

 

IV. Neruda siempre dijo que quería ser un poeta gordo. “¡Quiero ser un poeta gordo, gordo como Balzac!”, decía. “¡Y no flaco, como los románticos. Flaco como Becquer!” Se cuenta de él que una vez, en París, gordo y panzón, retó a Alberti a ver cuál de los dos lo era más.

Y ante el escaparate de una librería de viejo donde se mostraban las obras completas de Victor Hugo, Neruda, de perfil, pegado al cristal, señaló cómo su tripa llegaba hasta Los miserables, mediado incluso el tomo, mientras que la del Alberti sólo lo hacía hasta Los trabajadores del mar. Había ganado.

 

Durante una larga época, al final de su vida, el viejo poeta, gordo por voluntad poética, se levantaba cada mañana, aquí y allá, en lugares cercanos y lejanos, y anotaba las preguntas que se le iban ocurriendo, ¿La rosa está desnuda o sólo tiene ese vestido?, decía un día en voz alta, en una cafetería, o lo escribía, en verde, como siempre, en libretas, cuartillas, cuadernos, folios, billetes de autobús y papeles diversos de envolver. ¿Por qué el sol es tan simpático en el jardín del hospital?, se preguntaba. O ¿El 4 es 4 para todos, son todos los sietes iguales?

 

V. Isidro acostumbra a trabajar con ideas que va plasmando en libretas o cuadernos, en papeles y folios sobre los que dibuja, y recorta o pega: notas, bocetos, esbozos, collages, pequeños apuntes. Una garza, una casita blanca, una calavera. En todas esas imágenes que pueden ahora contemplarse en esta exposición descubrimos el germen, el destello, el guiño del que surgieron las del libro: una mano de alambre, un pájaro de mimbre posado en el alero de una ventana, una sirena sobre una carta manuscrita, un perro que ladra a las hojas caídas, escritas, y una escalera que conduce a la luna, por la que sube un sonriente Neruda.

 

Porque es Neruda siempre -Neruda con chistera, Neruda boca abajo, Neruda leyendo, o dormido- quien nos va a acompañando por el libro, también por la exposición, como un diligente maestro de ceremonias. Neruda riéndose, Neruda mirando, Neruda con un guacamayo en la cabeza, Bailando con un perro, o con un esqueleto, dormido en un ancla, cargado con una mochila, como un excursionista; Neruda en un tren que expulsa por la chimenea nubes tejidas a ganchillo. Neruda y su mundo, cartas, ciudades, botellas, mar.

 

Las imágenes de Isidro Ferrer, al final, no responden preguntas sino que formulan otras. ¿Por qué me preguntan las olas lo mismo que yo les pregunto?, por ejemplo. Y hay una doble lectura, posible o sugerida, de versos que preguntan, y fotos –en blanco y negro- que preguntan también, como las olas.

Le propongo a Isidro que elija una. Y me señala ésa en la que hay una casa, blanca, con tejado y chimenea, prisionera dentro de una jaula. Y digo prisionera porque la casa tiene la puerta abierta, pero la jaula está cerrada, y hay un pájaro encima, fuera, con un gesto que resulta indescifrable.

Me fijo en que la sombra de la jaula, los barrotes borrosos, se cruzan con al final con los reales.  

 

Pienso, de repente, que el suyo, Neruda e Isidro, Isidro y Neruda, tal vez aquí o allá, más lejos o más cerca, era un encuentro, al fin, inevitable. Un hallazgo de pájaros y hojas, e iniciales que crecen como brotes, árboles, ramas, nidos, un globo, un laberinto… Neruda, unas enormes piernas de madera, las manos enlazadas, mirando de reojo. Isidro, zapatos de cordones, camiseta de rayas. Y una casita blanca en la cabeza.

 

Y para terminar, una pregunta –parece necesario tratándose del libro que se trata-: ¿Por qué Neruda siempre sale con la nariz tapada? ¿Por qué a veces, incluso, con su propia nariz?

 

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