ISABEL F. FERNÁNDEZ: LA CALIGRAFÍA DEL MISTERIO
Siempre me había interesado la pintura y los sueños de Isabel F. Echeverría. Las lunas, los peces, los árboles, el ámbito transido de misterio y de irrealidad de un bosque de fábulas donde todo es posible: la música del agua y del aire, el canto del urogallo oculto, la aparición de todos los fantasmas o de las mujeres de seda y sombra que regresan del trasmundo. Veía sus cuadros y pensaba cuentos para ellos. Los contemplaba en algunos bares, en los catálogos, en colectivas, en muestras individuales, y pensaba siempre que me gustaría ver un libro ilustrado por ella. Un manual de lunas: el relato del cierzo que peina las ramas de un roble en un plenilunio de asombros. O que me gustaría ponerles palabras a esas atmósferas tamizadas de ángeles invisibles o de espectros que acaban de pasar sin ser vistos.
Isabel F. Echeverría tiene un parentesco con la imaginación incontenible de su padre, el poeta y artista Antonio Fernández Molina, y es hermana de dos creadoras casi sigilosas pero constantes como Ester y Elena. El arte ha sido para ella como el viento que desordena los rosales. El arte le llegaba como la lluvia, el olor de los trigos o la brisa del mar, y le llegaba del mismo modo, como algo inadvertido, en forma de artistas que iban y venían con sus dibujos y sus lienzos, de poetas que traían un verso en los labios o un puñado de folios en el alma, de soñadores, de noctámbulos, de desasosegados, de navegantes que retornaban de ultramar con un baúl de delirios. El arte era un estado de ánimo, una presencia y un contexto. Ésa ha sido la envoltura permanente de su existencia. Poco a poco, aquella muchacha que construyó una casa de cuento con ventanas a la medianoche y que intuía el temblor de las sombras, fue creando su propio universo que podría resumirse así, tal vez: Isabel F. Echeverría pinta la alucinación sin drama. Como Alicia y el Reverendo Dogson, Lewis Carroll, ha traspasado el umbral de la realidad: ha visto el envés de las cosas y ha merodeado a sus anchas por el laberinto de la imaginación. Como Remedios Varo o Leonora Carrington se ha atrevido a descorrer los visillos de lo inmediato, y se ha internado por una región de maravillas, herida de color y de embeleso, donde germinan las imágenes, las narraciones fabulosas, las aves sonámbulas, las inquietantes presencias y los espejismos del atardecer.
Ahí ha fijado su residencia en la tierra. Ahí ha fijado su laboratorio de experiencias y de tentativas. Y esa forma de hacer cotidiano lo extraordinario se percibe en su taller. En los cuadros de las paredes. En los cuadros amontonados, en todas partes, pende un orbe mágico: alienta el flujo incontenible del delirio, se estremece el corazón del misterio. Reposan las imágenes de un Paraíso particular que es ajeno a la violencia, al espanto, al odio o a las turbulencias del azar. Ese Paraíso se ha construido retal a retal, pieza a pieza, con hermosura, poesía y una inefable añoranza. ¿Qué ha perdido Isabel en todos esos años en su nomadeo de sueños? ¿Qué territorios ha conquistado a lomos de su cabeza invadida de quimeras?
Para Isabel F. Echeverría la pintura es un cuento. O quizá al revés: los cuentos, con su esponjosa anécdota y su vergel de pájaros extáticos, se adueñan de su pensamiento, le brotan por todas partes y solo puede fijarlos en pintura. En grabado. En dibujo. Isabel F. Echeverría sí es una pintora literaria. Una pintora pintora de letras no escritas. Una pintora pintora que oye la narración del silencio y sus monstruos apacibles. Una pintora pintora que cuenta historias hasta que llega el alba como Scherezade, y esas historias están pobladas de sombreros y vestidos, de objetos, de símbolos, de gestos, de la sustancia alquímica de la ficción. Son historias que mezclan el desenfado, la magia y una incesante metamorfosis de formas y criaturas.
Isabel F. Echeverría tiene su propio estilo. También sucede con esta exposición que consta de óleos, técnicas mixtas y de collages. Aquí vuelve a estar la meticulosa ordenación de un mundo de hechizos, la caligrafía del misterio. A Isabel le obsesionan la luna, los celajes, el aire azulenco del edén, los orígenes de la vida, los pájaros que van y vienen de las secretas frondas de las montañas. A Isabel le fascina ese inverosímil mundo del circo: los contorsionistas, los payasos, los saltimbanquis, esas mujeres frágiles de cristal y emoción que atraviesan el aire o que se columpian entre nubes viajeras con la armonía exacta de la luz. A Isabel le atraen los fuegos secretos, los peces-maletas que esconden enigmas o cartas de amor para nadie, las cabezas preñadas de imaginación que parecen huir del papel, los extraños viajes hacia no sé sabe bien dónde, y ahí, en esa pieza titulada ‘El extraño viaje’, rinde homenaje a uno de sus personajes predilectos: el escritor y hombre-espectáculo Ramón Gómez de la Serna, domador de palabras. Detrás de la obra de Isabel F. Echeverría hay mucha literatura: el ya citado Gómez de la Serna, Georges Perec, Bécquer y los románticos europeos (Nerval, Lamartine, Byron, Goethe mismo), los vanguardistas, el postismo, el acerbo tradicional de los cuentos de siempre y de los cuentos que hemos interiorizado de ‘Las mil y una noches’. En la superficie misma de la obra de Isabel F. Echeverría hay mucha pintura y mucha ilustración: los renacentistas, Durero y sus deslumbrantes flores y plantas, que son puros milagros del trazo, el colorido oceánico de Matisse y de Gauguin, el aura metafísica de Hopper, los ecos del surrealismo y su teoría de los objetos, el gusto por el trazo de Joan Miró y esa inagotable y descarada libertad de Marc Chagall, cuyos personajes vuelan, sueñan, se zafan de los límites y convierten su vida y sus gestos en una libérrima prolongación de su voluntad.
La pintura de Isabel F. Echeverría es amable, lírica, intimista, poderosa en sensualidad y en mitología de ensoñación. Una greguería visual que desborda la convención de la realidad y funda un territorio soñado que también es metafísico e inquietante: los rostros están despintados, a veces no tienen ojos; los pájaros y las mujeres se asoman a los balcones del mar y al espejo de los lagos con desconcierto, con un estupor creciente, o absortos como el monje que se quedó embrujado, siglos y siglos, con el canto del pájaro.
La pintura de Isabel F. Echeverría resplandece con la luna y sus hogueras.
El extraño viaje de Isabel F. Echeverría se expone en el Torreón Fortea, que permanecerá abierta hasta el 15 de marzo. Ha quedado una exposición muy bonita. Éste es el texto que le he escrito para su catálogo.
2 comentarios
De Antón -
Fauve, la petite sauvage -
Por cierto, ¿puedo copiarla para una futura entrada en mi blog?