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Antón Castro

EL PINTOR Y EL RÍO: UNA CONFESIÓN DE ARTISTA

EL PINTOR Y EL RÍO: UNA CONFESIÓN DE ARTISTA

El PINTOR Y LA CORRIENTE DE LA VIDA

 

 

Siempre me he preguntado por qué pinto el agua. Al principio, antes que la pintura, antes que la certeza de mi vocación de pintor, era el agua. A ver cómo lo explico: salía de casa con mi bloc de notas, con mis primeros lápices de colores, sin rumbo. No había pensado nada, y entonces me entregaba a un moroso vagabundeo, seguía el melodioso curso del aire. Hacía un boceto aquí, me fijaba en los edificios, en un tendedor en el que temblaba la lencería fina; me fijaba en los absortos seres que pasaban y pretendía fijar un gesto, un talle que desordenaba el deseo, un mechón de pelo que se contagiaba de la luz de la mañana. Pero siempre acababa en el río: me acodaba en la baranda un instante y llenaba mis ojos asombrados de agua tersa en movimiento. Aquella agua de río era un espejo y un pozo, un lienzo de espesura, el tapiz donde yo mitigaba mi angustia, mi ansiedad o una añoranza inefable a la que sólo sabía ponerle color, un barniz de espejismo y calma. Desandaba las calles poseído por una revelación: en el curso del río, entre juncos, avanzaba la vida y atrapa, inadvertidamente, el aleteo de las aves celestes. Igual que había hecho yo en mis páginas, con mis lápices, con el color no usado de la emoción que se expande y encharca.

         Ya en el estudio, en mi obrador de obrero de la untuosidad y la mancha, arrancaba –arranco: ese sigue siendo uno de mis métodos de creación- las hojas y las esparcía por el suelo. Las miraba, revivía cada instante, cada impresión, y colocaba el lienzo en el caballete. Edificaba las formas y las emociones: la mansedumbre del agua, el invisible movimiento, el terciopelo exacto de la superficie, el peso delicado de las sombras que se espejean. Manchaba aquí y allá, pensaba en Monet, en Gericault, en Juan Bautista del Mazo, en Marín Bagüés, en tantos otros que pintaron antes los ríos. Lentamente, acotaba un brillo, los juncos, los pájaros fugaces, la culebra del surco que huye hacia el horizonte, la ciudad con sus casas y su topografía minuciosa, colocaba a los paseantes. Y así, entre brochazo que va y viene, entre los gestos de la espátula que acaricia la tela, reinventaba un paisaje y me reinventaba a mí mismo ante el paisaje. Yo estaba allí, sin ser visto. Pasaban los días, casi una semana, y veía vibrar la materia, las texturas, el remanso del vado. Al final, ponía punto final. Me decía “hasta aquí he llegado y aquí me quedo”, en este lienzo que es sólo un apunte más de mi manera de mirar, de mi modo de entender el tiempo de la pintura y el murmullo casi inaudible de las aguas. Cuando cae la noche, me desnudo y me arrojo a esa atmósfera del sueño, y me siento nadador, navegante o Narciso. Y eso lo hago todos los días y me extravío, carne de óleo, en el bosque de lirios que se desliza en la corriente.

 

*El cuadro, este retrato de dama, pertenece a la última y magnífica exposición de Alberto Calvo en la galería de Cristina Marín. Hace unos días, una amiga común, la actriz y rapsoda Kiki, me dijo que Alberto está dibujando toros como un loco. Éste es un texto sobre el arte de la pintura: una confesión de un pintor de paisajes fascinado por el embrujo de la corriente que pasa.

 

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