TERESA GARBÍ: 'CAÍN Y ABEL', UN CUENTO DE GUERRA
Le he pedido a la narradora y poeta Teresa Garbí, nacida en Zaragoza y residente en Valencia, uno de sus relatos para este blog. Me manda uno un poco más largo de la dimensión habitual de los textos que suelo poner aquí, pero curiosamente está vinculado con Garrapinillos. Me dice Teresa: “Te envío un relato dedicado a Maribel y a Rosendo. Lo escribí en homenaje a mi abuelo. Vivía cerca de Garrapinillos, en la Torre del Tambor, en Miralbueno. La última vez que fui a verla tenía las ventanas y la puerta tapiadas y pasaba el AVE muy cerca. Allí jugaba de niña, hasta que la vendieron. Recuerdo los almendros, el algarrobo, la acequia en donde me escondía, con gran enfado de los mayores, las simas por donde me perdía, a noche que oteaba desde la ventana. No conocí a mis abuelos –murieron cuando yo tenía uno y dos años, aunque recuerdo su sombra protectora-. A mi abuelo lo encarcelaron por republicano. Sé que solía acoger a gente en su casa”. Con Teresa y con su marido Ángel hemos coincidido en Benasque y en Montanejos.
CAÍN Y ABEL
Para Maribel y Rosendo Tello.
El anciano rodea la casa en la oscuridad de la noche. Hace frío. Lleva preparada la escopeta y la pistola al cinto. Desde que empezó la guerra merodea la finca toda clase de gente. Unos son desarrapados, vagabundos que huyen del hambre de la ciudad; otros, rojos, como él, y se mueven de noche en busca de asilo que les permita resistir y alcanzar las líneas republicanas.
Ya ha tenido que proteger a una veintena. ¿Cómo pueden saber que es republicano? Se pasan la información unos a otros y vienen a refugiarse en su casa, a sabiendas de que no los va a echar. Pero tiene miedo por los suyos, por su mujer y sus hijos, por los criados.
A cualquiera que se acerque a pedir a su casa se le atiende y se va bien provisto de todo. Por eso no comprende a los merodeadores que roban el corral o los frutales. No merecen consideración alguna. Pero ¿qué puede hacer? Conoce bien la pobreza porque ha tenido que luchar muy duro hasta disfrutar de su finca que es una de las mejores del contorno. Tuvo que sacrificar su juventud hasta conseguirla. Entonces se casó con una mujer mucho más joven que él y tiene dos hijos que casi podrían ser sus nietos y que le llenan de orgullo. No le debe nada a nadie. Al contrario, ha ayudado a sus vecinos y a su familia en el sentido más amplio y ahora, cuando se encuentra al fin en una situación que podía permitirle cierto descanso, ha llegado la guerra.
-Hoy va a helar, dice mirando el cielo negro y brillante. No pasa nada. Todo está en orden, piensa, mirando la casa.
-Le vendrá bien a la tierra este frío, añade. Tal vez recojamos manzanas heladas que les gustarán a los niños.
Le salen al encuentro sus perros, dos setters de caza. Al verlo con la escopeta se vuelven locos, saltan, alborotan la noche con sus ladridos.
Una luz se enciende en la casa; se abre una ventana y aparece la silueta de su mujer.
-¿Qué pasa? ¿Estás bien?, pregunta en la oscuridad.
-Sí, no te preocupes. Vuelve a la cama. Son los perros, mujer.
No hay peligro en esta noche tan fría. Ni los fugitivos han salido de sus madrigueras. Nadie se va a enfrentar a una helada a la intemperie, no hay miedo.
Se asoma al jardín. El viento ha sacudido las ramas del aratonero y del nogal. Uno de los perros sale zumbando hacia allá.
-¡Venga, vuelve! Deja de hacer tonterías, le ordena el amo, en voz baja pero enérgica.
El perro ladra aún más. Hay un remolino de cuerpos entre los rosales adonde ha ido a parar también el otro perro. Se escucha claramente una voz:
-Fuera, dejadme, malditos…
-Sal a la luz inmediatamente, dice el anciano, mientras apunta a la maleza con su escopeta.
-No dispares, soy amigo. Huyo de los fascistas y te pido auxilio por esta noche, sólo por esta noche, por piedad.
Luego, frente al fuego, el anciano ve al hombre: es pequeño y frágil; devora la comida que la mujer --se ha levantado para ver qué sucedía--, le ha puesto.
-Tengo que llegar a Teruel y había que recobrar fuerzas. Si no fuera por esta ayuda…
La voz se le quiebra; mira a los perros que se han tumbado a sus pies y esperan que se le descuelgue algo, un trozo de pan al menos.
-Dormirás en el pajar. No puedo ofrecerte otra cosa. Si viene alguien, ya puedes esconderte bien. Si te descubren, no sé quién eres, ni qué has hecho…
-No he hecho nada. Soy de la CNT. Si me encuentran, me matarán. Trabajo en labores de propaganda. Os juro que no he matado a nadie ni sé cómo se usa una pistola.
-No hace falta que jures, lo creo, le interrumpe el anciano.
La mujer recoge rápidamente los restos de la cena. Podría venir alguien y sospecharía si vieran los cubiertos y los platos recién usados.
-¡Venga!, llévalo al pajar. Es un peligro que esté aquí. Podrían verlo los niños, dice la mujer. Está visiblemente nerviosa.
Los dos hombres salen de la casa y desaparecen en la oscuridad.
-Si te descubren, yo no te conozco, ¿lo entiendes?, le repite. Te has escondido y nada más. Nosotros no sabemos que estás aquí.
-¿Tú piensas que se lo van a creer? ¿Y los perros? ¿Acaso no sabrán, nada más verlos, que tienes unos buenos perros a los que no se les puede escapar mi presencia?
-Me da igual. Si cuela, cuela. A nadie lo pueden condenar porque se le hayan metido en su casa. Y ahora, a dormir. Ya puedes esconderte bien entre la paja. Descansa y mañana por la noche te vas. Te daré víveres y ropa de abrigo, no te preocupes.
El hombre sube a lo más alto del montón de paja y se hunde en él. Luego, se tapa por completo. Entra en calor poco a poco. Aspira el aroma amarillo y seco de los despojos de espigas.
-Es como aspirar el sol, piensa, porque no en balde tiene visos de poeta. Su labor consiste en alentar a los soldados, encender su sangre para el combate, eliminar las dudas, hacer que todo se llene de contrastes: o blanco o negro, eso es. Nada de pensar, que sólo conduce a la inercia, al aburguesamiento.
Él no lucha. Ni siquiera sabe disparar ni le interesa aprender. Es algo que le reprochan los camaradas. Cuando termina sus arengas algún gracioso le pregunta:
-¿Y tú por qué no te quedas en el frente con nosotros? ¿Por qué no luchas?
-Lucho con mis propias armas: las palabras.
Los soldados se callan. Sin duda, no se atreven a decir lo que piensan: que él parece el capitán araña; que más le valía que los dejara tranquilos; que si no hubiera personajillos como él, la guerra no existiría…
-Cada uno cumplimos con nuestro deber, zanja el hombre poco antes de dormir un sueño leve, intranquilo, el único sueño que se permite desde hace tiempo.
II
De pronto, se abre la puerta del pajar. La luz del sol enciende cada rincón. El montón de paja, tan luminoso, brilla como una montaña de oro y piedras preciosas: la montaña mágica. Es un brillo que huele a calor.
Una niña está parada en el umbral, mientras contempla el espectáculo. Fuera, se oyen gritos de los criados y del amo, ladridos de los perros y la voz de un niño:
-¡Vuelve! ¿Dónde estás? La pequeña cierra la puerta de golpe y corre hacia el montón de paja.
El hombre no se ha movido; el corazón galopa furioso y él teme que suene en todo el cobertizo y lo descubran. Nota el roce de la paja que cae presionada por el peso de la niña. De pronto, la ve. Está sentada cerca de él, en lo más alto de la montaña dorada.
Fuera, se oye ruido de conversación y los perros no dejan de ladrar. El amo dice insistentemente:
-Por aquí no he visto a nadie. Pueden mirar toda la finca, no tengo nada que ocultar.
La niña, al notar la proximidad de la gente, se esconde más aún. Espera, impaciente. También a ella le va el corazón más deprisa y suena muy fuerte. Parece una bomba que va a incendiar el pajar. Tiene miedo. La van a descubrir, está segura. Se adentra más en la boca del volcán amarillo. Abre bien los ojos. Hace calor, demasiado calor. En esos momentos se abre la puerta.
-Llévate a los perros, le dice el amo a uno de los criados. Perdonen si les ladran, comprendan que nunca los han visto por aquí, dice a los guardias.
La niña observa con terror una mancha gris entre la paja.
-Una rata, piensa. Ahora me va a devorar. Se fija mejor: no, tiene ojos de persona y me mira.
En efecto, el hombrecillo la mira en esos momentos con desesperación.
-Que no diga nada, que no diga nada, suplica con sus ojos angustiados.
La niña se mueve imperceptiblemente. El terror la tiene casi paralizada, pero quiere escapar de allí, sin que la vean los otros, que aguardan en la puerta.
-¡Eh, tú!, sal de ahí, se oye la voz del hermano que, en esos momentos rompe el silencio terrible provocado por el movimiento de la niña. Ella se siente impulsada hacia la voz liberadora y emerge de pronto del interior de la blanda montaña.
-¡Aquí estoy! ¡Me rindo!, grita mientras los demás se ríen ante su intempestiva aparición.
-Vamos, dice uno de los guardias, aquí no hay nadie.
-Antes, tomarán el almuerzo con nosotros, dice el amo.
-No tenemos tiempo. Hemos de cazar al fugitivo. Avísanos si notas algo extraño por los alrededores, no dejes de hacerlo, te conviene.
-Claro, pierdan cuidado. Les avisaré.
Los niños han salido corriendo hacia el jardín.
-La he visto, dice ella. Era una rata con cara de hombre. Está en el pajar y tenía más miedo que yo.
-No digas tonterías: las ratas son ratas y no tienen cara de hombre. Eres una embustera o lo has soñado. Eso es: estabas dormida porque eres una gandula y te duermes en cualquier sitio.
III
-No, yo no me duermo en cualquier sitio. Por eso esta noche me he asomado a la ventana al oír a los perros. Al poco rato he visto a mi padre con la rata del pajar. Es un hombrecillo y he reconocido su mirada de terror. No prestaba atención a lo que le decía mi padre. Miraba a todas partes: a la casa, al jardín, a la oscuridad de más allá de la acequia. Ha mirado a mi ventana y su mirada ha tropezado con la mía. Le ha hecho señas a mi padre para que me mirara también. Pero yo me he escondido y ya no han podido verme.
-No quiero que vuelvas por aquí. Ya ves que estoy en el centro del huracán y me vigilan. Suerte. No se te ocurra ir por los caminos. Aprovecha que hoy no es día de riego y puedes esconderte en las acequias.
-Te aseguro que me escondería igual en ellas si regaran. Prefiero ahogarme a caer en manos de esa gentuza.
-Menos conversación y vete.
-Gracias, acierta a decir el fugitivo, antes de cruzar el jardín. Luego, se ve su figura desmedrada en el camino. A continuación, se hunde en la acequia y desaparece. El hombre vuelve a la casa. Ve una sombra en la ventana de su hija.
-Tendré que hablar con ella, antes de que nos delate, piensa. Se siente horriblemente cansado. A lo lejos ve un fulgor rojo sobre la ciudad.
-Bombardean de nuevo. En el ojo del huracán, ahí estamos, no sé hasta cuándo.
IV
A la mañana siguiente, a la hora del almuerzo, cuando ya la mujer ha llamado a los hombres y se disponen a dar buena cuenta de sus platos, ven venir a los guardias. Traen al hombrecillo. Se detienen junto al algarrobo que crece en los lindes de la acequia. Gritan y le golpean. Él cae al suelo. Le dan patadas y le atizan con una correa. No dice nada, no gime siquiera.
-Venga, inútil, cabrón, levántate, que vas a almorzar. Los guardias, cuatro hombres, ríen a carcajadas. Uno de ellos añade:
-Ya verás cómo ahora se levanta. Le ata una cuerda al cuello y tira de ella. Pero no obtiene ninguna respuesta. Un estertor, un gemido acaso. La tierra está ensangrentada. El guardia tira con saña y se ve la cara del hombre, llena de suciedad, magullada. A golpes le han arrancado los ojos.
-Venga, dice otro de los guardias. Vamos a hacer una visita. Ponte guapo, imbécil. Lo levantan y lo arrastran hacia la casa.
-¡Eh, vosotros! --llaman al anciano y a los criados. La mujer se ha apresurado a llevarse a los niños al interior de la casa--. Atad a este perro a las ruedas del carro, que queremos comer con tranquilidad. Como ninguno de los hombres se mueve, el guardia, el que parece el jefe, insiste:
-No voy a repetir la orden. Atadlo ahora mismo. Que no se escape.
Uno de los criados, el más joven, se adelanta, pero el anciano le hace un gesto con la mano.
-Esto es cosa mía, le dice.
Es cierto. Él es el amo y debe cargar con la responsabilidad de atar a ese desgraciado.
-Dadles de comer a los guardias. Yo me encargo de éste. Toma al hombrecillo casi en volandas y lo ata a una de las ruedas con delicadeza. No lo mira. No soporta ver el despojo en que se ha convertido su cara; no soporta su olor a miseria, a sangre, a suciedad.
-No puedo hacer nada por ti, le dice en un susurro. El otro no contesta, acaso una leve inclinación, un leve gemido.
El criado joven se acerca con una servilleta empapada en agua y le frota los labios magullados. El despojo absorbe el agua. Su frescor acaso le recuerde al prisionero la libertad, el rumor de los ríos, el aire fresco de cada mañana vivida, ahora tan hermosas cuando ya se termina todo.
El anciano hace como que afianza las cuerdas en torno al prisionero pero, en realidad, acaricia su espalda como si le dijera: no estás solo.
-¡Qué!, ¿no venís a comer?, pregunta el guardia al anciano y a los criados. Sólo el primero se sienta con ellos, mientras los otros, incapaces de contener los vómitos, desaparecen detrás de la casa.
-Son jóvenes, los excusa el anciano.
-Jóvenes y cobardes, apostilla uno de los guardias.
-No han salido de aquí, hay que comprenderlo; no han visto nada de la guerra. Son demasiado jóvenes, repite.
-Pues como la cosa siga así, les tocará a ellos ir al frente y allí no les consentirán estas mariconadas.
El anciano les sirve vino, les acerca el jamón, el queso.
-A éste lo pescamos ahí arriba, a dos kilómetros de aquí, escondido en la acequia. Se había cagado de miedo y se rindió de inmediato.
-¿Llevaba armas?, pregunta el anciano.
-Las debía de haber tirado en algún sitio, pero a mí no me valen esas tretas. Es una alimaña peligrosa.
El anciano calla. Los guardias se han puesto a fumar. Les ofrece coñac.
-Lo que me extraña es que tus perros no lo hayan descubierto.
-Ayer estaban inquietos cuando vinisteis a preguntar, acordaos, pero durante la noche no los sentimos.
-Tú no eres falangista, ¿no?, pregunta el jefe, después de un silencio. Como el anciano no contesta, continúa: dicen que antes del alzamiento eras republicano. ¿Has cambiado de chaqueta y por eso te callas?
-Yo soy persona de orden y no me meto nunca con nadie. No puedo decir otra cosa.
-Vale, amiguito, mantente en el orden, si no quieres acabar como éste --señala al prisionero--. Se levanta. Arroja el cigarro al suelo, lo pisa. Mira al anciano que le sostiene la mirada.
-Vamos. Tú, desata al prisionero, le ordena y el anciano obedece. Luego, cuando el triste piquete se pone en movimiento, se queda ante la casa viéndolo marchar. El prisionero se tambalea y cae al suelo en varias ocasiones. Lo obligan a levantarse a patadas. Luego, desaparecen tras la acequia. Al poco rato, se oyen unos disparos. El anciano entra en la casa. La mujer está sentada abrazada a los niños. Él se arroja a un sillón y oculta la cara entre las manos.
-Debería haberles dicho algo. He sido un cobarde, un sucio cobarde. La mujer se le acerca, lo abraza:
-No podías hacer nada. Te habrían disparado. Nos habrían matado a todos, tú lo sabes.
V
-¡Qué desgracia nos ha tocado vivir! ¡Qué terrible desgracia!, dice el anciano, mientras noche tras noche acecha cualquier movimiento en la oscuridad. Sabe que vendrán a buscarlo, que es cuestión de días o de horas. Pero vendrán, lo sabe. Lo están cercando. A cada momento hay señales nuevas.
-No sé por qué tiene usted esas ideas, le ha dicho, de pronto, sin venir a cuento, un vecino que ahora se acerca cada tarde a darle conversación.
-¿A qué ideas se refiere?
El vecino lo mira y se encoge de hombros.
-¡Ah!, yo no digo nada. Es lo que se comenta por ahí.
-No se puede hacer caso a los comentarios, tercia la mujer. Ya sabe usted que hay muchas envidias. Mi marido no ha hecho nunca otra cosa que el bien. Hay mucha gente que le debe favores. Aunque parezca mentira eso, que haga el bien, no se lo perdonan.
El anciano mira a su mujer, alarmado. Ella pone la mesa impasible, quizá con más energía de lo habitual. Tiene las mejillas rojas, pero intenta tranquilizar a su marido con una sonrisa.
-No, si yo no lo pongo en duda; eso díganselo a los guardias que vienen metiendo la nariz en todo y en su afán de descubrir traiciones, retuercen cualquier comentario, responde el vecino.
-Quédese a comer, si quiere, le dice la mujer para zanjar la peligrosa conversación.
-La cosa está muy mal, lo presiento, dice el anciano a su mujer, cuando el vecino se ha marchado. Tengo miedo incluso de hablar contigo a solas, por si alguien nos escucha. No confío ni en los criados.
-No exageres, hombre. Si te pasa algo a ti, ¿no perderían ellos su empleo?
-¡Vete tú a saber! Podrían confiscar la finca, pasar a sus manos. No lo sé.
Hombre y mujer se han sentado junto al fuego, en la cadiera. Miran las llamas, como si se miraran entre ellos, tratando de descifrar qué camino deben seguir.
-Deberías huir a Francia; deberías hacer algo.
-No creo que haga falta. Los militares siempre han sido caballeros. No van a fusilarme sin más, por ser republicano.
-No confío yo en la caballerosidad de nadie, dice la mujer. El hombre la mira, la ve envejecida, con el cabello blanco, recogido en un moño.
-Antes de empezar la guerra no tenías canas, dice con ternura.
-Ha cambiado todo con la guerra, contesta la mujer. Mi pelo también ha cambiado. Llora en silencio y el hombre la abraza. Nota el roce áspero y húmedo de su piel.
-Mi pobre mujer, no temas. Todo esto debe terminar pronto y volveremos a vivir en paz. Podremos ir por los campos sin temor.
-No sé cuándo llegará ese día, dice la mujer entre sollozos.
-Cálmate, tienes que ser fuerte. Si algo me pasa, debes cuidar de todo hasta que vuelva.
-Hasta que vuelvas, sí, hasta que vuelvas. A ese hombre que se escondió en el pajar y que ahora debe estar pudriéndose sobre la tierra también lo estarán esperando.
-¡Qué importancia tiene un ser humano! ¿No te das cuenta, mujer?, dice el hombre, visiblemente cansado. La penumbra de la habitación, el silencio, el fulgor de las llamas de la chimenea les confiere un valor trágico.
-La noche de los tiempos, la gruta primigenia, el peligro que acecha, pero aquí seguimos tú y yo, nuestros hijos. Si van a matarme, prefiero irme con la sensación de haber cumplido con mi deber; con la sensación de no haber contribuido a este desastre. Eso me dará paz, si llega el caso.
Escondida en lo alto de la escalera, en el último tramo que lleva a las habitaciones, la niña ha escuchado la conversación. Ve a sus padres abajo, iluminados por el fuego del hogar.
-Dicen que en nuestro bando hacen también de las suyas: que fusilan y torturan igual que aquí, se escucha la voz de la madre.
-¿Y qué esperabas, mujer? En una guerra se desatan las bajas pasiones y los que llevan la voz cantante son los peores: odian, se sienten seguros de todo y pretenden imponer a la fuerza sus ideas. Nosotros, los que son como nosotros, que no lo dudes, somos muchos, desaparecemos en esos momentos, ocultos como un río subterráneo que resiste cualquier violencia y que al terminar todo, aflora y asegura la supervivencia de la libertad.
La niña no entiende qué dicen sus padres. Casi no reconoce la voz del padre, tan parecida a la del maestro de la escuela. Escucha sus palabras como si cayeran como una lluvia benéfica, hecha de susurros y suaves golpes en la tierra. La luz cálida de la chimenea y el ruido de esa lluvia hacen de la casa un lugar inexpugnable en donde todo podría seguir como hasta ahora.
-Si vienen a buscarme, se oye la voz trémula del hombre, no te quedes, huye lejos con los niños.
-¿Adónde vamos a ir sin ti?, dice la mujer.
-Al campo, lejos. Aguanta el temporal un par de días y luego, vuelve. No temas, Dios proveerá.
-Dios nos ha abandonado.
-Aunque nos haya abandonado, alguien velará por nosotros. Cada día que pasa nos beneficia, ¿no te das cuenta? Ahora juzgan a los prisioneros, no los fusilan, sin más. Algo hemos ganado.
Las palabras del padre se funden con el crepitar del fuego que acaba de atizar la madre. Por encima del círculo de claridad en donde se encuentran ambos, la niña mira las ventanas, ahora con los contraventanos cerrados.
No puede ver la noche acechante, la palpitación de las estrellas, el corazón blanco del cielo. Restallan grietas, mares aterciopelados que caminan a su destrucción. Aristas, vidrios encrespados.
-Sí, se va a caer la casa. Esta casa, la mía, se derrumbará para siempre.
Fuera, suena un fuerte golpe.
-Ya vienen, dice la madre. Se queda quieta, expectante.
-Sí, ya vienen, dice el hombre. Se levanta. Besa la mejilla áspera y helada de la mujer, que no se marcha, pero tampoco podría hacerlo porque los ladridos, los gritos de fuera les advierten que han rodeado la casa y no hay nada que hacer.
Cuando la niña recuerde este momento, sólo verá la casa, herméticamente cerrada, girando en torno a su eje. Y una sola palabra que suena con estrépito en medio de las ruinas, de los disparos y de los muertos, que tiene la carne de sus muertos. Una palabra que abraza por igual a los dos bandos en guerra. Una palabra por la que tendrá que vivir y que recordará siempre: libertad.
Teresa Garbí
*Encuentro esta sugerente foto en internet. No sé quién es su autor.
1 comentario
Celebes -
Me parece acertadísimo, así como la reflexión que le sigue.