EL MAESTRO, LEGRÁ Y EL BUEN CELERINO
EL MAESTRO, LEGRÁ Y EL BUEN CELERINO
Hace muchos años, allá en Arteixo (A Coruña), entre el bosque y el río Bolaños, cené una noche con mis padres en casa de Celerino, que se dedica a mil menesteres, entre ellos el campo, la agricultura y el transporte con una pequeña camioneta. Recuerdo que peleaba José Legra, ‘el puma de Baracoa’. Se comía lechón o lechazo y muchas patatas fritas con pimientos morrones. Y ensalada con cebolla, que era mi debilidad: lechuga fresca, rica en agua, mezclada con aceite y vinagre oscuro de vino. Entonces yo ya no comía carne, pero aquellas patatas me supieron a gloria: Legrá ganó el título y se coronaba campeón del mundo. O revalidaba el de Europa. Ahora no lo recuerdo con exactitud. En aquellos días, el boxeo era un vínculo secreto con mi padre, Benito. Por las noches, mientras llovía sobre el mundo y se mecían los abedules de la calzada y del paseo hacia el balneario, él y yo veíamos combates de madrugada, casi a oscuras en el salón, y nos hacíamos más amigos. Nunca he hablado tanto con mi padre como durante las peleas: de estrategia, de los calzones, del miedo, del golpe por sorpresa que nace desde el fondo de un odio antiguo. A veces, si se distraía un poco, incluso me contaba alguna historia de su vida, y en ese instante inefable lo percibía como un padre, como un amigo y como un instructor.
Regreso a la cena con Celerino: de repente, no sé a santo de qué, preguntó que si tuviéramos que quedarnos en el pueblo solo con una persona de conocimiento, instruida, ¿quién sería la más importante? Él apostó por el médico; asentí en un principio, pero luego pensé un poco más y dije: “El maestro. Él sabe de todo: de medicina, del cuerpo humano, de historia, de geografía, de cuentas y, además, es como un filósofo: te enseña a comportarte. Te enseña a vivir”. Celerino me miró y pareció rectificar en voz alta: “Pues a lo mejor tiene razón el chaval. El maestro serviría para todo, hasta para los primeros auxilios por lo menos”. Mi padre dijo, a media voz, más pendiente de los golpes y la esgrima de Legrá: “Tendrá razón, tendrá. ¿Quién lo iba a decir? El maestro. ¡Y yo que solo fui seis semanas a la escuela!”
No tengo un buen recuerdo de mis años de estudiante en Lañas (A Coruña). El maestro, don Antonio, nos rompía todos los días un palo (o cada dos días, y era excepcional que le durase tanto) de cañaveral en la espalda. En la de mi hermano Luis, que era su víctima más propicia, pero también en la de cualquier otro: le daba lo mismo que tuviera trece años como mi hermano o cinco como yo. No distinguía la fragilidad. El día que vi a su hija Rosarito, la criatura más bella que había visto nunca, no entendí cómo un hombre como aquel había tenido tanta suerte con su hermosa mujer, la profesora de chicas que coleccionaba poemarios diminutos que leía en el jardín, y con aquel ángel que a todos nos enamoraba, que todos queríamos ver a cualquier hora y en cualquier lugar (en la tienda, en la misa, en la verbena, en el columpio del atardecer) aunque no supiésemos que ese anhelo era la primera forma, purísima, del deseo.
Cuando llegué a Arteixo tuve otro profesor violento e irascible, pero probablemente mejor: nos enseñaba geografía a través de los campos de fútbol, nos hablaba de los ríos y nos contaba cuentos con ellos. Era capaz de vincular los problemas de álgebra con las casas que construían nuestros padres, con las vallas del estadio local y las dimensiones del río. Y además nos leía, o nos hacía leer, historias de príncipes y criados, cuentos de la historia de España, fragmentos de Bécquer y de Rosalía y de Espronceda. Y nos dictaba versos para perfeccionar nuestra caligrafía a velocidad media. Quería lograr que escribiésemos bien, con pulcritud y elegancia, en el menor tiempo posible.
Entonces los maestros parecían dioses. Para lo peor (sus grandes palizas, su ira de los sábados al comprobar el cochambroso estado de nuestras uñas, el desdén con que te trataban si no ibas a la pasantía pagada de cinco a seis, la influencia incuestionable que ejercían sobre nuestros padres y sobre nosotros mismos) y para lo mejor. Y lo mejor era que estaban provistos de una autoridad como espiritual, casi chamánica, y que sabían de casi todo: conocían el mundo, habían viajado, habían leído mucho, tenían un apetito totalizador de sabiduría y podían corregir de inmediato a un viajante de libros que nos presentaba una enciclopedia: “Se dice barroco, no bárroco”.
Más adelante, gracias a los profesores Mario Clavell y Xosé Toba Quintáns, empecé a amar la literatura. El primero, un tanto afectado y dulcemente histriónico, leía cartas de amor y los versos del ‘Poema de Mío Cid’, que a mí me parecían música de las esferas, poesía en estado gaseoso y líquido, épica de la voz y de la lengua estremecida. No lo sé bien. Y Toba, el joven de Muxía que acababa de licenciarse en Santiago y decía que Rosalía había escrito en su localidad su novela ‘La hija del mar’, nos introdujo en el ‘boom’ latinoamericano: nos explicó como nadie a Julio Cortázar y nos enseñó a escribir cuentos. Y no solo eso: aplaudió uno de un chico de Huesca, juraría que era de Huesca y que se llamaba Rafael Oliva Ballarín, que redactó una pieza donde contaba un accidente de automóvil que se producía en el momento mismo en que por la radio anunciaban que Perico Fernández acababa de perder el título ante Sansak Muangsurin. El árbol inesperado y “la puta calor”.
En 1978 vine a Zaragoza y me hice amigo de un profesor de latín: José Antonio Enríquez, moreno y seductor, pícaro, charlatán y empedernido jugador de bingo. A él le pasé un libro de poemas en gallego, el primero que escribía, y me dijo que era lo más grande que se había escrito en esa lengua después de Rosalía de Castro. Ese libro nunca se publicó, claro, ni siquiera sé que ha sido de él. Eso sí, espoleado por su juicio -aunque ya me di cuenta de inmediato de que era muy, muy exagerado, como ha probado el tiempo-, se me ocurrió llevárselo en Vigo a un hombre al que yo consideraba un maestro: Xesús Alonso Montero, editor de Akal. Con amabilidad, el autor de ‘Informe –dramático- sobre la lengua gallega’, me dijo una frase amable: “Yo no te lo puedo publicar, pero aquí hay poeta. De la estirpe de Amado Carballo, de Lorca y de Augusto Casas. Aquí hay poeta, meu homiño, te lo puedo asegurar”.
Yo siempre he tenido un afecto reverencial a los maestros. Mostrar, seducir y transmitir son de las experiencias más hermosas que existen: es como el loco empeño de enseñar a ver, a mirar, a tocar y a oler con los ojos de la inteligencia y del corazón. Es como la generosa utopía de enseñar a soñar. Eso sí, es indispensable que el alumno se desembarace de prejuicios y se entregue: solo así, a cuerpo descubierto y sin temor al desnudo, la enseñanza es más eficaz y, probablemente, como la alegría, para toda la vida.
*Le he mandado a Víctor Juan este texto para su nuevo blog ‘Más de cien razones’. Él lo ha publicado en dos tandas en la sección de comentarios.
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Rosa Gómez -
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