GOYA O LA LIBERTAD DE PINTAR
ARTE. Francisco Calvo Serraller publica ‘Goya. Obra pictórica’ (Electa), un volumen con 250 ilustraciones de la pintura del artista de Fuendetodos, donde ofrece las claves de interpretación de su obra y lo considera un “artista único de su tiempo” asomado “al desasosegante vértigo del horror”.
Goya, la atormentada libertad de pintar
El arte de Goya sigue vivo. Por su profundidad, por su invencible halo de misterio, por la controversia que suscita. Esa es una de las conclusiones de Francisco Calvo Serraller en el volumen ‘Goya. Obra pictórica’ (Electa), donde señala que fue un artista único en su época porque en él “se junta la experiencia racionalista del ilustrado con la sentimental e imaginativa del romántico” y porque se asomó “al vértigo desasosegante del horror”. En otro lugar, señala: “Lo que vio Goya fue, desde luego, en ocasiones, terrible, pero resultó mucho más escalofriante lo que entrevió o, si se quiere, lo que supo visualmente discernir en el tropel de impresiones y vivencias con las que tuvo que enfrentarse, dando de esta manera un testimonio único, por el que se cuela el mundo contemporáneo”.
‘Goya. Obra pictórica’ es un viaje por la obra del pintor de Fuendetodos a lo largo de 250 ilustraciones y una amplia selección de cuadros, todos ellos comentados. El volumen, cuidadísimo y de impecable reproducción, se inicia con una breve introducción de Calvo Serraller. El ex director del Museo del Prado y crítico analiza la estética y la vida del pintor: desmonta el mito de la pobreza de la familia de Goya, “que no era en absoluto deprimente”, y el de “la infancia rústica y montaraz de Goya en una paupérrima aldea perdida”. Acepta, con Arturo Ansón, que el pintor vivió “una juventud alborotada” y que incluso pudo participar en “motín del pan” o “de los broqueleros”, que fue algo así como el motín de Esquilache en Zaragoza.
Recuerda que estuvo cuatro años en el taller de José Luzán, donde coincidió con Francisco Bayeu. Hacia 1766 debió trasladarse a Madrid, y en 1771 ya estaba en Italia. Calvo Serraller insiste en la importancia del ‘Cuaderno italiano’ y de las incitaciones de la pintura italiana sobre un joven artista rococó. Regresó a Zaragoza y pintó en el Pilar, el oratorio de Sobradiel y la Cartuja de Aula Dei. En 1773, casado ya con Josefina Bayeu desde dos años antes, se trasladó definitivamente a la corte. Nada fue fácil para aquel “rudo provinciano académico, sin avales académicos”, que empezó a subir en el escalafón merced a la brillantez de sus cartones, que evocaban la luz, la alegría y la vida popular. En 1779 le escribe a Martín Zapater y le dice que al rey y a los príncipes de Asturias les gusta su pintura. Desde entonces, no paró de ascender y de crecer. La estancia en 1783 en Arenas de San Pedro con el infante don Luis y su esposa Teresa de Vallabriga, recién casados, marca un momento especial: realiza retratos luminosos de un cuidado sentido íntimo, gran frescura y hondura poética.
La década siguiente está marcada por la turbulencia: su extraña enfermedad, sus amoríos con la Duquesa de Alba (Calvo Serraller recuerda que sus cuadros revelan que disfrutó de su intimidad, aunque tampoco puede precisar el grado) y el nombramiento, el 31 de octubre de 1799, de primer pintor de cámara. Esa fue una importante década de magníficas piezas. Además, proclama que cree en “la libertad en el modo de enseñanza y práctica de estilos”. Dos de los momentos decisivos de su continua transformación corresponden a la ejecución de ‘Los caprichos’ y la catástrofe de la guerra (que dio lugar a sus escalofriantes ‘pinturas negras’) y su consecuencia más dramática: el exilio.
Goya, como casi nadie, herido en el corazón y en la inteligencia, captó “lo monstruoso verosímil” y le dio forma: bella, sublime, inquietante. Este libro –que se cierra con una biografía breve y con un recuento de sus cuadros en el mundo- documenta la gran calidad de su arte, su expresividad y su sutileza, pero también el desgarro y esa capacidad de ver allá dentro, donde temblaba el fuego del espanto.
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