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Antón Castro

LA DAMA DE SHALOTT. CUENTO

 

INTERNET, EL REY ARTURO Y LA VANIDAD

Por Ángeles PRIETO BARBA. Escritora gaditana

Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más hermosa, simpática, inteligente generosa?, ¿quién luce la foto más bella, quién escribe o se expresa mejor?

 

            No revelo nada si afirmo que todos los días, varias horas, millones de personas se asoman a una pantalla de ordenador, ojo que todo lo ve o espejito mágico de obsidiana, con la esperanza de escuchar a un ente lejano pronunciar ese “tú” que tanto ansiamos. El problema es que nos responden, si acaso se molestan en atendernos y contestarnos, unos seres humanos que andan inquiriendo lo mismo que nosotros y que, al igual que nosotros, no son exactamente lo que parecen tras el espejo.

 

            Sin embargo esta cuestión, por muy novedosa que pueda parecernos, dada la vertiginosa velocidad en que se ha instalado en nuestras vidas estos medios cibernéticos, soma entrevisto en el siglo pasado por las sagaces plumas de Aldous Huxley y George Orwell, es tan antigua como el hombre y su legítimo deseo de vencer la soledad sintiéndose querido.

 

            Porque las advertencias contra los peligros de una vanidad insatisfecha, que nunca tiene bastante, fruto indudable del tiempo de ocio y de la comodidad característica de nuestro estilo de vida, fueron constantes a lo largo de la Historia, dardos de moralidad siempre dirigidos hacia unas clases sociales poderosas y adineradas, las élites de cada época, las únicas que podían adquirir ese objeto de lujo que hasta fechas muy recientes siempre fue un espejito.

 

            Aunque ocurre que al otro lado de él, además de vanidad, también buscamos satisfacer nuestros sueños, que podemos dividir en tres clases: los  que visionamos sin intervenir, como meros espectadores observando escenas que escapan a nuestro control; esos otros en los que somos protagonistas conscientes de estar volando, ser enterrados vivos o estar siendo perseguidos por un monstruo en los que debemos tomar decisiones; y finalmente, los más penosos, aquellos en los que soñamos ser amados o queridos o bien, en los que podemos conversar cariñosamente con alguien que había muerto pero está vivo en el sueño, como si todo hubiera sido un error. Y en esos casos, despertar y volver a la realidad, es la más horrible y dolorosa de las pesadillas.

 

            A veces, es muy difícil por Internet determinar donde empieza lo que llamamos “vanidad” o donde termina el legítimo deseo de saberse leído y con ello, apreciado o querido, puesto que la competición por la llamada visibilidad mediática es intensa y tantas veces, falaz. Y no podemos, en modo alguno, fiarnos de las amables palabras de elogios y alabanzas que normalmente se vierten en las conversaciones simples, corteses y educadas que nos gastamos en esos foros. Hay que atenerse a los hechos, a nuestro comportamiento real con los demás, al debe y al haber que en toda relación, también en las cibernéticas, se establece.

           

            Es por ello muy frecuente establecer relaciones frágiles de dependencia emocional, que no podrán menos que acabarse en cuanto el ábaco de las atenciones o desatenciones, entre dos personas, se descompensa notablemente hacia uno de los dos.

 

            Es entonces cuando nuestro espejito, instrumento de nuestra vanidad o engaño que utilizamos para disimular la soledad que sentimos, se raja de parte a parte.

 

            Lo que le ocurrió a la dama de Shalott, un personaje secundario y poco conocido del ciclo artúrico, si no fuera porque fue rescatado magistralmente en época victoriana. En primer lugar, con un bello poema de Alfred Tennyson que los ingleses convirtieron en balada: Lady of Shalott, y en segundo lugar, con un hermoso cuadro de John William Waterhouse, uno de los más destacados representantes del movimiento prerrafaelista, actualmente en la Tate Britain de Londres.

 

             La historia cuenta que  la dama de Shalott, Elaine, encerrada en una torre, tenía prohibido contemplar al brillante Camelot porque una maldición se abatiría sobre ella. A Elaine nadie la conocía, y nadie la había visto, tan sólo la oían cantar por las mañanas, creyéndola un hada. Pero le regalaron un espejito y vuelta de espaldas a la vida y a todo bullicio, no pudo menos que con él concentrarse y avistar Camelot y en él descubrir al hermoso Lancelot, del que se enamoró, sufriendo la maldición porque acto seguido se derrumbó la torre, ella huyó, cogió una barca y en ella se ahogó.

 

“Escucharon una tuna lastimera, implorante,

tanto en voz alta como en voz baja.

Hasta que su sangre se fue helando lentamente,

Y sus ojos se oscurecieron por completo,

Vueltos hacia las torres de Camelot;

Y es que antes de que fuera llevada por la corriente

Hacia la primera casa junto a la orilla,

Murió cantando su canción,

La Dama de Shalott”

 

            ¿Por qué miró nuestra Elaine, en qué soñaba o a qué aspiraba: conocer y participar en la gloria, pompa y circunstancias de Camelot (vanidad), o bien conseguir el amor del imposible Lanzarote?, ¿o quizá sólo la perdiera la curiosidad?, ¿o acaso no fuera más que una rebelión mental contra su mundo verdadero, encerrada y aislada de todos, habiendo por ello renunciado antes a otro ser más social y activo, ese que tuvo que dejar atrás, como la sombra temible que a determinada edad nos acompaña siempre a todos?

 

            Dentro del amplio ciclo artúrico, iniciado aproximadamente en 1136 con Geoffrey de Monmouth, Elaine será un figura tardía, asociada al cambio de costumbres impuesto a las mujeres hacia el siglo XIII, cuando se desterró del todo la amplia libertad sexual que existía antes para identificar doncellez con virginidad, convirtiéndose este requisito en necesario a la hora de tomar esposa un joven caballero.

 

            Así, no nos encontraremos con lady Elaine de Astolat  hasta que apareció en la obra “La muerte del rey Arturo” de sir Thomas Malory (1400-1471), especie de transición del romance o libro de aventuras medieval hacia la novela moderna, muy influido por el Lanzarote en prosa o Vulgata artúrica, la gran recopilación del s. XIII.

 

            Edgard Allan Poe, gran admirador de la literatura y cultura medieval, sabía perfectamente que la muerte de una mujer joven y hermosa es el recurso poético más conmovedor y efectivo para agitar nuestras conciencias. Y la  muerte de Elaine, presa de un amor imposible que nunca debió intentar, o de otra yo misma para la que no estaba capacitada, nos pone en guardia contra los peligros de las dependencias emocionales cuando éstas chocan de frente contra la realidad. Pues el primer requisito del amor verdadero es que sea posible, es que pueda hacerse realidad.

 

            Pero además había otros caballeros hermosos, gallardos e imponentes que se sentaban ante la famosa Mesa Redonda, ¿por qué Elaine elegiría al infiel Lanzarote como objeto de su amor?

 

            Pues porque con él avistamos quizá al más extraño de los personajes artúricos, el más dúctil y cambiante, el ejemplo mítico más evidente de que no sólo no somos lo que parecemos, sino que nos transformamos notablemente con el paso del tiempo como resultado de las decisiones fundamentales que hemos de ir tomando.

 

            Un personaje que se presenta en Camelot de improviso y sin ser esperado, con grandes cualidades de valor y generosidad, idénticas virtudes de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, con el añadido de la humildad, capaces de rivalizar y aún vencer, a las del mismísimo rey Arturo, pero que irá adquiriendo matices sombríos, hasta desterrar del todo sus ideales.

 

            Porque a partir del adulterio con la reina Ginebra y la traición a su más leal amigo, del que fuera servidor, Lanzarote será presa de crueles remordimientos, abandonando la orden caballeresca expresada en la utilización del arnés guerrero (compuesto de espada, escudo, lanza, yelmo, loriga y calzas de hierro), para abrazar la religión cubierto con los andrajos propios de un monje apocalíptico.

 

            Y  que por su arrepentimiento y penitencia, terminó redimiéndose tras convertirse en el padre de sir Galahad, uno de los tres caballeros que alcanzaron el Grial en parte por ser hijo de quien era y también, por mantener la castidad como enseña y voto en cada momento de su vida.

 

            Por lo tanto Lanzarote no era, ni muchísimo menos, el espléndido reflejo de virtudes que un espejo nos puede transmitir, ni Elaine pudo alcanzar aquella que soñaba ser en un claro paralelismo con Ofelia, la enamorada de Hamlet, aquella que perdiera la razón y también muriera enajenada, ahogada en sus propios sentimientos.

 

Por eso, cuando algo se nos revuelva, cuando nos encontremos mal ante nuestros sueños, toca apagar el ordenador y sus promesas intangibles de otras vidas. Porque no sólo de espejitos mágicos vive el hombre. Ni la mujer tampoco.

 

*Dos cuadros de Waterhouse: 'Eliane' y 'Lady of Shalott', y abajo un retrato del poeta Tennyson.

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