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Antón Castro

EDUARDO PAZ: VIDA Y MÚSICA

“Con el arte se debe

 ser radical

y extremista”

 

Eduardo Paz, tras pasar por La Bullonera y por la ópera y el recital de canto clásico, se inclina por la música occidental de inspiración judía y reconstruye su carrera

 

 

Paz, visto por José Miguel Marco.

 

Eduardo Paz (Alcorisa, Teruel, 1952) se ha reinventado varias veces. Ha sido cantautor, militante comunista, cantante de ópera, y ahora es profesor de música, lector apasionado y cantante de músicas de tradición occidental que disfruta con los clásicos, con el soul, con escritores como Saul Bellow, Goethe, Thomas Benrhard o Isaac Bashives Singer, un personaje que ha sido determinante para completar el envoltorio de su último disco: ‘Askhenazi’. Eduardo Paz siempre anda y desanda la madeja de sí mismo con cierta imposibilidad de abarcarse del todo: le cuesta llegar al centro de su propio volcán.

¿Qué relación tuvo con su padre, el músico Santos Paz?

Mi padre tocaba el violín, el saxofón, el clarinete, el contrabajo, la viola, el laúd, la guitarra y la bandurria, y tenía un oído absoluto. Yo soy un hijo tardano. La nuestra fue la escasa relación de dos chulos, como ha escrito Félix de Azúa en su espléndida ‘Autobiografía’. Tras su muerte, la figura de mi padre se ha ido engrandeciendo muchísimo en mi ánimo y en mi cabeza. Era un escéptico, bastante descreído, le interesaban las heterodoxias.

¿Cómo cuáles?

Cosas muy raras: la posibilidad de que Cristo naciera en Cachemira, la historia de las enfermedades venéreas en el mundo. Yo tengo una hermana mayor, Lidia, pero antes había muerto un hermano mío. Para todos los Santos yo iba al cementerio a rezar y a llorar delante de una tumba que ponía: “Aquí yace Eduardo Paz”. Volviendo a mi padre, sí creo que influyó mucho en mí porque lo recuerdo mucho tocando el violín, a Monti, a Mozart; además, cuando yo era pequeñico, él oía a Fleta. Lo oía en un pick-up que le había regalado a mi hermana Lidia un novio de Albacete. Oía a Fleta y me quedaba extasiado, con esa voz, tan poderosa, que seguramente influyó bastante en que me gustase la música soul.

¿La música soul?

Sí, no sé, por la fuerza y el temblor de la voz. Fleta me fascinaba. Mi padre me influía por contagio, por su propia pasión. Organizaba sesiones líricas en el salón parroquial de mi pueblo, yo cantaba ‘Granada’ o rancheras, y las recuerdo como una tortura inconmensurable, pero cuando acababa me sentía muy feliz. Y eso me ha seguido pasando siempre.

¿Ya sentía el miedo escénico?

Miedo escénico exactamente no, porque eso es insuperable, pero sí un punto de histeria con esa historia. Luego, estuve interno en Molina de Aragón durante cuatro años. Era un colegio interno para niños difíciles. Y yo no tengo conciencia de haber sido un niño difícil: trasto sí, inquieto.

¿Qué paso en esos cuatro años?

La adolescencia es una etapa compleja y fascinante. Sufrí bastante, pero entré en contacto con algunas personas decisivas, empecé a leer a Miguel Hernández. En una sesión de ejercicios espirituales, vino un cura de Fabara, y nos dio unas charlas que me sonaron heterodoxas y me conmocionaron muchísimo. Ese hombre me inoculó un sentido social de las cosas, le dio una dimensión diferente a mi catolicismo exacerbado.

De allí, se deduce, salió muy cambiado.

Salí con un sentido social especial. Salí tocado por la compasión, por la piedad. Tenía una necesidad perentoria física de hacer algo por los débiles. Y me encontré el Partido Comunista cuando marché a Zaragoza a estudiar Filosofía y Letras.

¿Cuándo apareció la música en su vida?

Siempre ha estado siempre presente. En Molina también cantaba: en la tuna, en algunos festivales que se organizaban en el pueblo. Cantábamos a Víctor Manuel, a Atahualpa Yupanqui, allí conocí a los Beatles, a mí me gustaba Wilson Pickett.

¿Cómo entró en contacto con Javier Maestre?

Nos habíamos conocido antes de la mili, en 1971. Javier Maestre vino a buscar un cantante al Teatro Estable de Zaragoza que dirigía Mariano Cariñena. Hice un castin con un solo candidato que era yo. Canté una canción de Paco Ibáñez, “Poderoso caballero es don Dinero”, basada en el poema de Quevedo. Entré, y con Javier, con Chusa Murría y otros empezamos a ensayar ‘Vientos del pueblo’, que fue la primera canción que yo canté con La Bullonera, un poema precioso, con una música fantástica de Javier.

Ahí empezaba todo.

Debutamos con ‘Vientos del pueblo’, que también fue nuestro primer nombre. El primer concierto que íbamos a dar como Vientos del Pueblo, en el Centro Pignatelli, lo prohibió el gobernador civil por ese nombre. Cambiamos a La Bullonera, porque pensamos en ese orificio de las cubas de vino o del fondo de los pantanos por donde sale el vino o el agua, a presión, de forma incontenible.

¿Qué tipo de grupo querían ser?

Las referencias eran la música folk. Nuestro Pequeño Mundo, Peete Seeger, pero, si le soy sincero, yo no tenía ninguna referencia. Tenía la idea de cantar a tumba abierta lo que para mí eran unas verdades en torno a la demolición del franquismo: yo soñaba con construir la sociedad comunista. Me sangraba la pobreza, el desheredado, el débil, que en cierto sentido es un sentimiento muy cristiano. Los partidos comunistas donde han dado lo mejor de sí ha sido en la clandestinidad.

Joaquín Carbonell, Eduardo Paz y José Antonio Labordeta.

 

La Bullonera tuvo mucho éxito…

Lo que realmente nos ayudó fue la visión proverbial que tuvo Javier Maestre de incorporar melodías tradicionales de Aragón con unas letras de protesta. Javier es, en el sentido anímico del grupo, el líder, el ideólogo, el alma del grupo. Yo era la voz. Antes de irme a la mili, hicimos dos conciertos en el Centro Pignatelli con un lleno absoluto. Yo era un autista en aquel tiempo. Yo era militante en el Partido Comunista, un militante clandestino de célula, miembro del comité universitario, hacía pancartas, tiraba octavillas, aconsejaba a los militantes ante un supuesto caso de tortura. Y, para mí, La Bullonera era un instrumento más.

¿Cuándo conoció a Labordeta?

En el año 1969 o 1970 un amigo mío me invitó a ir a Teruel. En una sinfonola de aquellas estaba el disco de ‘Las arcillas’. Lo oí y me quedé acojonado. No me lo podía creer. ¿Qué es esto? Y ya no volví a pensar en él hasta el Primer Encuentro de la Canción Popular en el Teatro Principal en 1973. Allí lo conocí personalmente. También cantaba con la voz a tumba abierta. De hecho quiero hacer una versión de ‘Las arcillas’.

Con La Bullonera hizo cuatro discos, y luego, ya en solitario, ‘Homenaje a Arnaudas’.

La separación con Javier fue traumática. Javier tiraba muy fuerte hacia el cantautor y yo hacia el roquero. Por otra parte, yo había contactado con el mundo del canto clásico, quería educar la voz porque hubo un momento que no sabía qué hacer con ella. No la controlaba. El ‘Homenaje a Arnaudas’ lo hice en un tiempo en que empecé a escuchar mucha música clásica y al mejor grupo folk, francés, de la historia europea en el siglo XX: Malicorne.

¿Qué le llevó a solicitar una beca de canto?

Tenía una malísima relación con mi voz y no podía soportarme. Subía al escenario y no sabía qué podía pasar conmigo. Trabajé ocho o nueve años con la profesora de canto Pilar Andrés, hice la carrera, fueron años durísimos. Así como los tres primeros años fueron un prodigio de descubrir nuevas cosas, etc., a partir de entonces fueron terribles. Me estanqué.

¿Sufrió?

Muchísimo. Tuve depresiones profundísimas, lo quiero olvidar. Pilar Andrés era una mujer con una gran sabiduría, sabía escuchar muy bien, pero tenía como un temor a que te fueras de su lado. Yo creo que mi problema con el canto clásico estriba sobre todo en una cosa: mi unilateralidad con el repertorio. Aprendí muchas óperas, pero me gustaban mucho las canciones folclóricas armonizadas por Britten, los folk song de Berio, me gustaban mucho otras cosas, y el canto clásico es tan exigente que es casi un sacerdocio. Y no tenía la aptitud. Tenía la voluntad, pero la aptitud profunda no la tenía.

Tardó en abandonar el sueño de cantar ópera, ¿no?

Acabé la carrera en Barcelona en el Conservatorio Superior de Barcelona, hice algunos cursos al final en Italia, Suiza y en Edimburgo, que fueron interesantes, pero me quedé perplejo, preguntándome: “¿Qué hago con todas estas óperas, que además no las canto tan bien?”. Empecé a buscar cosas y tuve bastante relación con Alberto Iglesias.

¿El músico de Pedro Almodóvar?

Sí. Grabé con él un tema de un disco muy bonito que se llama ‘Cautiva’, algo de lo que me siento bastante satisfecho. Hice más cosas con él, con mi cuñado Javier Navarrete, publicidad. Publiqué ‘Nomadeo’ en 1996. Siempre buscaba un agujero, no un agujero profesional sino personal, que me faltaba, un acomodo conmigo mismo que no lo encontraba. Antes hice una oposición para entrar en la Escuela Profesional de Música y Danza para llenar la nevera, que no la tenía llena y eso crea una gran insatisfacción.

¿Cómo desembocó en la música judía?

No lo sé. Recuerdo a Joaquín Díaz, que me gustaba de joven, pero esta especie de arrebato que he tenido en los últimos seis, siete u ocho años no la entiendo. En ‘Nomadeo’ ya había dos temas sefardíes y dos askhenazíes, que son los que más me gustan del disco. Y el fado de Coimbra, que me gusta mucho.

¿Cómo se ve, cómo se plantea el porvenir?

Yo no me planteo nada. Lo único que me tiene un poco quemado es la imposibilidad de llegar al fondo de las cosas. Como dicen ahora los jóvenes, estoy rallado. Cuando no es por una cosa, es por otra.

¿No será por qué usted es muy exigente?

No. Yo creo que no. Cuando uno se plantea un proyecto artístico, ahí que se puede ser radical y extremista. Soñador. En el terreno del arte se debe ser radical y extremista, en el terreno de la construcción de los sueños debemos espabilar. Ahí no le haces nada a nadie. Cuando me aparece una idea musical me gusta llevarla al extremo. Nunca lo he conseguido, seguramente porque soy incapaz. A lo mejor porque soy un vago o inconstante.

¿Qué reflexión hace sobre su último disco, entonces?

El repertorio es cojonudo, todo tiene su punto, pero habría tenido su punto y final si hubiésemos hincado el diente en el hueso. Queda bien porque Joaquín Pardinilla es un guitarrista magnífico y un músico de muchísimo talento, y Jesús Trasobares igual, y yo cumplo, con cierta solvencia, pero me falta ese golpe de más que hay que dar a las cosas para que brillen, para que resalten, para que produzcan un orgasmo. Eso no lo acabo de conseguir.

 

El amigo poeta, el mito vivo, el juglar inolvidable

 

Eduardo Paz, Labordeta y Joaquín Carbonell. (Efeeme)

Eduardo Paz había grabado en 2009 el disco ‘¡Vayatrés!’ con Joaquín Carbonell y con José Antonio Labordeta, cuya desaparición le ha agitado intensos sentimientos. “Cuando recibí el mensaje de Toño Berzal, lo que más me llamó la atención fue lo mucho que lo sentí. Fíjese que una semana antes había muerto mi madre, que había llenado mi infancia de un sinfín de cuentos. Tenía 92 años, estaba muy enferma, llevaba meses inmovilizada, y lo sentí mucho, claro, fue una amputación poderosa. Con la muerte de Labordeta me vinieron las lágrimas a los ojos. Subí corriendo a decírselo a Pilar Navarrete, mi mujer, que estaba en la ducha, con un inmenso dolor”.

Eduardo dice que Labordeta era más amigo de Carbonell, de Eloy Fernández, que él no pertenecía a su círculo más íntimo, pero que “el contacto cotidiano y estrecho de los últimos cuatro años, cuando actuamos y grabamos el disco, me había acercado mucho a él. Una semana o dos antes de su muerte, lo fuimos a ver. En un aparte Juana nos dijo lo grave que era la situación y que no sufría. Labordeta no tenía un rictus de dolor”.

Asegura el autor de ‘Askhenazí’ que no le ha sorprendido el eco social que ha tenido la muerte de Labordeta. “Sabía que era querido, admirado, que era un mito en vida. Lo más sobresaliente de su personalidad es como ese estado de inconsciencia de su importancia para la gente. Él no tenía una conciencia íntima de su importancia.  Hacíamos las pruebas de sonido y yo le decía: ‘Pero, tú, tío, ¿te das cuenta de lo famoso que eres?’. Recuerdo que en el atrio de una ermita en Cantavieja yo le decía: ‘Tú, José Antonio, no tenías que haberte hecho de la Chunta, ahora serías como la Virgen del Pilar, estarías libre del barro del mundo, eres un poeta que no te has desarrollado como poeta’. Se me quedaba mirando y me dijo: “Eduardo, que yo siempre he sido viejo”.

Eduardo toma aire y añade: “Lo más impresionante de él es el poder magnético que tenía en el escenario. Hasta el último momento, en que le fallaba el fiato, me conmocionaba. Lo veía de forma lateral, como en escorzo, cantando ‘Regresaré a la casa de mi padre’… Inolvidable”.

 

 

 

5 comentarios

jose antonio -

yo no tengo ningun tipo de amistad con Eduardo hace ya unos años vivi en Alcorisa tuve un bar al lado de casa de su tio Felipe y sus primos . Su madre ma saludaba en el bar porque yo soy navarro como su padre y Eduardo lo frecuento en varias oacasiones y me parecio educado cercanoy buena gente a partir de ahi cnocisu musica todavia la escucho y me recuerda a esos años vividos en Alcorisa .Lo de Abelardo no lo entiendo el sabra pero saber estar es importante ,un abrazo Eduardo

José Luis -

El próximo día 15 tenemos una comida de antiguos alumnos en Molina por si le interesa a alguien.
Yo también soy del curso de Eduardo Paz. No lo he visto desde sexto de bachillerato y no puedo opinar nada más que de su música que siempre me ha parecido muy buena. Me parece fuera de lugar el comentario de Abelardo.

ABELARDO -

Otra vez aquí. No debería haber utilizado la descalificación para referirme a una persona por el hecho de que tenga muy mala opinión de él y me caiga como una patada en salva sea la parte, así que pido que retiren el comentario anterior.Gracias

ABELARDO -

Eduardo Paz me parece un tipo envidioso y mediocre. Un chulito aprovechado del tres al cuarto; un estalinista al más puro estilo de Jimenez losantos

Miguel del Barrio -

Acabo de leer lo que has escrito de Eduardo y me guastaria contactar con él, soy un antiguo compañero de Molina de Aragon, que hace mucho, mucho, fuimos buenos amigos.