CALEIDOSCOPIO: CENTRO DE HISTORIA
SOÑAR Y VER O MIRAR PARA SER VISTOS
Hace casi tres décadas descubrí el mundo de los títeres y las marionetas: las piezas de García Lorca, Valle-Inclán y las farsas de Rafael Dieste, quizá mi escritor-pianista favorito, y Eduardo Blanco-Amor. Me imaginaba sus puestas en escenas, la elaboración de los personajes, esas labores tan ingratas como fascinantes con el papel, las telas, los hilos. Y soñaba con esos teatrillos que iban de aldea en aldea, de plaza en plaza, y que arracimaban a la gente con el asombro dibujado en el rostro y en la comisura de los labios. A estos dramaturgos se sumaron otros, y otras puertas a la imaginación: Lewis Carroll y los universos de Alicia, C. S. Lewis, los surrealistas e incluso aquellos franceses como Georges Perec y Raymond Queneau, del OULIPO, que hacían ejercicios de estilo con las palabras y con las historias, y que se acompañaban de otros personajes como Italo Calvino o Julio Cortázar, el enamorado del jazz, del boxeo y de la radio. No recuerdo con exactitud cuando fui consciente de la existencia de un grupo como Caleidoscopio: quizá fuese al final de los 80, tras haber frecuentado a otros compañeros suyos de viaje como Garabaita, el Teatro de Medianoche, los Titiriteros de Binéfar, etc. Los vi por primera vez en una Feria de Huesca, y luego en otros muchos lugares: en sus espectáculos callejeros, en sus funciones en la sala, incluso en fragmentos de grabaciones.
Para mí Caleidoscopio eran Roberto Barra y Azucena Gimeno. Otra pareja entre hilos y personajes que sueñan. Otros soñadores del trasmundo, de la comunicación y de las palabras con contenido y juego. Iban o volvían de Londres, de París, de estudiar los secretos del teatro. Volvían de colaborar en La Mosca o Teatro del Alba con siempre inquietante Santiago Meléndez, fascinado con el Jean Genet más oscuro y el Lorca más enigmático. Más tarde, se incorporó Vicente Martínez, que ha sido otro referente decisivo. Era él quien me contaba qué hacía el grupo, en qué regiones de la imaginación se había extraviado, hacia dónde iba a llevar sus baúles, sus ropajes, sus monstruos. O esas criaturas amables, casi naïf, que lo dan todo por un buen relato con sonrisa final.
Caleidoscopio se ha dedicado a cultivar el jardín de los sueños. Caleidoscopio quiere divertir, entretener, usas los vocablos y los gestos como un conjuro, y arma espectáculos para niños chicos y niños que podrían alcanzar los 90 años con mucho colorido, con un océano de ropajes y de misterios, con un frenesí de movimiento y de acción. Juegan con las palabras y las voces, gritan desaforadamente o acarician con sus sílabas insomnes, con sus lemas, desordenan la cabeza y el conformismo. Les hemos visto construir montajes de todos los signos: de agitación, de latido, de puro divertimento, de juegos léxicos y transgresión, de maletas repletas de osadía. Les hemos visto dialogar con algunos clásicos y con Alfred Jarry, con el ya citado Lewis Carroll y el circo inagotable de los cuentos de hadas, les hemos visto aludir a universos poéticos de cristalina pureza (el agua, Ondina, las sombras gigantescas, ciertos tonos del negro), les hemos visto desplegar un calculado choteo para todos los públicos. Caleidoscopio ha querido ser una compañía de desvelos constantes: se desvela a sí misma porque huye del anquilosamiento y de la autocomplacencia, desvela a los espectadores porque ha pensado en ellos previamente y les traza un sendero lejos del tedio, en el centro de la invención o la hilaridad. Y desvela al teatro mismo porque siempre lo refuta, lo cuestiona, lo ensancha, lo divulga con una pasión casi indesmayable. Acabo de repasar sus fotos: me gusta la sensación de trabajo artesanal que ofrecen, el clima de complicidad, esa vocación incontenible por contar y por contarse.
Caleidoscopio es una forma de mirar. Una forma de estar alerta ante las estrellas. Una apetencia de abrir cauces a la felicidad para compartirla luego. Para compartirla siempre.
*Este texto se escribió para el catálogo la exposición de ‘El Pez Dorado’ con la que Caleidoscopio celebra su primer cuarto de siglo en la escena. La muestra, diseñada por Sergio Abraín, en colaboración con Roberto Barra y Azucena Gimeno y Vicente Martínez, entre otros, está en el Centro de Historia y es realmente sugerente. Da gusto verla: es una lección de historia del teatro de títeres, de animación, del teatro basado en el lenguaje, en el mimo, en el color.
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Paco Paricio -