JESUSA VEGA ESCRIBE DEL BOSCO
La 'Mesa de los pecados capitales'
no es de El Bosco (y no pasa nada)
La autoría del pintor flamenco sólo le importa a quienes se lucran de él. El juego de las atribuciones destroza la historia y la obra de arte.
Por Jesusa VEGA. El español.com
Hace unos días nos desayunamos con la noticia de que el Bosch Research and Conservation Project (BRCP) ha decidido retirar unilateralmente la autoría a dos obras paradigmáticas del pintor flamenco: la Mesa de los pecados capitales y Las tentaciones de San Antonio. De nuevo la presencia de la historia del arte en los medios de comunicación se reducía a cuestiones de atribucionismo y, por extensión, de mercado.
Evidentemente es una disciplina cuya evolución debe ser inexistente para el gran público al que solo le llegan las cuestiones derivadas de la autoría, donde suele reinar la frivolidad, con frecuencia liderada por los museos (por ejemplo, la situación de Goya en el Museo del Prado); y los precios alcanzados en las ventas y en las salas de subastas. ¿Cómo explicar lo que está pasando ahora con El Bosco? Para ello parecen necesarias algunas consideraciones previas.
La década de los sesenta del siglo XX es referencial en el devenir europeo. La crisis de entonces es la que abrió un tiempo nuevo al estado del bienestar pero también posicionó al científico y su objeto de estudio ante sí mismo y su propia historia. En esa crisis participaron las disciplinas científicas que viven, o mejor diríamos malviven, bajo la etiqueta de humanidades. Hubo que aprender a aunar rigor y protocolo con la no existencia de una única verdad. En otras palabras, se desvanecieron los valores absolutos, se comenzó a dar voz a los silenciados y olvidados, y se problematizó tanto la multiplicidad como la validez de los discursos construidos y por construir.
Se desvanecieron los valores absolutos, se comenzó a dar voz a los silenciados y olvidados, y se problematizó tanto la multiplicidad como la validez de los discursos construidos y por construir
Como consecuencia de lo expuesto, la renovación metodológica que abrió la historia del arte hacia otras problemáticas transformaron la disciplina pero también la obra de arte. Así dejó de ser un ente autónomo cuyo criterio de apreciación era exclusivamente estético, para ser considerada un artefacto cultural resultado de prácticas, conocimientos, habilidades y usos.
En definitiva, los métodos asentados sobre la autonomía del arte también debían ser superados, entre otras razones, porque el formalismo —con sus propias reglas para significar las potencialidades estéticas de la obra—, y el criterio filológico —que clasificaba y establecía tanto filiaciones como características—, se habían convertido en fines en sí mismos y no en medios de conocimiento, hasta el punto de enarbolarse como señas de identidad del imaginario colectivo de los historiadores del arte.
CAMINAR CON EL PASADO
Se precisaban otros métodos que dieran respuesta a las nuevas demandas sociales pues, como es obvio, la ciencia y sus métodos se desarrollan y evolucionan a la par que la sociedad, y la Historia del arte no podía ser menos.
Pero es un sinsentido criticar, juzgar o imponer nuestros prejuicios y exigencias al pasado desnaturalizándole; por el contrario, tenemos que aprender a andar con el pasado para entenderle, explicarle y aprender de él. Hablando de la historia del arte, fue en el siglo XIX cuando se desarrollaran esas metodologías porque las necesitaba la sociedad pues daban respuesta al proceso de valorización de los vestigios materiales del pasado como partes integrantes de nuestra cultura.
Hablamos de nuestra memoria colectiva, de nuestro patrimonio. Para conservar y transmitir antes era preciso conocer, recuperar, proteger y guardar. Las herramientas básicas para llevar a cabo este proceso eran el inventario —registro de existencia, genera patrimonio—, y el catálogo —proceso de estudio, genera conocimiento. Estas herramientas siguen vigentes porque son enormemente valiosas. No parece necesario incidir en esto, basta recordar el servicio que presta el historiador del arte a la comunidad ante el riesgo de pérdida: en los conflictos bélicos, por ejemplo, su pericia es necesaria para salvaguardar; cierto que esa misma pericia sirve para expoliar, pero toda actividad humana es susceptible de ser perversa.
EL HISTORIADOR DE ARTE SE IMPONE
Por otro lado, también en la década de los setenta era innegable que la realidad que rodeaba a la obra de arte se había transformado. Hablamos del sistema del arte. El primero que se atrevió a poner en palabras la nueva organización fue Achille Bonito Oliva, una figura que todavía estará en la memoria de algunos por su activo papel en la irrupción y éxito de la Transvanguardia (movimiento italiano de los ochenta que sacudió la actividad artística y acabó con las ilusiones de la administración socialista de una proyección internacional del arte español).
El diseño del sistema del arte teorizado en 1972 por Bonito Oliva se puede resumir así: artista que crea, crítico que opina, galerista que expone, coleccionista que invierte, museo que concede la pátina histórica, los medios de comunicación que divulgan y público que contempla. Desde su enunciación este sistema se ha visto reajustado, entre otras razones por la pujante presencia del comisario/curador, figura donde encuentra su acomodo el historiador del arte. Éste, en su condición de ideólogo y seleccionador, ha ido ganando terreno, no siendo raro que se imponga sobre los artistas y las obras de arte.
Otro aspecto que también tenemos que considerar son los resultados derivados del estudio de la materialidad de la obra de arte, desarrollados en gran medida para garantizar la buena conservación de las mismas. Hoy estamos acostumbrados a escuchar que tal o cual pintura ha sido sometida a estudio en el laboratorio. Los procesos de análisis nos resultan familiares aunque no lleguemos a penetrar de verdad el pleno alcance de su significado: radiografía, cromatografía, expectometría, análisis, etc. Esa familiaridad tiene un principio explicativo que va más allá de la terminología.
TECNOLOGÍA DEL ARTE
El enorme avance que han supuesto estas pruebas para el diagnóstico médico —a partir de ellas se pueden emitir opiniones, a veces incluso contrapuestas—, los hacemos valer en su aplicación al arte. Esta práctica fue casi paralela en ambos campos desde un comienzo: Conrad Wilhelm Roentgen, fascinado con su descubrimiento sobre los rayos X, lo aplicó a todo tipo de materiales y, entre otros decidió en 1896 someter una pintura a sus efectos. Ese acto señala el comienzo de un campo de trabajo que no ha dejado de crecer desde entonces; hoy se ha propuesto que sea un campo de especialización dentro de la disciplina, su denominación sería “Tecnología del arte”.
En este contexto de la crisis de los sesenta-setenta, de la reformulación del sistema del arte, de los avances que habían tenido lugar en los sistemas de documentación y análisis de laboratorio y del desarrollo de las nuevas metodologías es donde debemos situar la creación del Rembrandt Research Project (RRP), antecedente del BRCP. Fue en 1968 cuando, con el patrocinio de la Asociación Holandesa para el Avance de la Investigación Científica, se creó el RRP con el objetivo de individualizar la mano del maestro y separarla de su taller. Se pretendía establecer un corpus que permitiera fijar, en términos absolutos, la autoría de Rembrandt.
Huelga decir que este empeño respondía a los intereses del sistema de las artes del siglo XX, que no tenía nada que ver con el del siglo XVII donde la relevancia del taller era la garantía del cliente, y el tamaño y capacidad de negocio reportaban la fama, es decir, el triunfo económico y social del propietario. Pero, en nuestra sociedad capitalista había que “limpiar” a Rembrandt aun a costa de actuar contra la historia. Lo importante era establecer unos criterios comparativos, unos patrones para la expertización, por los cuales se pudiera regir el mercado.
En otras palabras, establecer una única verdad que funcionara con suficientes garantías como valor a futuro. Para ello era preciso disfrazar la subjetividad que comporta todo juicio humano y, de nuevo, en un gesto anacrónico, pretendieron la quimera de dotar de objetividad al reconocimiento del producto a través del mito de la imparcialidad desapasionada del laboratorio.
REMBRANDT, IDENTIDAD Y DINERO
Lo que se pensó que ocuparía diez años se fue alargando en el tiempo, a la par que generaban una enorme polémica porque los criterios por los que se regían no resultaron ser ni tan objetivos, ni tan fiables. Treinta y tres años después uno de los responsables admitía el fracaso. Tuvieron que revocar algunas decisiones porque, según declaraciones hechas en 2002 por Van der Wetering, que acabó dirigiendo el proyecto, en el que comenzó como ayudante, habían convertido a Rembrandt en un artista que no era y habían descrito una evolución estilística que no se podía sostener.
También reconocía el peligro que comportaba dedicarse al “juego de las atribuciones” porque, al final, de lo que se estaba hablando era de sumas de dinero. Pero en mi opinión, el mayor peligro es que en medio de ese proceso lo que se pierde es la historia del arte —ni que decir tiene que aquellos que no participan de este juego que nada tiene que ver con la ciencia parece que no saben hacer su trabajo—, y, lo que es peor, la obra misma de arte.
En tiempo de El Bosco la cuestión de la autoría ni existía. El «yo» del artista es una construcción cultural del Renacimiento italiano y la figura del genio se crea en el siglo XIX. Demandar esa condición a este pasado es como pedir cuentas a los inventores de la máquina de vapor sobre la contaminación que ha traído su uso y aplicaciones. En cuanto a la obra, la Mesa de los pecados capitales sea de quien sea es un objeto excepcional, un mueble único donde podemos aprender sobre la moral y las costumbres, los hábitos de la vida cotidiana, los problemas de representación, la iconografía, el gusto…, y además sentir un enorme placer estético.
Nada de esto se pierde, devalúa o desvanece si El Bosco no la hubiera pintado, todo lo contrario ganaríamos la existencia de otro gran pintor al que, no me cabe duda, el mismísimo Bosco envidiaría por ser autor de semejante obra.
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