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Antón Castro

MIGUEL HERNÁNDEZ, EDUARDO LOZANO Y LUIS DÍEZ: DEL ARTE

Voy a Zaragoza de exposiciones. Quería volver a ver la muestra sobre Miguel Hernández (el lunes grabamos un monográfico sobre el poeta y este proyecto, y el trabajo de El Silbo Vulnerado en 2010): está atestada de gente que se interna en un universo inesperado a través de la sugerencia, de la voz de Serrat, que suena suave, de los poemas visuales de una veintena de realizadores y de la puesta en escena que han concebido Agustín Sánchez Vidal, Paco Simón, Ana Marquesán y Arantza Pérez de Mezquía.

El itinerario de la muestra es esencialmente visual, poético y alegórico: desde el mundo del joven cabrero y ‘La palmera levantina’ hasta el final, ese poema del agua y de la cárcel, al que ha puesto imágenes José Luis Garci. En el recorrido hay de todo: la exuberancia del campo, los volcanes del amor, la presencia del cine, el mundo de las publicaciones, la relación entre cine y literatura; y casi al final ese montaje estupendo del tema que da título al segundo álbum de Serrat: ‘Hijo de la luz y de la sombra’. Hay personas que terminan el recorrido y vuelven a empezar. El espacio posee magia y Serrat, para evitar la contaminación acústica, parece cantar a media voz, como si nos susurrase al oído. Entre otras cosas, merece una atención especial ese tríptico del dolor, de la muerte, de la sangre derramada de Arantxa Pérez de Mezquía, que evoca por momentos el ‘Guernica’, la pintura de Antonio Saura y el arrebato del informalismo.

De ahí me voy a la sala Luzán. Si antes me había encontrado en el Levante con Félix Romeo y Lina Vila y José María Conget (a quien acaba de morírsele su hermana), en esta muestra –‘Naturaleza’ de Eduardo Lozano- me encontré con varios amigos, entre ellos con Pedro Andreu y con el propio pintor. Pepe Cerdá dice en el catálogo: “Eduardo Lozano es un pintor (…) Eduardo es un pintor porque ama la pintura. La ama tanto cuando está pintando como cuando la ve en cuadros de otros pintores de cualquier época”. El texto acaba siendo casi un autorretrato de Pepe Cerdá o un retrato conjunto de afinidades entre Eduardo y él. La muestra tiene cuadros de grandes formatos y una serie muy unitaria de paisajes. He aquí una lección de pintura: una lección de pintura en cuanto a vigor y energía expresiva, en cuanto a materia o sustancia expandida, en cuanto a composición, en cuanto a asunto o argumento mismo del cuadro, una lección de pintura que le exige una y otra vez al espectador que busque la posición idónea para contemplar los destellos, la untuosidad, el trampantojo del óleo.

Eduardo Lozano es un pintor de gesto, un pintor apasionado, un pintor torrencial, aunque luego sabe matizar el lienzo, dotarlo de profundidad y de misterio, vaciarlo en rotundidad y color. Y logra piezas extraordinarias: intensas, rugientes como la selva, majestuosas como las montañas que capta. Eduardo Lozano, por otra parte, es un pintor lírico: un observador de la naturaleza, un andarín de los bosques y de las crestas de las montañas, un pensador del paisaje. Por ello hay que asomarse a esta muestra: es la más importante en la carrera del joven pintor, nacido en Zaragoza en 1975, que tiene una técnica incuestionable: en cierto modo, Eduardo Lozano practica una pintura de vendaval. Enérgica. Bella. Envolvente. Incontenible. Llena de cicatrices, de heridas y de sugerencias.

Y de ahí, tras adquirir un catálogo que no incluye la pieza que más me gusta de la muestra (una especie de río que viaja encajonado entre murallas o umbrías de verdor, y esto es más una adivinación que una certidumbre), me fui al Cuarto Espacio, a ver la exposición de Luis Díez. Un pintor en busca de la consolidación: un pintor un tanto fronterizo que arranca de la ilustración y del cómic y busca su confirmación en la pintura. El proyecto se titua ‘El frío y el gran pez’, y es un trabajo temático sobre ‘Moby Dick’, una novela totalizadora de Herman Melville, que es todo un tratado de la complejidad de vivir, de sentir y de morir. El libro habla de la caza de las ballenas, de la persecución obstinada, de religión, de la búsqueda de uno mismo, y es también un viaje iniciático de Ismael en el Pequod, del capitán Ahab, del lector. Además de la pintura de Luis Díez, con algunas piezas muy bonitas, la muestra concluye con una especie de instalación o de escultura que representa a la ballena blanca en el último cuarto; al lado se ven distintos cuadros iluminados.

La muestra es deudora de las inquietudes de Luis Díez. El cómic, la ilustración, la pintura narrativa, la pintura pop-art en algún momento, la pintura expresionista alemana sobre todo, pero también se percibe con qué empeño ha trabajado Luis Díez, cuánto ha puesto de sí, cómo se ha desvivido, cuánto hay de él, de su misticismo, de sus obsesiones, de su indagación. Quizá algunos cuadros resulten a veces abigarrados, como llenos de cosas y de iconografía, pero se ve siempre el pulso, el talento, la fuerza del artista. Y hay una serie de siete desnudos donde vibran la sensualidad, la magia de los cuerpos y el enigma de la luz.

1 comentario

Mariano Ibeas -

Y no te pierdas la exposición de Pilar Aguarón en el Espacio Adolfo Domínguez, en los bajos de la tienda de Puerta Cinegia.
Creo que si no conoces a la pintora, y su pintura, será una sorpresa.
Un abrazo.
Mariano Ibeas