MARCHAMALO Y CORTÁZAR SE CITAN
Lo que leyó y anotó el autor de ‘Rayuela’
[Jesús Marchamalo publica ‘Cortázar y los libros’, un viaje por los hábitos de un lector voraz que discutía con los autores, que señalaba erratas, que corregía traducciones y que recibió preciosas dedicatorias]
“Hubo un momento, hace años, en que todos queríamos ser Cortázar” dice Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) en su delicioso libro ‘Cortázar y los libros’ (Fórcola. Madrid, 2011. 108 páginas). Alude a la fascinación que ejercía este escritor moderno y audaz, que amaba el jazz y los gatos, que leía poesía y que escribía un cuento en un viaje de avión, y que iba de aquí para allá, de ciudad en ciudad, de mujer en mujer, con su cuerpo descomunal, su melancolía y sus erres arrastradas. Y con un equipaje especial: había escrito una novela como ‘Rayuela’ y era el autor de ese libro libérrimo que se titula ‘Historias de cronopios y famas’.
Julio Cortázar tenía una relación especial con los libros, que cuidaba en su casa parisina de la rue Martel. El escritor, nacido en Bruselas en 1914 y fallecido en París en 1984, acumuló muchos ejemplares de casi todo: de filosofía, de arte, catálogos y, sobre todo, de literatura. En 1993, su primera mujer Aurora Bernárdez donó su biblioteca a la Fundación March, a la que le dedicó un amplio reportaje Javier Goñi en HERALDO hace algún tiempo: entre varios miles de ejemplares, había alrededor de unos quinientos dedicados al autor de ‘Queremos tanto a Glenda’. Jesús Marchamalo –autor de ‘Las bibliotecas perdidas’ (Renacimiento, 2008), ‘44 escritores de la literatura universal’ (Siruela, 2009), ‘No hay adverbio que te venga bien’ (Eclipsados, 2009) y que ha colaborado con Isidro Ferrer- se zambulle en esa biblioteca y extrae algunas conclusiones en este volumen ideal para estos días, ideal para fetichistas y para lectores y bibliófilos de toda condición.
Por ejemplo, sabemos que Julio Florencio Cortázar empezó firmando así sus textos. Luego Florencio Cortázar, más tarde Julio Denis, que fue uno de sus seudónimos más conocidos, y que era conocido familiarmente como Cocó. Redactó una pequeña novela con nueve o diez años, y fue acusado por su propia madre de plagiaria: ella no se creía que sus textos, prosas y poemas, fueran suyos. Cocó era un lector voraz de Verne, Víctor Hugo y Edgar Allan Poe, al que traduciría impecablemente.
Marchamalo recuerda que Cortázar anotaba siempre los libros que leía. Dice: “Lo primero que llama la atención del Cortázar lector es su relación, voraz y casi nutritiva, con los libros. En buena parte de ellos ha dejado anotaciones, apostillas y notas. Señala y marca párrafos, o palabras, o con lápiz o bolígrafo –azul, o negro, o rojo-, o con rotulador en algún caso”. Cortázar polemiza con los autores, cuestiona las traducciones (él tradujo, además de Poe, ‘Memorias de Adriano’ de Marguerite Yourcenar y ‘Robinson Crusoe’ de Daniel Defoe), señala erratas, se lamenta de las de ‘Confieso que he vivido’ de Neruda o de las de ‘Paradiso’ y le pregunta a su autor: “¿Por qué tantas erratas Lezama?”.
Sin embargo, Lezama Lima y Cortázar tuvieron una relación muy entrañable como se ve en distintas dedicatorias del cubano al argentino, especialmente en esta de ‘La cantidad hechizada’. Escribe Lezama: “Para Julio Cortázar, el misterio de la amistad se iguala en ti a la alegre sorpresa de toda tu obra, a esa fiesta de la epopeya que es tu escritura, ‘la danza del intelecto entre las palabras’, según Pound. Mi admiración te puede abrazar”. El núcleo de amistades entrañables de Cortázar, y sus mujeres (además de Aurora, Ugné Karvalis y Carol Dunlop), incluye a Juan Carlos Onetti, a Octavio Paz, a Pablo Neruda y Carlos Fuentes. Rescata Marchamalo otra anécdota estupenda. Fuentes y Cortázar habían quedado citados en la casa del argentino. “Y cuando le abrió la puerta, Fuentes se dejó engañar por su aspecto adolescente, de modo que le preguntó por su papá, a lo que Cortázar, habituado a los equívocos que provocaba su aparente juventud, le respondió: ‘Adelante, mi papá soy yo’”. La otra gran amiga de Cortázar y Aurora Bernárdez era la poeta Alejandra Pizarnik, por la que tanto velaron y que acabaría suicidándose; poco antes de sumergirse en la locura le llamó “viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡oh, Julio!) de la locura y de la muerte”.
Entre otros muchos detalles, se ve que Cortázar tenía veinte libros de Borges y ninguno dedicado, que no figuraban en su biblioteca Delibes, Matute, Cela, Aldecoa, Umbral, Galdós o Pío Baroja, aunque sí Valle-Inclán, de quien se despacha a gusto al grito de: “Bodrio! Necrofilia gallega y barata!”, y más adelante: “Retórica barata, viejo”. Y como de las ‘Comedias bárbaras’ se trataba añadió: “Enorme y triste parodia, ni comedia ni bárbara”.
He aquí, como dice Javier Gomá, “un libro encantador” que nace de “este salto olímpico con tirabuzón de Marchamalo en piscina cortazariana”.
Cortázar y los libros. Jesús Marchamalo. Fórcola. Madrid, 2011. 108 páginas.
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