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Antón Castro

DIÁLOGO CON EDUARDO ARROYO

DIÁLOGO CON EDUARDO ARROYO

 

[Este lunes, en el ciclo ‘Conversaciones en la Aljafería’, Javier Lacruz, escritor, psiquiatra y coleccionista de arte, y yo conversaremos con Eduardo Arroyo: de arte, de literatura, de exilio, de boxeo y supongo que de política. Hace algunos años, Jesús Marchamalo conversó largo y tendido con Arroyo, Premio Aragón-Goya: con absoluta gentileza, me ha mandado la entrevista que cuelgo aquí. Es, como dice Rosa Montero, el hermoso cuento de una vida.]

 

ENTREVISTA CON EDUARDO ARROYO  

 

Por Jesús MARCHAMALO.

‘Cuadernos Hispanoamericanos’, febrero de 2005

 

A las cinco en punto de la tarde, como en el poema. Dos operarios trajinan en la entrada de su casa con unas alfombras. Al amplio salón, con las contraventanas entornadas, llega el eco bullicioso de la calle: motos que pasan a todo gas, camiones y cláxones de coches, el sonido lejano de una ciudad eternamente en obras, y alguna inoportuna sirena de ambulancia.  

Se sienta en el sofá, con las gafas en la mano. Una gafas con las que juguetea a lo largo de la entrevista, que apoya sobre la rodilla o que se coloca abandonadamente en la frente. Camisa de rayas con las iniciales bordadas, corbata con el nudo flojo, pantalones oscuros y unos traviesos zapatos de color rojo intenso.

Pintor y escritor nacido en Madrid en 1937, estudió periodismo y en 1958 se exilió en París, ciudad en la que vivió durante más de cuarenta años. Ha publicado tres libros: La biografía del boxeador Panamá Al Brown, Sardinas en aceite y El trío calaveras. En 1982, el Centro Georges Pompidou le dedicó una antológica, y ese mismo año le fue concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas.

 

- Comenzamos, si le parece, hablando de Argensola, la calle de su infancia, su primer universo.

- La verdad es que sí era un pequeño universo, una calle completa, ya no hay calles así, allí estaba todo: la tienda de ultramarinos, la de flores, la planchadora, la ferretería, la tienda de zapatos, bodega, la peluquería que recuerdo como un verdadero suplicio. En realidad, había dos, una arriba de la calle, y otra al lado de la farmacia de mi padre. Y luego había otra más que era la que a mí más me gustaba, en el hotel Regina. Los domingos tenía una cita con mi abuelo, él se afeitaba y se cortaba el pelo, y a mí me arreglaban. Y era un suplicio: la raya a un lado, el tupé, todo aquello, sobre todo cuando con doce o trece años ya no estabas en la edad en que te divertía que te sentaran en un sillón de peluquería que parecía un caballo. Todo eso ha desaparecido barrido por el prêt-à-porter, y ahora todo son tiendas finas de decoración y galerías de arte, lo único que sobrevive es la confitería, que ya estaba instalada en la calle antes de que mis padres llegaran a vivir en 1936.

 

- Hace unas descripciones muy literarias, creo que fue Calvo Serraller quien dijo que usted siempre se había tenido que enfrentar a esa  encrucijada entre la literatura y la pintura.

- Yo creo que no existe tal encrucijada, soy solamente un pintor, un pintor que escribe, pero un pintor. Pero sí es cierto que vivo en una ensoñación literaria, que me ha acompañado toda mi vida y que no me dejará jamás: mi biblioteca, el amor por la literatura, el amor por los libros. Y es verdad que me siento mucho más cómodo en las librerías que en los museos.

 

- Volviendo a su infancia, imagino una cierta paranoia entre el Liceo Francés, donde estudió, y esa España de los cuarenta que usted dibuja en negro, el negro de los tupés, el de las botas de los falangistas, y el de los tricornios de charol negro de la Guardia Civil.

- Y no se olvide de las sotanas, negras, ala de mosca, cuerpo de mosca. Creo que aquel colegio fue un privilegio del que no me daba cuenta en su momento. Que mi padre, del bando victorioso, un hombre tremendamente creyente, enviara a su hijo al colegio maldito, el de los perdedores, el de los refugiados, el de los judíos y los masones, es algo bastante sorprendente. Quizá su muerte, cuando yo tenía seis años, me haya hecho mixtificar todo aquello, pero me sigue emocionando el rechazo de mi padre a la victoria, y esa decisión que de algún modo me salvó, siquiera temporalmente, porque el Liceo Francés tuvo la delicadeza de echarme cuando tenía 15 años, por mala conducta. Pero sí pienso que la semilla de un colegio de este tipo, comparado con los que tuvieron que sufrir otras personas de mi generación, me ha ayudado si no a vivir, sí por lo menos a sobrevivir.

 

- ¿Qué hizo para que le echaran, por curiosidad?

- Bueno, en realidad fue una sucesión de cosas, argumentaron que no era escolarizable, y me echaron. Pero mi madre en ese momento duro de la expulsión, merecidísima, interviene en segunda opción, después de mi padre, y en vez de meterme en sitios antipáticos me mete en un colegio surrealista, muy divertido, cuyo lema era que si tú pegabas a un profesor, echaban al profesor a la calle, y conservaban al alumno, que en realidad era el que pagaba. Y eso, claro, te da una cierta fuerza.  

 

- Acaba de contarnos que su padre murió cuando usted tenía seis años, ¿Vivió una infancia marcada de algún modo por su ausencia?

- Perder al padre era entonces pecado, y en la sociedad española de la época no se soportaba la figura de la viuda, la viuda era siempre sospechosa. Es verdad que viví marcado durante mucho tiempo más por la viudez de mi madre que por mi propia orfandad, porque la viudez era la exclusión. Después he leído que en muchas sociedades y culturas primitivas se penaliza la desgracia, y algo de eso era lo que ocurría.  

 

- Se hizo periodista, hizo la mili y se marchó al exilio.

- No sé si exilio es la palabra adecuada, porque queda muy bien ahora hablar del exilio, es una cosa un tanto heroica. Yo prefiero hablar de alejamiento porque tiene menos énfasis y más sentido, al menos en mi caso. Yo pertenezco a una generación que  vivía sueños literarios, una generación que quería escribir, pero que quería irse, escapar… Nosotros leíamos a los escritores americanos que, desde Hemingway trabajaban en periódicos y nos hicimos periodistas porque en realidad queríamos ser escritores.

Entonces existía la Escuela Superior de Periodismo, un lugar surrealista lleno de locos; locos los que nos inscribíamos y locos los profesores, un lugar muy divertido y absurdo. Y con dieciséis y diecisiete años se nos asignaban prácticas en diferentes diarios, y había que ver cómo eran en aquel momento las redacciones de Pueblo, o del Arriba, todo absurdo, prehistórico. Y nada, te mandaban a llevar el café al redactor jefe, era un mundo por el que pensábamos que había que pasar para escribir. Pero en mi caso fue más fuerte el deseo de irme que el deseo de escribir, realmente no se podía vivir en esa España insoportable, aburrida, negra, idiota, zafia, vulgar…Y me fui.  

 

-  París, 1958, ¿qué recuerda de la ciudad?

- Recuerdo una gran sorpresa, una gran curiosidad, mucha retórica, fantasía, un poco de estupidez, de ingenuidad… Sobre todo en aquella época en que había pasado muy poco tiempo de la liberación de París, de la Segunda Guerra Mundial. Era un país todavía de acogida, donde se vivía una cierta tolerancia, se respiraba mucha libertad, no tiene nada que ver con el París de hoy, una ciudad tremendamente hostil y difícil. No envidio a ningún joven que vaya ahora a París, pero entonces era una ciudad acogedora, generosa. Y luego estaban los personajes que estaban allí, con los que también había una relación de complicidad.

 

- ¿Habla de Giacometti, y De Chirico?

- A De Chirico le conocí más tarde, en Roma, pero sí, por allí estaban Calder, y Giacometti, a quien veía casi todas las noches en el Dôme, donde uno podía comer con él y nunca se sabía quien pagaba. Tenía una relación muy simpática conmigo porque le gustaban los españoles, yo creo que todavía tenía vivo el mito de la Guerra Civil.

 

- Nunca les contó que pintaba.

- No, en aquella época era difícil ser artista, estaba en cierto modo mal visto hasta por nosotros mismos. Era una profesión como de mal gusto, así que era preferible no decir nada.

 

- Y se hizo pintor casi de la noche a la mañana.

-  Hubo un cúmulo de coincidencias afortunadas, la suerte de cara. Fue muy sorprendente cómo ocurrió todo, nunca había puesto los pies en una escuela de arte, no tenía ese pasado que tenían todos los artistas que habían hecho Bellas Artes y que ya tenían obra. Yo empecé a pintar y mis cuadros empezaron a funcionar tanto en la crítica, que entonces era importante, no como ahora, y también en las ventas. Y a partir de ese momento me di cuenta de que, de la noche a la mañana, me había convertido en un pintor que vivía de su pintura. Fue bastante sorprendente, sí.  

 

- ¿Es fácil para un pintor habituarse a tener que desprenderse de todos sus cuadros, no hay un cierto desgarro?

- Ah, no, yo no he tenido nunca ese problema, afortunadamente. Lo que yo hago me interesa únicamente cuando lo estoy pintando, después ya no me pertenece. En esta casa no hay ni un solo cuadro mío, ni en ninguna de las casas en las que he vivido. Yo no vivo con mis cuadros, sino con los cuadros de los demás. Cuando los termino, los firmo y los vuelvo contra la pared. Y cuando presto un cuadro para museos o exposiciones, alguno de esos invendidos que tiene cualquier pintor de buena educación, y vuelven embalados, no les quito nunca el papel. Estoy completamente seguro de que me voy a morir sin ver cuadros que están embalados y contra la pared en mi estudio desde hace años. No tengo ningún apego por ellos, tienen sentido para mí sólo mientras los estoy pintando.

 

- Se confiesa un asiduo visitante de cementerios, le interesan los escritores muertos, las lápidas…

- Tengo mucho interés por la desaparición, la cancelación, las lápidas, los monumentos funerarios, todo eso me interesa mucho. Es algo que no tiene mucho mérito, soy supersticioso y he comprendido lo inteligentes que son los mexicanos que se comen los muertos de mazapán, y convierten el día de los difuntos en una fiesta. De algún modo, hablar de la muerte es conjurarla. Yo he hecho bastantes vanitas, y algunas las he regalado a mis amigos, y esa idea de la cosa un poco tétrica, que a mí me divierte mucho, la calavera y la vela, siempre me ha producido cierto regocijo.

 

- ¿Y la ceguera, creo que también es otra de sus grandes obsesiones?

- Los artistas, es lógico, tienen siempre miedo a la ceguera y a la mutilación. Pero yo procuro no pensar nunca en ello, es algo que no me quita el sueño.

 

- ¿Y qué se lo quita?

- Los lunes por la mañana, la angustia del lunes por la mañana, es una catástrofe. Tiene que ver, yo creo, con  el colegio: levantarse todos los días a la misma hora, hacer los deberes… Pintar es igual.

 

- Me he fijado en los títulos de sus cuadros; “El final trágico de Marcel Duchamp”; “Retrato de Lenin en 1968 con una chaqueta de un solo botón”; “Hay una cierta diferencia entre las tonsuras de la columna de la izquierda y las de la derecha”. Parece que tienen gran importancia para su pintura.

- Mi pintura ha sido siempre literaria, podríamos decir, anecdótica, que es una de las peores cosas que se pueden decir de la pintura de alguien. Los gurús siempre han criticado todo lo que no fuera pintura, de modo que la abstracción sería la gran pintura, podríamos decir. Pero a mí me gusta reivindicar esa parte antipática del oficio, la de contar historias. Y respecto a los títulos es algo en lo que pienso desde que empiezo un cuadro, hay veces que incluso empiezo un cuadro por el título que siempre tiene que ver con la pequeña historia, el relato que hay en él.

 

- Hay un cuadro suyo de 1970, “Diferentes tipos de bigote reaccionario español”, con el que se organizó un considerable escándalo cuando lo adquirió el Museo Municipal de Madrid.

- Fue el típico escándalo provinciano, donde el protagonista fue, en la oposición a Tierno Galván, un personaje que desgraciadamente sufriríamos después como alcalde, un personaje miserable y detestable que es Álvarez del Manzano. El pobre se puso pesado, él además que no tenía bigote de la División Azul, se hizo solidario con los bigotes de la División Azul. Me da igual. Es un cuadro que forma parte de una serie que se llamaba “25 años de paz”, y acompañaba a otros que están dispersos en colecciones, en museos, en diferentes sitios, y en los que intenté reflejar aquella época.   

 

- No es el único escándalo en que se ha visto envuelto.

- Los escándalos me producen una profunda indiferencia. No hay nada más patético que organizar escándalos, el fabricante de escándalos es un personaje lamentable. Cuando ves al pobre Arrabal intentando provocar y ves que nadie le toma en serio es realmente patético. Sí es verdad que me he visto envuelto en treinta mil ensaladas, algunas bastante violentas, pero nunca lo he buscado, no me acuerdo de haber hecho una provocación en mi vida de una manera premeditada, tal vez uno hace o dice cosas que a veces provocan escozores, pero nunca los busco.

 

- Muchas veces me he preguntado por lo que pasa por la cabeza de un pintor cuando se reencuentra con alguno de sus cuadros.

- Hay varias sensaciones, a veces una cierta curiosidad cuando hace veinte o treinta años que no ves un cuadro. Hace unos meses se inauguró una exposición en Segovia donde se exponían unos cuadros míos que venían de Berlín, y otro de una colección belga que no veía desde hace tiempo, y me sorprendí metiendo la nariz para ver cómo estaba pintado. Pero es una curiosidad que inmediatamente se transmuta en una sensación ligeramente angustiosa porque te fijas en las carencias. Por eso digo que son desaconsejables demasiadas retrospectivas porque son vengadoras. Cuando uno recuerda lo que ha pintado, en realidad lo disfraza, pero ante el cuadro se da cuenta de las carencias, aunque también se da cuenta de que cuanto más viejo es el cuadro, más indulgente es la gente y dice: claro, es que esto lo pintó en el año sesenta… En la historia del arte se dice que cuando el pintor no sabe pintar unas manos, pone delante un florero, y suele ocurrir que cuando ves tus cuadros te fijas sobre todo en los floreros.

 

- ¿Y las moscas? Creo que tienen una cierta atracción por su pintura, hasta el punto de que a veces se quedan pegadas al óleo.

- Si, es curioso, tal vez sea la misma pintura al óleo, o el aceite de lino. Pero sí, se ha convertido en una situación bastante familiar. Vivo bastante con las moscas, he vivido toda mi infancia porque en casa de mi bisabuela había mucho ganado, y muchas moscas. Pero es verdad que la mosca me interesa mucho, y de la misma manera que persigo textos en torno a los cementerios y la muerte, persigo también textos sobre moscas.

 

- En algún libro he visto reproducido su pasaporte parisino, de un deprimente color gris, creo que con rayas verdes

- Eran negras, las bandas, y sí, era un pasaporte un poco triste, de refugiado político, bastante preciado porque te permitía ir a todo el mundo, incluso a Mongolia Exterior. De hecho, era un pasaporte que me permitía ir a cualquier lugar del mundo con excepción de España. Pero tenías esa satisfacción de levantarte por la mañana y poder ir libremente a Mongolia.

 

- Incluso los lunes.

- Sí, a veces no estaría mal irse los lunes a Mongolia Exterior para vencer un poco esa frontera insalvable… Últimamente estoy leyendo cosas que no me ayudan mucho a sobrevivir a mis lunes, los diarios de John Cheever, por ejemplo, fantásticos, aunque tremendamente melancólicos, así que la tristeza se instala de una manera tal que estoy deseando terminar porque mi melancolía natural se va a hacer crónica.  

 

- Los toreros como tú nunca atraviesan la calle corriendo. Es algo que le dijo, creo, a Ortega Cano.

- En realidad, se lo escribí. Lo que le dije a Ortega Cano en los burladeros de la Feria de Nimes, y que no le gustó nada, es que se vestía fatal, con unos colores horribles, apastelados, color rosa pompón, verde manzana… Era un momento en que me interesaba muchísimo Ortega Cano porque pasaba de ser ese torero valiente, terriblemente valiente, que toreaba lo que le echaran, a ser una auténtica figura del toreo. Y yo le aconsejaba que no pusiera más banderillas, que no lo necesitaba porque ya se había convertido en un maestro, y que se vistiera mejor. Y aquello no le gustó nada, y lo comprendo porque es un poco estúpido decirle a un torero antes de la corrida que va mal vestido.

 

- Se dice que su problema es que es un afrancesado, dicen que en el fondo usted es un parisino, ¿es un piropo, una lacra?

- Yo creo que lo segundo. Lo que sí es cierto es que cuando te has pasado más de cuarenta años viviendo fuera de España, te conviertes en una persona, no sé si parisino o no, pero sí un poco particular. Porque el aprendizaje de España es duro, sobre todo si es tardío. Es como querer aprender el ruso siendo mayor, o alemán, así que al final eres una persona singular, sobre todo por las carencias.

 

- Me resultó divertida aquella anécdota en la entrega del Premio Nacional de Artes Plásticas, cuando el ministro Solana lo llamó al estrado por su verdadero nombre: Eduardo Juan González Rodríguez…

- Si, fue muy divertido… Yo siempre he querido tener muchos nombres, con ése, por ejemplo, entraba en España durante el franquismo: Eduardo González, periodista, que era alguien que no tenía nada que ver con Eduardo Arroyo, pintor. Siempre he querido tener muchos nombres para combatir la violencia de la Administración, sea cual sea. Hay que ponérselo difícil al recaudador de impuestos, al policía, al representante de esta sociedad cada vez más lamentable y más aburrida. Ahora ya no lo practico, porque ya no me lo permitirían, pero sí es cierto que he practicado mucho ese juego de nombres que en un cierto sentido me ha sido bastante útil. El problema es que, al final, siempre se descubre.

 

- Definitivamente, en lo que no me lo imagino es en el boxeo… 

- Pues se equivoca. En realidad, es lo que más me interesa, el boxeo para mí es más bien un sueño, y como todos los sueños es inexistente. El boxeo, gracias a toda la estupidez, el conformismo, el miedo, lo políticamente correcto, se ha convertido en una entelequia, el boxeo no existe. Existe únicamente en mí, al menos mi modo de sentirlo. Yo duermo en una biblioteca pugilística, y duermo en una ensoñación de puños, duermo en unas batallas campales de guantes y puños y es algo que no me interesa más que a mí. Sigo escribiendo, sigo pensando y soñando. El otro día estuve en un combate hasta las tres de la mañana, es una locura, pero una locura que no quiero abandonar. Es algo que está muerto y que está solamente en mí, y que ya no puedo compartir con nadie.

 

- Ahora que ha llegado Zapatero al gobierno, va Aznar y dice que usted es su pintor favorito. Hay quien dice que fue un regalo envenenado.

- Pues no, en realidad no, porque yo tengo un enorme respeto por una persona que ha sido elegida en las urnas, y si esa persona dice que le gusta mi trabajo, lo que produjo cierto sarcasmo entre amigos míos y sobre todo enemigos, pues me parece muy bien. Y no veo por qué no puede interesarle la pintura a un presidente de Gobierno de derechas y por qué únicamente debe estar entusiasmado por los escritores aburridos como Saramago, por ejemplo.

 

-  Creo que se pregunta a menudo por los cuadros que le quedan por pintar.

- No sé, la vida pasa y esto es una banalidad más de las que he dicho. Lo que te interesa te angustia, lo que quieres hacer se te escapa, y cada vez es todo más complicado. Cada vez piensas más a menudo en cuánto te queda, cuántos cuadros vas a pintar. Porque siempre he defendido con mucho tesón que me gustaría que se me juzgara por la obra completa, desde el primer cuadro hasta el último, por todo, en su conjunto, y no sólo a mí sino a todo el mundo. Pero siempre llega alguien que dice que la primera obra de uno es la mejor, que la última época de Picasso era una porquería, que De Chirico no pintó nada desde 1950. Hay que perder la esperanza, por eso lo que verdaderamente me interesa hoy es saber si soy capaz de pintar un cuadro o no, y por eso vivo esa angustia de lunes, porque quiero pintarlo, perseguir esa idea, que seguramente me va a llevar hasta el final.

 

- Pues si es verdad que tiene que dejar de leer a Cheever…

- Sí (se ríe), tengo que dejar de leer a varios.

 

        

         Y acto seguido nos sumergimos, ya en son de paz, en ese universo de libros y puños, sueños de golpes enguantados y fotos dedicadas de boxeadores que miran, los ojos cristalinos, desde las paredes.

 

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