PILAR BURGES: RETRATO DE ARTISTA
Visité a Pilar Burges dos veces poco antes de su muerte. En su estudio, entre sus retratos y alacenas de antaño, la estufa y varias bombonas. Vivía ante la plaza de España: el sol entraba por la ventana con un centelleo de vitalidad. Fatigada y malherida, aún mantenía algunas de sus obsesiones: leía la prensa, anotaba frases y aforismos a lápiz que colgaba en las paredes o dejaba bajo los objetos de cerámica, repasaba su obra literaria (soñaba con escribir teatro de nuevo) y le daba vueltas a los folios de su tesis doctoral sobre el proceso creador en las Bellas Artes. Pilar Burges se sabía tocada por la guadaña del adiós inexorable y estaba pendiente de una operación. Durante más de cuatro horas, en dos días consecutivos, recordó para 'Heraldo domingo' a su padre, fundador del Iberia, sus encuentros iniciales con artistas como Bayo Marín y Joaquina Zamora, evocó a Marín Bagüés, aquel solitario que pintaba a una amante secreta o ideal, y le dio una peseta para que la arrojara por él en la fontana de Trevi. Recordó sus días en Barcelona, algún que otro amor entrevisto, el aprendizaje del arte mural, y recorrió los días de Roma y de París, cuando iba a ver a Marcel Marceau. A su regreso, iluminada por el arrebato de Goya, realizó su obra: variada, intensa, expresionista. Escribió, soñó, fue una rebelde, vendió cuadros, y usó un lema: “No hay otra virtud que ser valiente”. A los pocos días de aquel ejercicio de desnudez rechazó una antológica en Cajalón: “Ni mi corazón ni mi enfermedad lo resistirían ahora”, dijo. Extinta ya, Pilar Burges regresa en sombra y sueño a la Casa de los Morlanes, en un proyecto de Jesús Pedro Lorente y Rafael Ordóñez. Tampoco ahora debemos dejarla sola.
*Esta artículo apareció ayer en mi sección 'Cuentos de domingo' de Heraldo. En la foto, una de las obras más modernas de Pilar Burges.
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