Blogia
Antón Castro

ALDO BAHAMONDE, EN ZARAGOZA

ALDO BAHAMONDE, EN ZARAGOZA

 

[Este martes, 12 de junio, en la calle Canfranc 22, en la sala de Exposiciones de  Bantierra, se inaugura la exposición de Aldo Bahamonde, un artista nacido en Santiago de Chile y afincado en España. Por invitación de Carlos Buil y Ricardo Marco he escrito en el catálogo.]

 

 

PINTURA Y TIEMPO DE LA OTRA REALIDAD

 

Antón CASTRO

 

Desconozco si a Aldo Bahamonde le interesa el teatro y el mundo de Anton Chejov. Y sospecho que sí porque en su pintura hay muchos títeres y actores y una idea plástica de representación. Ambos ponen en práctica algo muy particular: en sus cuentos y en sus cuadros están lo que se ve y una suerte de iceberg que se mete hacia el fondo, pero que late y que se ensancha en nuestro cerebro y estremece nuestra piel. Aldo Bahamonde es un pintor de lo visible y de lo invisible: de lo que vemos todos, de lo que ve solo él y del presentimiento, de lo que adivina. Es el pintor del matiz extremo, de la transparencia, de la soledad sonora, del silencio. Dice: “Vivo el realismo, pienso en realista”. Y ahí hay una poética de artista seguro de sí mismo, confiado en el despliegue de su mundo, un creador que se derrama, en color y sueño, con contención y con lentitud.

Medio en serio, medio en broma, Aldo Bahamonde ha dicho que es tan lento que hasta él se aburre ante sus cuadros o sus dibujos. En realidad, quiere decir que como otros maestros del realismo –Muñoz Vera, Antonio López, Cristóbal Toral, los pintores del siglo XIX como Pradilla, Fortuny...- la suya es una pintura que se hace con pinceladas de tiempo, con intensidad y pasión a lo largo del espasmo de los días, y que esa actitud y esa certeza están presentes en su lenguaje.

Aldo Bahamonde hace pintura en el tiempo y pintura de su tiempo. Pintura de su entorno, de las pequeñas cosas, de los gestos cotidianos, de las peripecias familiares o escolares, de los hallazgos. Hallazgos de luz y contraluz, de un espacio, de un rostro, de un desnudo que se atreve a mostrarse sin perder del todo el pudor. La suya es una pintura que busca el equilibrio del color, la armonía de la composición, el diálogo de los elementos, una elegancia constante y sin afectación. Es una pintura natural de alguien que sabe mirar y que extirpa de cuanto mira un relato, un estado de ánimo, los matices convulsos, la calma inefable.

Hay otro detalle esencial que define a este artista, que ha vivido en Tenerife y vive en Madrid y que ha colaborado con el cineasta Miguel Littin: es un pintor con historia. O, digámoslo de otro modo: es un pintor con antepasados. Dialoga constantemente con los clásicos, desde Botticelli a Velázquez y Sánchez Cotán, desde Francisco de Goya, uno de los artistas esenciales de su vida, a Egon Schiele, Paul Klee, Piet Mondrian y Giorgio Morandi. Todos ellos están en su memoria visual y aparecen de forma natural en sus cuadros, quizá porque Aldo Bahamonde es un pintor de muchos géneros, de continuas aventuras, de búsqueda y refutación. De ahí también que el término fidelidad encaje bien con su obra: fidelidad a lo que observa, a lo que sueña, a cuanto arrastra y ha asimilado. Fidelidad a sí mismo: su pintura y sus dibujos son su mejor autorretrato. Tan precisos como el autorretrato que figura en la muestra.

Aldo practica y ha practicado todos los géneros: el retrato, el desnudo, el bodegón, el paisaje, la estampa urbana. Y en cada uno de ellos, en cada una de las obras que realiza, está su personalidad: pasional, emotiva, pero también pausada, introspectiva, sensual y narrativa. Aldo Bahamonde es un pintor pintor y un pintor narrativo. Un pintor que disfruta con el pincel, con el óleo, con la materia, con la untuosidad, con las texturas, con el impacto cromático, con el desarrollo del concepto estético. Y es un narrador: en sus obras hay un relato, una atmósfera, un universo de matices y de gestos. Se percibe cuando hace desnudo: mira. Mira. Busca. Goza. Y busca la conmoción del mejor daguerrotipo. A veces puede prescindir de la cara, como prescinde del cuerpo para entregarnos solo los zapatos. Es su homenaje a la carne, a la piel, a luz palpitante, a la potencia del desnudo que se exhibe. Las mujeres se atreven a mirar al artista y al espectador -lo hace Eva, desnuda o ante el espejo-, y lo hacen con esa suavidad de quien se muestra tal como es, pero también con el sosiego dulce de un animal tranquilo que es sorprendido en su intimidad. El ojo se estremece y se enamora.

Eva ante el espejo.

Aldo también presenta en esta muestra su serie de bodegones. Los expertos hablan de Velázquez, de Sánchez Cotán, etc. Los tiene en la cabeza, como tiene a los artistas flamencos. Pero a sus temas –la huerta, las calabazas, las cebollas, el tomate, las granadas...- les aplica su mirada personal: la artesanía de su invención, la constancia de su observación detallista. Logra piezas que hacen pensar en Morandi y en su intensidad y en su afán invencible. El pintor pinta y pinta obsesivamente hasta encontrar la pureza cristalina, una perfección remansada que tiene el aliento del mar, el temblor de la vida. Un ejemplo perfecto son sus bodegones de velas y de cristales. Qué concisión, qué belleza, qué claridad de composición. Sugiere Inma Chacón que la pintura de Aldo Bahamonde posee una música oculta que, una vez revelada, invita a bailar. Aquí la música es callada, mística, como si se hubiera evadido del ‘Cántico espiritual’ de San Juan de la Cruz. Querría llamar la atención sobre los bodegones de la granada o de la cebolla, este tan original, tan próximo a la libertad visual y cromática de Klee. Es como si el pintor se desmelenase hacia un arte que orilla la abstracción, algo que sucede también en el tratamiento de los fondos de algunos desnudos. Ahí Aldo se acerca en la pintura abstracta, pero también a la forma geométrica, muy meditada, a la manera de Mondrian.

Morfeo.

Aldo Bahamonde es un pintor onírico. Un pintor de relatos oníricos, y eso se percibe especialmente en dos piezas: ‘Interior’ y ‘Morfeo’. ‘Interior’ es un ejemplo perfecto de su pintura y de la tensión con que elabora el clima, el contraluz, el aura de trascendencia, el anhelo de fijar una imagen para siempre. Y ‘Morfeo’ es un cuadro sobre el sueño y los ángeles, sobre el mito, pero también es una pieza que contiene el ardor y el hielo, la realidad y el espejismo, la fragilidad de una luz lunar y la calidez del crepúsculo, el poder de la mirada y la exactitud del encuadre, la precisión inefable de la belleza.

Si hay una obra que define a Aldo Bahamonde y la medida de su ambición es ‘El entierro’, inspirada en la muerte de su padre, de origen gallego. En él, el artista dialoga con los cuadros de Historia y con la pintura narrativa del siglo XIX. Es un cuadro sobre el abatimiento y el dolor, sobre la melancolía y el recuerdo, es una elegía interpretada por diez personas que miran el féretro: algunos están como ausentes, otros tristes sin más, otros parecen decir: “No somos nada”. Son, como ha dicho el pintor, “diez personajes con frío, de pie ante la tierra y a la intemperie”. ‘El entierro’ es una obra cumbre de un pintor que va más allá del realismo. Mucho más lejos. Como Chejov. Detrás de lo obvio, tan elaborado, está la detonación: la llamarada del espíritu, de la emoción y de los sentidos. La realidad solo es la primera puerta de acceso al misterio, la otra realidad.

 

1 comentario

jose romero -

Interesnte la exposicion en la Casa de Vacas del Retiro