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Antón Castro

ISIDRO FERRER EN LA ALJAFERÍA

ISIDRO FERRER EN LA ALJAFERÍA

[Isidro Ferrer es un artista en estado de gracia. Artista, diseñador, ilustrador, agitador de conciencia, un poeta de la imagen y un amanuense de diversas suertes. Ahora expone en el Palacio de la Aljafería (qué lástima que hayan prescindido de la capilla de San Martín: era un lugar maravilloso y acogedor) la muestra ‘Plantar cara’, una selección de sus carteles: carteles que parecen vivos y que han sido realizados en forma de rostro. Uno de mis escritores más queridos, y más invisibles también, Adolfo Ayuso, le ha escrito este texto. Fernando Sanmartín, responsable y animador del proyecto, me ha mandado el material.]

 

 

Foto de Vicente Almazán.

 

 

PLANTAR CARA

 

 

Por Adolfo AYUSO ROYO

 

Desde que conocí su obra, Isidro Ferrer (Madrid, 1963) me ha parecido un escultor de humo. Esta curiosa especie la conocí en los años que yo aprendía a leer en casa de mis abuelos a través del escritor más feo y católico del mundo, el italiano Giovanni Papini. El arte volátil produ­ce perturbación. También perturbó a Gog, aquel hombre rico y desalmado, protagonista y título de aquella novela, cuando visita a Matiegka, un artista imposible cuya obra solo dura lo que el humo tarda en dispersarse: “¡Mire! ¡Deprisa! ¡Im­prima la forma en su memoria! ¡Dentro de pocos segundos la estatua se desvanecerá como una melodía que acaba!”. En la larga polémica que tras la revolución soviética mantuvieron los teó­ricos del arte sobre la creación, la propiedad de lo creado y el comercio que se creó, el triunfo moral lo consiguieron los cartelistas, pero para mí, lo más excelso serían ya por siempre los es­cultores de humo.  

Tiene también Isidro un componente de artista de varietés. Varía de ilustrar en potentes editoriales a editoriales menores, a veces mi­núsculas, como la valenciana Mediavaca. Dise­ña para grandes marcas de coches o para las portadas de revistas ínfimas como Attonitus o La Expedición. Le gusta disfrazarse y lo hace tras enormes embudos o sonrientes cajas de cartón. Tiene mucho pelo en los brazos, por eso lo descubro cuando se fotografía enmascarado. Quizá aprendió a transformarse en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza (1982-1985), donde dio rienda suelta a la puesta en escena de sí mismo. Estudió mimo y pantomima en la Es­cuela Lecoq de París. Tras girar con varias com­pañías, su camino se centrará en la ilustración y el diseño. Aprendió los rudimentos de la diagra­mación y la tipografía en los talleres de Heraldo de Aragón (1988) y luego aprendió todo lo demás en el estudio barcelonés de su maestro y amigo Peret (1989).  

Si en algo coinciden los analistas de la obra de Ferrer es que posee cierto carácter má­gico que trasciende y pervierte la aparente in­genuidad. Los objetos, las líneas y la tipografía se cruzan en el aire como si fueran trapecistas. Mundos de magia y circo que también subyuga­ron al poeta catalán Joan Brossa que, si pudiera escapar del sagrado panteón donde lo han ente­rrado, acudiría a uno de los muchos cursos que Isidro Ferrer imparte por todo el mundo para dis­frutar como el niño sabio y alborotador que fue.

Su obra también se puede leer en muchos libros. Y digo leer, y no solo ver, porque el traba­jo visual de Isidro Ferrer siempre posee una o varias lecturas. Trasciende la estética pura a la que muchos grafistas actuales nos tienen acos­tumbrados. Se puede leer, se puede interpretar e incluso representar. Muchos de esos libros han contado con la rebeldía literaria y vital de su amigo Carlos Grasa. Desde aquella primera obra para títeres de Yo me lo guiso, yo me lo como (Za­ragoza,1995), dedicada al titiritero argentino Ja­vier Villafañe (Premio Laus de Ilustración), hasta Una casa para el abuelo (París, 2001), donde se tocaba en una publicación infantil el tema de la muerte, lo que ocasionó una larga resistencia de las editoriales españolas a su publicación. Pese a todo recibió el Premio Nacional de Ilustración Infantil y Juvenil en 2006. Y muchos más, como Exilios (París, 1999) o Vladimir & Estragón (Za­ragoza, 2010). También son notables los libros publicados con extractos de sus cuadernos de viaje, diarios visuales que reflejan su particular visión del mundo y laberinto inspirador de algu­nos de sus diseños más relevantes. Destacamos entre ellos la Galería Legítima (Xordica, 2005), epilogado por Félix Romeo, vislumbrando un interesante viaje por los diarios de escritores, y Open every day (Estudio Versus, 2009), un íntimo y sensacional recorrido por Nueva York.

Isidro Ferrer planta cara a muchas cosas. Cuando recibió el Premio Nacional de Diseño 2002 recitó ante el Rey un poema antibelicista de Gloria Fuertes. Y el Rey aplaudió. Aunque ni aquellos aplausos ni aquel poema pudieran evi­tar la guerra de Irak, que comenzó solo unos días después.

En esta exposición planta cara a la pro­gramación del Centro Dramático Nacional para la temporada 2011-2012, la última y quizá la más brillante del período bajo la dirección de Gerardo Vera, la persona que desde la temporada 2006-2007 confía a Isidro Ferrer la imagen y el carte­lismo del CDN.

Muchos años antes ya había diseñado Isidro carteles para eventos teatrales más mo­destos, como las Muestras de Teatro Universi­tario o los Festivales Internacionales de Títeres y Marionetas de Zaragoza. El encargo del CDN llena de gozo al diseñador, que buceará en cada espectáculo propuesto, buscando también para cada temporada una línea de esencia y continui­dad. Con la colaboración de Nicolás Sánchez y Sean Mackaoui, afronta cinco temporadas, en­cargándose su amigo Peret de la de 2010-2011.

En las anteriores, Isidro cultiva sobre todo las transformaciones, algunas de las cuales se ex­pusieron bajo el título No es esto en el Monas­terio Nuevo de San Juan de la Peña (2008): sie­rras que se convierten en escaleras de peldaños amenazadores (Sí, pero no lo soy, de Alfredo Sanzol), muletas que son un kalashnikov (Ante la jubilación, de mi admirado Thomas Bernhard) o fonendoscopios cuya membrana se transmuta en mantis (Idaho y Utah, de Albert Espinosa). Un cartel que reza y pica.

En la que se expone en La Aljafería, Isidro Ferrer pone cara a cada una de las obras que se van a representar. Caras palestinas, calavéricas, cunícolas o que lloran tiras de periódico con las peores noticias del mundo. Primero materializa y luego desmaterializa. Junta briznas, clavos, huesos, cortezas, clips, telas, tipos de imprenta, huecos de yeso, saetas de reloj, hojas de fres­no. Manufactura en su mesa de trabajo. Recorta, pega, clava. Materializa un rostro. Luego lo fo­tografía. Lo desmaterializa. Lo convierte en im­palpable, en magma de bits. Retoca estructuras virtuales que acabarán viviendo en la web del Centro Dramático Nacional, en un programa de papel que manosea el espectador de Luces de bohemia o en un cartel que la humedad y el vien­to acabarán despegando del mobiliario urbano. Estructuras todas muy frágiles, casi de humo.

Con humo ha levantado Isidro Ferrer una obra muy sólida, que sugiere, inspira y que hasta es copiada con descaro o ingenuidad. “Pobres de los diseñadores que solo aprenden de los di­señadores”, dijo Felipe Hernández Cava −histo­rietista que fundó el grupo El Cubri en 1970−, en el catálogo que describía una importante expo­sición de su obra más temprana (Huesca, 1999: La Voz Ajena). La obra de Isidro Ferrer es tan peculiar porque es una persona que se interesa por todo. Por la anatomía, por la atmósfera, por la cerveza, por la política, por la sonrisa, por el póquer del tiempo y por la aventura intelectual.

El teatro pone su cara delante del espec­tador. Levanten la cara del telón. Y busquen lo que hay detrás. Siempre es lo más interesante.

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