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Antón Castro

EL ASESINATO DEL CARDENAL SOLDEVILA

JAVIER DÍEZ, desde Mas de las Matas y El Sueño Igualitario, remite este artículo de Jesús Cirac.

JESÚS CIRAC

Terminó la Primera Guerra Mundial y el mundo tuvo que afrontar situaciones nunca antes conocidas. No fue solo que los grandes imperios desaparecieran o que el mundo asistiera a una nueva dimensión de la devastación bélica. No fue solo que Alemania fuera humillada por los vencedores o que los Estados Unidos mostraran por vez primera la patita de su inmenso poder. También, por vez primera, la socialdemocracia desembarcaba, a través de las urnas, en el gobierno de naciones tan civilizadas como Dinamarca, Suecia o Alemania con sus programas de reformas sociales. Por primera vez una revolución obrera conseguía no solo derrocar a una dinastía centenaria sino consolidar un gobierno netamente bolchevique. Aquellos días que conmovieron al mundo abrieron la escena a nuevos actores para los que las viejas estructuras sociales apenas eran otra cosa que obstáculos que superar en una marcha que se antojaba larga pero prometedora.

España no era diferente. La huelga general revolucionaria impulsada por socialistas y anarquistas en 1917 desembocó en un fracaso que, pese a todo, dejaba bien claro que el proletariado español había dejado de conformarse con ser carne de cañón para las desastrosas guerras coloniales o mano de obra esclava sin otra perspectiva que la miseria y el atraso. Reunidos en ateneos y bibliotecas populares, alimentados por los rescoldos de la Escuela Libre de Ferrer y Guardia, organizados férreamente en torno a los sindicatos, los obreros españoles habían conseguido convertirse en una fuerza determinante en la política nacional aunque las viejas élites no quisieran darse por enteradas. La cosa ya no iba a ventilarse entre los mismos caciques y señoritos que, durante los últimos cincuenta años, se habían repartido el poder de forma ordenada arrastrando al país a la ruina y la fractura social. Ahora los carpinteros, los mineros y los torneros también querían decidir. Ahora los jornaleros, las lavanderas y los curtidores exigían su derecho a soñar. Y eso, en un país como el nuestro, solo significaba una cosa: iba a correr la sangre.

La joven Confederación Nacional del Trabajo aglutinaba a cientos de miles de militantes, más de veinticinco mil de Aragón, que, reunidos en Congreso en el Teatro de la Comedia de Madrid en diciembre de 1919, optaron por continuar con la estrategia de oposición total al sistema. Algunos meses antes, en Barcelona, la larga huelga de la Canadiense había conseguido atemorizar al país entero, provocando varias cosas. Por un lado la dimisión del Presidente del Gobierno, el poderoso Conde de Romanones, por otro la implantación de la jornada laboral de ocho horas. Pero sobre todo, había demostrado a la opinión pública que el anarcosindicalismo no solo era la fuerza hegemónica del movimiento obrero español sino que constituía una verdadera alternativa de poder. Lo ocurrido en Rusia podía muy bien ocurrir en España y eso no se podía consentir. Si la fuerza de la CNT radicaba en su numerosa y bien organizada militancia, en la solvencia de sus líderes y en su hegemónica implantación territorial en ciudades como Barcelona o Zaragoza habría que tratar por todos los medios de socavar dicha fuerza para neutralizar sus posibilidades. Y para ello cualquier medio resultaría adecuado.

Los llamados “Sindicatos Libres”, de origen carlista, se encargaron de realizar el trabajo sucio. Para ello contaron con el apoyo tanto de la patronal catalana como del gobernador militar de Cataluña, el nefasto Severiano Martínez Anido. Con la ayuda de otro de los inventos de Martínez Anido, la célebre “Ley de Fugas” puesta en práctica por la policía, Barcelona se convirtió en un sangriento campo de batalla en el que, durante cuatro años, se enfrentaron los pistoleros de los “Libres” y los de los Sindicatos Únicos de la CNT. El balance arrojó decenas de obreros, patronos, policías, pistoleros y chivatos muertos y heridos y el práctico descabezamiento de CNT debido a la marcha de sus líderes a otras regiones del país o a la muerte de los más destacados de ellos. Si el brillante y moderado Ángel Pestaña consiguió sobrevivir al atentado de que fue objeto en agosto de 1922, no sucedió lo mismo con Salvador Seguí, “el noi del sucre”, el líder natural del anarcosindicalismo español, asesinado a tiros por pistoleros de la patronal el diez de marzo de 1923. Antes ya habían caído el que fuera Secretario General de CNT, Evelio Boal, o el abogado Francesc Layret.

Pero la muerte de Seguí había llevado las cosas demasiado lejos. Se hacía necesario responder a aquel golpe de forma contundente. El caspolino Manuel Buenacasa da en su obra “Figuras ejemplares que conocí” una versión de como la CNT planificó su respuesta. “Las palabras que, según mi opinión pronunció Teresa Claramunt en casa de Dalmau originaron el hecho… Hablando acerca de la situación, era yo secretario de la Federación local de Zaragoza, Teresa me dijo: Ayer estuvieron aquí Francisco Ascaso y tres compañeros. Les dije que conceptúo deplorables ciertos hechos que vienen sucediendo de algún tiempo a esta parte, pues no responden a las ideas que tengo de la acción emancipadora. Las muertes recientes de ese desgraciado esquirol y de un guardia de seguridad, ambos cargados de hijos, han provocado indignación en el propio seno del pueblo trabajador. En cambio, distinta sería la reacción de ese pueblo si cayese un alto jefe de policía, un gobernante reaccionario o un obispo fascista… ¿No recuerdas el regocijo en el pueblo catalán al caer Bravo Portillo?…

Yo le pregunté: ¿Y qué dijeron ellos?

-Ni una palabra. Me escucharon y se fueron.

Dos días después de la entrevista que acabo de relatar, el cardenal Soldevila fue muerto a tiros.”

Quizá no sucediera exactamente como lo cuenta Buenacasa pero hay que pensar que es la suya una versión dotada de cierta autoridad. Fue Buenacasa responsable de dos acontecimientos citados aquí: el Congreso de la Comedia y la huelga de la Canadiense cuyo comité de huelga dirigió desde la cárcel. Como ex secretario general de CNT y responsable en el momento de la muerte del cardenal de la federación local de Zaragoza hay que suponerle al menos un buen conocimiento de los hechos. Él mismo se encontraba en Zaragoza para escapar de los pistoleros del Sindicato Libre. Quizá su papel en la conversación no fuera el de mero interlocutor de la veterana Teresa Claramunt.

Lo cierto es que Juan Soldevila y Romero, arzobispo de Zaragoza, cardenal, era un viejo objetivo de los anarquistas. No hacía mucho que el sindicalista Parera había afirmado ante miles de obreros reunidos en la plaza de toros de Zaragoza, a propósito de la muerte de Seguí: “El crimen de Seguí ha sido acordado por un prelado, un ex ministro y un general (en referencia clara tanto a Soldevila como a Martínez Anido)… y si el cardenal sigue reclutando pistoleros del Sindicato Libre para atentar contra nuestros compañeros, prescindiremos de su jerarquía eclesiástica y le responderemos debidamente” Los medios anarquistas habían denunciado la celebración de una reunión en Tarragona en 1922 a la que habrían acudido Severiano Martínez Anido, el Coronel Arlegui (jefe de la Dirección General de Seguridad en Barcelona), el político conservador Alfonso Sala i Argemí y el propio cardenal Soldevila, en la que habrían decidido atentar contra los principales líderes anarcosindicalistas, entre ellos Ángel Pestaña y Salvador Seguí.

Si para la gente de orden el cardenal Soldevila era merecedor de todos los honores, senador vitalicio, gran cruz de Isabel la Católica, hijo adoptivo de Zaragoza, para los medios obreros de la ciudad su figura se identificaba directamente con la violencia de estado y la corrupción. Francisco Ascaso se refería a él como “un degenerado y crapuloso vejete que a ciencia y paciencia de Zaragoza y España enteras, mantenía en una lujosa residencia de las afueras de la capital aragonesa, el más escandalosos harén provisto de guapísimas “hijas de María” que se cuidaban, por procedimientos que desconocemos, de avivar la lujuria del anciano prelado”. Lo cierto es que la voz popular lo trataba con evidente falta de respeto, “hacía frecuentes visitas a un convento de monjas que la malicia popular comentaba irónicamente”, y, además de sus supuestos devaneos sexuales con novicias, hacía especial hincapié en sus turbios y rentables negocios personales, entre los que se le atribuían el juego, los cabarets, las casas de lenocinio o las contratas de obras. Pero, con independencia de sus devaneos sexuales o sus negocios presuntos o reales, lo que destacaba en la personalidad del cardenal era su vieja militancia política y su alineamiento con las tesis más conservadoras hasta el punto de ser acusado reiteradamente de ser uno de los principales valedores del pistolerismo patronal. La muerte de un religioso tan significado como Soldevila, cardenal por más señas, era un órdago en toda regla a la campaña de violencia emprendida por el gobierno, un guante arrojado para dejar claro que, por más que se recurriese a la guerra sucia para intentar aniquilar a la CNT, esta se encontraba en disposición de devolver todos los golpes. Como decía García Oliver, “responder a los atentados con el atentado, pero por arriba”.

El día cuatro de junio de 1923, en las primeras horas de la tarde, el coche en el que viajaba el Cardenal Soldevila en compañía de su mayordomo y su chofer, de color negro y con matricula 135 de Zaragoza, se detuvo frente a la reja de la escuela-asilo que las hermanas de la orden de San Vicente de Paúl regentaban en la antigua calle Terminillo de Zaragoza. El propio cardenal había fundado la institución y era su principal valedor. Todas las tardes repetía la misma rutina. Las malas lenguas decían que lo hacía porque mantenía una vieja relación con una de las monjas a la que llegaría incluso a legar parte de su fortuna, circunstancia que la susodicha aprovechó para abandonar los hábitos. Aquella tarde seguramente haría calor. El cardenal esperaría a que abriesen la reja sesteando en la parte de atrás del coche, quizá ligeramente aturdido. No contaba con que un hecho imprevisto alterase su rutinaria espera. No contaba con que dos hombres se plantaran a ambos lados del coche y vaciaran los cargadores de sus armas sobre sus ocupantes. Más de veinte balas impactaron en el vehículo. El chofer y el mayordomo resultaron heridos, el cardenal murió en el acto. Dos balas le atravesaron el corazón.

Aquellos dos hombres, “uno alto, delgado, vestido con traje claro, boina y guardapolvo, otro más bajo de estatura, con traje negro y gorra oscura”, resultarían ser Francisco Ascaso Abadía y Rafael Liberato Torres Escartín, aragoneses ambos, uno de Almudevar y el otro de Bailo. Ambos formaban parte del grupo de afinidad conocido como “Los Solidarios” junto a otros nombres míticos del activismo libertario tales como Buenaventura Durruti, Juan García Oliver, Ricardo Sanz, Gregorio Suberviola o Miguel García Vivancos. El grupo se había formado en Barcelona en 1922 como una ampliación de un grupo preexistente llamado “Crisol” y, desde el primer momento, fue el encargado de preparar la venganza por el asesinato de Salvador Seguí. “Los Solidarios” fallaron en su intento de eliminar a Severiano Martínez Anido en San Sebastián. Con José Regueral, Conde de Coello y ex gobernador civil de Bilbao, tuvieron más suerte. El Cardenal Soldevila completó la lista.

 

Francisco Ascaso

Las consecuencias del asesinato del cardenal superaron todas las expectativas. Había que remontarse a los días de la Comuna de París para encontrar otro cardenal asesinado. A Severiano Martínez Anido, el inventor de la “ley de fugas”, no le iría del todo mal, después de algunos leves disgustos durante la IIª República, Franco premiaría su gloriosa hoja de servicios nombrándole primer ministro de Orden Público de su régimen. Ascaso y Torres Escartín fueron detenidos. También Manuel Buenacasa, que pasó “ochenta y tres días de rigurosa incomunicación” en la cárcel de Predicadores. Ascaso consiguió fugarse de prisión y convertirse, con el paso del tiempo, en una auténtica leyenda, en compañía de su amigo Durruti, antes de caer frente al cuartel de Atarazanas el veinte de julio de 1936. Torres Escartín entraría y saldría de prisión en varias ocasiones hasta perder la razón e ingresar en un manicomio. A pesar de su enfermedad, en 1939, las autoridades franquistas decidieron que lo mejor era fusilarlo. Y así lo hicieron. A él y a buena parte de su familia. El cardenal Soldevila fue enterrado en el Pilar, enfrente de la capilla de la Virgen cuya coronación había patrocinado en 1905, y allí puede encontrarse todavía hoy su lápida. La escuela-asilo de las hermanas paulas sigue donde el cardenal Soldevila, Torres Escartín y Ascaso la dejaron. Hoy la calle se llama La Milagrosa y queda justo enfrente del Hospital Clínico Universitario de Zaragoza. Me han dicho que en el patio del recreo una placa señala el lugar del atentado. Zaragoza, la ciudad de las dos catedrales, perdió a su cardenal y nunca lo ha vuelto a recuperar. Dicen que el Vaticano castiga así a la ciudad que, en la época de la muerte del cardenal Soldevila, era conocida como la “perla del sindicalismo”. Pero la consecuencia más clara y directa, y también la de mayor trascendencia, fue que, apenas tres meses después de la acción de Ascaso y Torres Escartín, el general Miguel Primo de Rivera, con ayuda de Alfonso XIII, del ejército, la Iglesia y la burguesía catalana, se hizo con el gobierno de la nación en un golpe de estado que ponía fin al largo periodo de la Restauración y anticipaba todo lo malo que estaba por venir… Pero esa ya es otra historia.

 





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