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Antón Castro

JOSÉ ORTIZ EN EL TORREÓN FORTEA

JOSÉ ORTIZ EN EL TORREÓN FORTEA

[El pasado jueves, con casi dos centenares de amigos, José Ortiz inauguraba su exposición 'Divinas comedias' en el Torreón Fortea. Visité a José en su preciosa e interminable casa de Longares, una maravilla, y le escribí este texto que acompaña la muestra.]

 

EL NOMBRE QUE EMPAPA LA PINTURA

 

 

José Ortiz Domingo (Santa Eulalia del Campo, Teruel, 1951) es un artista intuitivo y soñador. Se vuelca en la pintura con energía y esfuerzo. Sabe que en la manufactura de un cuadro, en esas horas y horas, en esa labor parsimoniosa en la que el tiempo parece suspenderse, hay un instante en que cruza un ángel. O una ráfaga de felicidad. O un incendio salvaje de colores. Ante todo, antes que nada, José Ortiz, ya sea en Zaragoza o en su casa poblada de fantasmas de Longares, es un artesano que imagina, un cerebro apasionado que trabaja y trabaja hasta el fin de la noche. Su taller es el primer indicio de su retrato: apenas se percibirá un caballete. Suele operar sobre el suelo o sobre una mesa alargada, volcado con sus pinturas distintas, con sus arenas, y ahí deja que todo fluya: el torrente de la imaginación, la densidad del desvelo, el arrebato de la inspiración, sus gestos y sus signos. Y con ellos se confunden los acrílicos, los pigmentos, las resinas, los barnices, su caligrafía personal y arborescente.

José Ortiz, como muchos otros artistas, suele trabajar por series. Busca y encuentra. Halla un asunto por puro azar o por exigencia y lo somete a un sinfín de variaciones: las tauromaquias, el mundo de Goya, Lorca, el paisaje, las imágenes obsesivas. Así le ocurre a menudo y le ha ocurrido con Divinas comedias. Este es un proyecto largamente acariciado y concebido para el Torréon Fortea, para su atmósfera de intimidad y misterio y para su cripta donde se encierran las luces del sueño. Hay algunos lugares comunes o características acuciantes de su obra: la pasión por el texto, por el aforismo o la frase, la presencia pugnaz de un nombre, Monique. Sus sílabas siempre están sobre la madera: no se sabe si es en la primera, en la antepúltima o en la última capa de pintura, pero ahí está, Monique, Monique, como un talismán, un conjuro, un reconocimiento a la musa más decisiva. Además, hay otro matiz esencial: Divinas comedias, que alude a Dante Alighieri y quizá a Valle-Inclán en menor medida, es una exposición que tiene algo de laberinto literario, de homenaje a escritores como Antonio Machado, García Lorca, Flaubert, el ya citado Dante y Miguel de Cervantes. Todos ellos en la epidermis de la obra o en una de las capas del brumoso mar de la madera, esmaltado una y otra vez, rallado, herido, hendido, azotado o acariciado con sutileza. Y está, sobre todo, André Pieyre de Mandiargues (1909-1991), un poeta, escritor y crítico de arte que coqueteó con el surrealismo, amó a Leonor Fini y acabó sus días con la pintora Bona Tibertelli de Pisis. A José Ortiz, profesor de francés, su universo le dejó un rastro indeleble.  Tanto que hay al menos dos piezas que están inspiradas en él y su mundo. Mandiargues era un gran enamorado de la pintura, del erotismo y un miembro del grupo surrealista. De algún modo, tutela o ampara la febril imaginación del pintor turolense. José le dedicó su tesis doctoral, prologó Gris perla, la antología que preparó Manuel Martínez Forega en Olifante y resumió así algunas de sus constantes: “Mandiargues modela su mundo onírico al estilo de los surrealistas pero también al de los prerrománticos alemanes. Descendiente de los grandes románticos del siglo XIX, surrealista de la escuela de André Breton, imbuido del espíritu barroco y fantástico de la familia de Poe y de Nodier, admirador del teatro isabelino, sabe fundir todas estas afluencias e influencias y dar a luz una obra que destaca por su originalidad”. Citamos a un personaje clave en los motivos y en el desarrollo de su pintura.

Hay más cosas en el punto de partida de José Ortiz: es un pintor de sugerencias y de evocaciones que se amasan y se agrupan en una gran superficie de técnicas mixtas donde está todo: la pintura como artesanía, materia y arrebato; la pintura como una masa informe de colores que se ordenan como en una plataforma cerámica con su brillo, con su textura y su relieve; la pintura como torbellino de incitaciones. La pintura como terapia y como acción vital. Sus cuadros evocan un vendaval, los relámpagos de una noche de galerna o la naturaleza bamboleante de un otoño; sugieren mapas, ríos, pesadillas o sencillamente una estructura musical, inasequible a la soledad y al silencio más tenebroso.

José Ortiz cita otros nombres: no de escritor exactamente sino de pintor. Pintor con personalidad cromática. Pintor de estructuras. Pintor de sinfonías. Pintor de hemisferios oníricos. El nombre que acude a su boca no es otro que el alemán de origen suizo Paul Klee. Recuerda su modo de trabajar, sus cuadros evanescentes como alegorías del sol, su pasión por el color. Klee dijo en una ocasión: “El color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre... El color y yo somos una sola cosa. Yo soy pintor”. José es pintor de color, de sustancia, de vuelo. Para José Ortiz el color también es una posesión. Podría hablar de Paul Cézanne, de Piet Mondrian,  de Vassily Kandinsky, de Joan Miró, de Andrés Galdeano (“esencial en mi carrera, me enseñó muchas cosas, fue un amigo y un maestro”, dice José) o de Kazimir Malevich: son, con el citado Klee, artistas que han ejercido un magisterio en su trayectoria.

Divinas comedias es una muestra y una marea de dípticos y de trípticos, como ‘Sinfonía inacabada’. Una forma de entender el mundo y la creación. Un amasijo de suavidades airadas, un tumulto de delirios. El pulso de una vocación. Un diálogo con la forma sin forma: los trazos de una canción interior que nacen de un flujo incontenible de visiones y arabescos. La melodía de una emoción sostenida durante meses, durante años, una militancia en la luz. El artista se funde con el azar y con el capricho de la inspiración. José Ortiz posee un exquisito gusto para titular sus cuadros: ‘Soledades’ alude a Antonio Machado; ‘Salomé’ a La Biblia y a Gustave Flaubert; ‘El hombre de la triste figura’, a Cervantes; ‘Tercio de varas’ y ‘Matador’ hacen pensar en su pasión por los toros; ‘Metamorfosis del objeto’ podría ser un diálogo con Pablo Serrano; ‘La novia del viento’ sería su homenaje personal a Zaragoza, porque así la bautizó Eugenio d’Ors. ‘El eco de la lluvia’ o ‘El despertar del alba’ revelan esa afición del pintor a cultivar la sugerencia y la poesía.

Regresamos un instante a su casa-palacio de Longares: es un espacio ideal, inmenso, un regalo de los dioses y un laberinto inagotable de las cosas del tiempo. Allí tiene un sinfín de rincones y estancias tocados por la memoria del arte. Allí se refugia, con las voces y los ecos, con las copias de Ramón Casas o de Velázquez, y de cuando en cuando sube a su galería en busca de las diversas claridades del día. Allí se enfrenta a la piedra, a la colmena de tejados, al vaivén de las callejas, a la torre de la iglesia y a los senderos, apenas entrevistos, que se pierden entre la bruma. En cierto modo, allí, dueño del mundo y sus secretos, se enriquece de cromatismo, de sentimientos, del puro placer de mirar y mirar sin ser visto.

Divinas comedias nace de una obsesión, de una búsqueda, y se conforma como un relato íntimo, de amor y creación, que se cuenta en colores, en emoción y en los gestos palpitantes de la entrega. La vida es generosa con José y José le devuelve un mundo pictórico vigoroso y muy elaborado que no deja de crecer y expandirse como los ríos arteriales que empapan la tierra en su camino hacia el mar.

 

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