SÒNIA HERNÁNDEZ: CINCO POEMAS
Sònia Hernández Hernández es poeta, narradora y crítico literario. La conocí en los Encuentros Literarios de Formentor del pasado septiembre. Su último libro, tan sugerente, es la novela familiar 'Los Pisimboni', que ha publicado el sello Acantilado de Sandra Ollo. Hoy tiene la cortesía de enviarme cinco poemas de su poemario, aún inédito, 'La estación estéril', que saldrá en breve. Poesía de la emoción y de la memoria, poesía de la intensidad y de la evocación, cargada de vivencias literarias y de una percepción sutil de la belleza y del tiempo.
***
He visto a mi abuelo con mi padre
delante de la puerta de una casa encalada
en la que yo nunca he entrado.
No conocí a mi abuelo, que era ciego,
y mi padre ahora apenas habla,
pero se están mirando
y le dicen palabras a mi hijo que no existe
aunque ellos lo imaginan jugando dentro de la casa.
Esta tarde se han encontrado muchos tiempos
imposibles, sin el principio que no conocí
y sin el futuro que yo misma he negado
para este cuerpo en otro.
No puedo acercarme a la casa de las imágenes
que sólo son sombras en las horas de luz confusa
y que olvido cuando el sol me recuerda
el escozor de la piel de verdad,
que sí existe ahora, que es barro, o materia,
o luz, y en este momento respira y se agita
y vive. En este momento que se podría explicar
tan bien con las palabras de mi abuelo ciego
que mi padre guarda para un niño que no vendrá.
***
Si de verdad quieres estar sola
no tiene sentido usar la segunda persona,
aunque Beckett diga que demuestra la existencia de la voz.
Pero necesitas escribir para reflejarte y salvarte,
y lo has repetido muchas veces.
Podrías intentar hablar al hombre que tienes cerca
a pesar de que sigues jugando a estar sola,
y explicarle que sólo se trata de miedo.
Porque no sabes caminar entre la gente
y has mentido y has engañado tanto
que ya no reconoces tu propio lenguaje.
Ahora, tal vez, estás mintiendo de nuevo
y no sabes cómo explicarle que le pedías que te salvara
cuando le mostraste tu dibujo infantil con una casa
porque le gustaban los cuadros de Miquel Villà
y él también necesitaba descansar.
Puede ser que tu mentira no empezase allí
ni en ningún sitio. No eras tú quien hablaba.
Explícale que todavía no reconoces tu voz
porque no sabes hablar. Alguien debería
haberte avisado, pero no ha sido sino tu propio cuerpo,
que sigue su camino sin ti. Ahora lo sabes
y entiendes las palabras de Beckett. Nadie
ha guiado tu cuerpo todo este tiempo.
No ha aprendido a hablar, ni a comer, ni a caminar,
aunque no ha dejado de moverse y te ha traído hasta aquí.
Deberías saber que el miedo también es una mentira,
y por eso te empuja en este momento a hablar.
Lo has intentado otras veces, muchas,
quizá también te estás engañando
ahora y no va servir para nada el esfuerzo.
No hay en estas palabras revelación ni ejemplo,
únicamente el sosiego de encontrarse bajo un cielo gris,
denso y conocido. La gran sorpresa fue la expulsión
del Paraíso, y que se acabara el verano,
porque lo demás ya lo conocíamos,
lo habíamos heredado y sabíamos aferrarnos
a los restos del naufragio.
Que nadie nos despierte, que no se acabe la resaca
de esa tormenta que todavía no ha llegado,
aunque nos la recuerde el eco, ese murmullo
que es la voz de la verdadera compañía, suficiente
para no moverse, para no enfrentarse a la luz
que anuncia el atardecer, ni a esa neblina
descendiendo por la colina que se ve desde la ventana
que mira el hombre que está a tu lado.
Está observando cómo caminas entre todas esas personas,
hablando de cosas que no entiendes y que te empujan
a gritar y a recordar que no sabes hablar,
que primero hay que respirar para que salga la voz,
nítida y comprensible. Tú no sabes hablar
y no has dejado de mentir cada vez que salías a la calle
o cuando mirabas sin querer ver a ese hombre
que también has negado, como se niega
a quienes nos salvan. Sólo queríamos
continuar en la puerta que nos obligaron a franquear,
reclamar de nuevo el ingreso en el Paraíso
del que fuimos expulsados sin recordar
por qué éramos tan felices.
***
Dance me to the end of love
Leonard Cohen
Juntos hasta el final del amor
cada mañana al despertar
porque entonces se acaba todo
para volver al inicio
y pedirte de nuevo siempre
lo mismo, sempiterna carencia
idéntica al nacer.
Lloras porque no soy
tu madre aunque te repudio
como si de verdad lo fuera.
Toda una vida hasta el final
del amor. El mismo punto de partida.
No hay niños y soy madre
de mí misma, demiurgo mutilado
sin pechos para niños hambrientos
como los de esta noche
cuando mis lamentos se fundían
en tus gemidos. Somos los niños
sin madre y sin la posibilidad del amor.
Cada día llegan al final
porque nacen cada mañana
para no crecer nunca
y seguir llamándome a gritos.
***
Nadie ha entrado nunca en esta casa
y nosotros apenas si hemos salido,
ni siquiera a un jardín en el que las flores
necesitan que las protejan de la maleza.
En la cima de una colina,
como ese cuento que he inventado
de los hombres que no sabían cuál era su tiempo
ni su espacio. Ha sido necesario
hacer el camino de subida muchas veces
hasta reconocer las piedras
y el asfalto y las tapias de otras casas.
Ahora te encuentro en el pasillo
o en la escalera y ya no eres sombra
cuando mi cuerpo por fin proyecta la suya.
Y crecemos con contradicciones como esa,
con hijos que son tuyos y no míos
y hablan en otra lengua de otra vida
que entiendo sólo a medias. Y los hijos
de mis hermanas y la hija que soy yo
cuando te pido el libro que puede salvarme
en las horas de las oraciones
o de la luz engañosa porque parece un final
cuando lo es sin serlo
para recordar lo que no vamos a volver
a ser. Anochece de repente
como en las leyendas familiares
de las que hemos querido huir.
***
¿Dónde está el error o la mentira
en un paisaje de árboles de un color
que se intensifica hasta parecer otro
–el ordinario verde de la Naturaleza
que se acerca al dorado de los templos–
con los últimos rayos
de sol, antes de que empiece a anochecer
en una de las últimas tardes del verano?
Y mientras tanto, también hay campanas
que parecen avivadas por el mismo sol
aunque suenan a muerte.
La luz que enciende las copas
de los árboles es la misma de las velas
dentro de la iglesia de las campanas.
Las enciende la misma mentira,
la belleza antes de la noche
o de que llegue el invierno,
la promesa del amor o del deseo,
tan inalcanzable como las ramas altas
que sólo se perciben de lejos,
cuando niegan lo que son.
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