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Antón Castro

MARINA PEREZAGUA: TEXTOS DE 'YORO'

Marina Perezagua (Sevilla, 1978) deslumbró con libros de relatos como ‘Criaturas abisales’ y ‘Leche’. Durante algún tiempo, le dio vueltas y más vueltas a una novela compleja, de atmósferas y de personajes, de memoria y turbulencia, poderosa e inquietante, que es ‘Yoro’, publicada también con su editor habitual, el también escritor y editor Enrique Murillo en Los libros del lince. Esta es la historia de una mujer, H, que fue víctima del bombardeo de Hiroshima, y es también la historia de su hija Yoro.

La novela, entretejida con intensidad y laberíntica, ya ha impactado en estupendos lectores como Toni Iturbe o Javier Fernández de Castro. Este, que fue amigo del futbolista Carlos Lapetra, y excelente narrador también, ha escrito: “Yoro es una novela rica, llena de brutalidad y horrores (esa madre a punto de morir de hambre y que agradece a sus carceleros que la alimenten cuando está sin saberlo devorando a sus propios hijos) pero también repleta de imágenes y metáforas muy sugestivas y llenas de vida. Porque, en definitiva, como dice la propia narradora en algún momento, todo lo que se cuenta y sucede, por más brutal y negativo que parezca, en el fondo sólo es un alegado en pro de la vida”.

Marina Perezagua, que es una gran deportista, capaz de cruzar los mares, tiene la cortesía de enviarme algunos fragmentos de su novela. He aquí una escritura muy particular, trabajada, hermosa.

 

FRAGMENTOS DE’YORO’ (LOS LIBROS DEL LINCE)

DE MARINA PEREZAGUA

 

*

Señor:

Las páginas que siguen constituyen mi declaración, y se centran especialmente en las circunstancias que me llevaron a cometer los delitos por los que se me juzgará, actos de los que no me arrepiento. Esto no es una confesión. Toda confesión no es más que un arma del poder que hace que quien escribe termine delatándose. No voy a ser yo quien se delate a sí misma. Como se verá, hice todo lo que pude por resistir al poder. Si me manché, no fue en su defensa. Este texto tampoco es una justificación. Lo que usted va a leer es la señal que un hierro candente dejó en el anca de una mula, el hueco erosionado por la lluvia en la roca, la inclinación de un árbol provocada por el viento persistente. Esto es, usted leerá la respuesta lógica de una naturaleza sensible, mi historia. Una historia escrita por mí, pero movida por la fatalidad que otros tejieron desde arriba. A medida que vaya leyendo, usted verá el retrato de alguno de sus colegas, de algún familiar, o de usted mismo. Si no le gusta lo que encuentra, puede romper el espejo o quemar lo que ha leído, pero no logrará librarse de la infección con que el intestino corrupto contamina ríos, mares, úteros, campos. Tampoco podrá quitarme la alegría que finalmente he logrado conocer.

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Me llamo a mí misma H porque se me negó siempre la voz y un español me dijo que en su idioma la «h» es la letra muda. Utilizaré esta letra como mi nombre, considerando que es también el nombre de muchos otros mudos que tal vez encuentren aquí su voz. He escrito esta nota después de contar toda la historia que sigue. Estoy muy cansada, quizás de ahí el tono de frialdad que encontrará en estas últimas palabras. No se lo tome como algo personal. El amor siempre ha prevalecido en mí. He amado y amo como si hubiera nacido para ello. Si usted lee bien, verá que en el fondo de todos mis actos está siempre ese amor. Júzgueme según su ley, pero considere como mi último deseo esta petición:

Una vez que también usted me quite la voz, si tiene la oportunidad de hablar por mí, no mencione palabras de muerte. Cuando alce mi cabeza en su mano, todo el mundo sabrá que maté. Por eso, sólo le pido que, si le preguntan, recuerde que las últimas palabras de H fueron éstas: Dios sabe cómo defendí la vida.

H. República Democrática del Congo

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El incendio fue el final de una búsqueda que comenzó hace exactamente cincuenta y cinco años, cuando conocí a Jim. La historia de Jim es la mía. No es que su historia esté vinculada a la mía, no es que el hecho de amarle haya influido en mi vida, es que sin él yo no habría llegado a ser, pues entiendo por llegar a ser ese momento en que me atreví a ver lo que siempre había sido. Llegar a ver, llegar a ser, eso es lo que le debo a Jim. Dije adiós al yo desollado, al yo carente del órgano más grande del cuerpo — la piel—, al yo que ni siquiera reclama su derecho a ese único cuero que nos sale gratis, y poco a poco me convertí en el yo que se lanza a la caza de la presa que me habían quitado de entre los dientes, el yo que es un león que corre, salta, lucha para recuperar la carne que le robaron, su propia carne, no carne de cebra, ni de antílope, ni de otro león, sino la suya propia. Fui una leona lanzada a la caza de sí misma. Y me atrapé. Con mi carne rellené la piel reencontrada. Así me convertí en el yo de hoy, completo, dorado, amenazador. Jim fue la primera mano que vio y acarició el pellejo sincero con que mi madre me había nacido, esa piel que me devolvió la protección natural que me correspondía. Tan fuerte he llegado a ser, a verme, que hoy, aun estando desnuda, soy capaz de sentirme acorazada. Atrás quedaron aquellos tiempos en que me despertaba intentando meterme en la cáscara de otra, y al final del día me iba a la cama triste, con dolor en las articulaciones. ¿Cómo no se me iban a deformar los huesos después de tantos intentos de acoplarme a lo que se esperaba de mí? Pero ya no me duele nada. Gracias a Jim se detuvo la deformación que sufrieron mis dedos intentando alcanzar frutas que habían crecido para otros; gracias a Jim también mis piernas comenzaron a enderezarse cuando dejé de transitar las curvas de paisajes que no me importaban, y gracias a él mi espalda está hoy, en mi senectud, mucho más erguida que cuando tenía veinte años y cargaba con las expectativas de los demás.

 

 ***

Una vez escuché a una silvicultora decir que en un bosque los árboles no son seres individuales, sino un todo que se conecta en el subsuelo mediante bulbos, hongos y raíces a través de los cuales intercambian dióxido de carbono y nitrógeno. Lo que un árbol respira sale por los pulmones de otro árbol. La calidad de vida y longevidad de cada uno depende del resto. Al igual que antes dije que mi vida está enraizada en la historia de Jim, también su vida vino marcada por la mía. Jim y yo fuimos — somos— parte del mismo rizoma, árboles conectados por el hongo de la primera bomba atómica. Así, unos siete meses después de que Jim fuera embarcado en el Oryoku Maru se produjo el bautizo del arma que nos sembró en el mismo bosque y cambió la Historia, y que en lo personal me afectó de un modo tan particular que todavía hoy me cuesta explicar el evento con la distancia con que lo leo cuando los historiadores lo cuentan. No me llegan sus crónicas, no me afectan. No veo el dolor cuando, en un libro de historia, leo ese capítulo, y me resulta imposible entender cómo puede nadie pretender explicar una guerra sin causar dolor, empatía, en el lector. Lo llaman imparcialidad, pero se puede mostrar dolor también desde la imparcialidad. Yo lo llamo desinterés, que es lo mismo que parcialidad puesta al servicio de los vencedores. Al servicio de usted. Apenas llevo escritas las primeras páginas de este testimonio y ya me había olvidado de que le estoy escribiendo, en gran parte, a usted. Pues bien, déjeme explicarle por qué no me gustan los libros de historia, ya que de historia va, en gran parte, este relato. Seguro que usted ha escuchado alguna vez a alguien que, tras haber sido testigo directo de algún acontecimiento histórico de importancia, dice cosas como «creo que he nacido para contar este momento a los demás». Se diría que la Historia, con mayúscula, les ha dado su misión en la vida. Señor, no es éste mi caso. Yo no sobreviví Hiroshima para contarlo. Yo sobreviví Hiroshima porque mi deber era sobrevivir, ser testigo de mi propia existencia, que es para lo que mi madre me trajo al mundo, para ver lo que tengo delante, una bomba o un rebaño de ovejas que pacen en paz. Tan simple como eso y, sin embargo, algo que no todo el mundo puede decir. La gente necesita misiones espectaculares. Alguien nace en un pueblecito de la Provenza francesa que considera muy aburrido. ¿Qué misión es esa de levantarse y ver siempre las mismas piedras? Entonces decide estudiar la guerra civil española. Hace un par de viajes a España, habla con los supervivientes, se le salta una lágrima al escuchar algunas cosas demasiado inhumanas para su alma de pueblo bondadoso, lee algunos libros, o digamos que lee muchísimos libros, y luego se pasa el resto de su vida escribiendo parrafadas desde la perspectiva del bando que haya elegido. Ya ha encontrado su cometido. Documentar. Pasar la voz. Tal vez ése sea el deseo del historiador, es alguien que siente la necesidad de actuar como un mesías de la información. Esto está muy bien, señor, es necesario. Pero le diré algo. Esa historia no vale nada si no está escrita desde un sentimiento de dolor universal. Una guerra es mucho más que datos, recuento de muertos, atrocidades. Una guerra es una herida profunda en la dignidad del ser humano, es una tara, una deformación congénita que indica un nuevo fracaso de la humanidad. El historiador que no haya vivido lo que cuenta, si quiere contarlo, debe escribir desde un sentimiento de vergüenza y compasión. Yo sí podría escribir un capítulo sobre Hiroshima, pero no porque viví allí, sino porque ya antes, y a pesar de mi poca edad, había sentido ese fallo humano que se cuela en el día a día hasta explotar en Hiroshima, en Vietnam o en cualquier enclave que no es más que un afluente del caudaloso río de la guerra. Insisto: un árbol no es un ser individual. Lo que un árbol respira sale por los pulmones de otro árbol. Hasta que el historiador no comprenda esto, los niños, con razón, seguirán odiando esa asignatura en las escuelas y, lo que es peor, seguirán olvidándola. Ajena a ese desinterés del historiador que escribe desde una biblioteca, trataré de dar mi propia versión de los hechos, tal como yo los sufrí, en las trincheras, como quien dice. No podré decirle, ni me importa, si fui de las que ganaron la guerra o la perdieron. Lo que sí sé es que he vivido mi época en primera persona, y eso me da ventaja sobre aquellos que al final de su vida creen que vivieron su contemporaneidad porque compraban el periódico del domingo.

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En Hiroshima, la paz que reinó tras la destrucción trajo consigo promesas esperanzadoras. Usted comprenderá que yo, siendo todavía una adolescente ingenua, quisiera compartirlas. Qué lejos queda hoy aquella credulidad, aquella capacidad de la juventud no ya para el perdón, sino para el olvido. Supongo que el rencor es un gen de supervivencia que responde a mecanismos tan necesarios como los de la cópula. Un gen que se activa sólo con el tiempo y de acuerdo con las circunstancias. Sin embargo, los animales viven sin rencor. Es sólo nuestro nivel de sofisticación destructora lo que ha implantado en nosotros ese sentimiento que nos permite no caer en la misma desgracia a la que nos ha llevado, precisamente, la misma causa que lo ha provocado: nuestra capacidad de exterminio. Desconozco los misterios de la genética. Pero en algún momento los seres humanos nos hemos convertido en un absurdo. Nuestro genoma es un injerto de genes negativos que se funden con los positivos. No hemos llegado a las dos décadas de edad y ya somos incapaces de deshacernos de la información contaminada. Todo se ha mezclado en nosotros, y no podemos aislar el bien, ni tampoco el mal.

 

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Caballos escuálidos con las costillas al aire se paseaban y husmeaban el pasto humano. Lo mordían. La dieta herbívora mantenida durante miles de años era reemplazada por la carnívora. Cosas de la guerra, que todo lo puede. Vi que los caballos, amor, al contrario de lo que sucede con otros animales, mueren sin quejarse, su manera de manifestar el dolor es el silencio. ¿Moriré yo silente como un caballo o lanzaré un grito de cerdo que acalle de golpe todo el silencio que sufrí? Así fuimos recorriendo la ciudad durante cerca de una hora cuando el elefante, tras haber por fin recuperado su memoria ancestral, dirigió su trompa al cielo y, con un bramido, se sacudió de nosotras. Tiradas en el suelo escuchamos cómo sus patas se alejaban sin esquivar los rostros de quienes con la mirada ya vacía le habían arrebatado la libertad. Dos cascos crujieron bajo una de sus pisadas. Me gustó el sonido. «Paz», ponía en uno de ellos. Pero lo sólido no se cuela por ningún lugar, y así el seso soldadesco convertido en un hilo líquido desembocaría, quizás, en las lagunas de la verdadera Paz, esa paz que aquellos soldados habían ridiculizado.

 

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Sobre mi estancia en África, qué voy a decirle. Ha nacido usted en un continente hermoso, por lo poco que me he detenido a mirar cuando estaba en superficie, pero lo están agujereando por dentro, están dejando hueco a este continente, y un día usted se dormirá en su cama, pero se despertará bajo tierra, o irá a la habitación de su hija y al abrir la puerta verá sólo un profundo agujero donde los mineros siguen agujereando y echando el material inú- til sobre el cadáver de esa niña que, apenas unas horas antes, usted tapó y besó en su cama. Se quedará agarrado al marco de la puerta, paralizado por la visión del camisón blanco desapareciendo bajo el marrón, el gris, el negro azulado de la carne de esta tierra. Y desde ahí empezará a ver cómo funciona el aterrador engranaje. Verá cómo el cuerpo sepultado irá deslizándose por uno de los túneles, como una tuerca recién hecha se desliza en la cinta transportadora de una fábrica, donde nadie piensa que está montando el arma que acabará sepultándole como otra tuerca que caerá en la misma cinta transportadora, y así sucesivamente, hasta que este continente sea sólo una gran fábrica que escupe tuercas para que un hombre de otro hemisferio dispare barato.

Recuerdo que, al poco tiempo de llegar, me invitaron a una fiesta en la cual vi a un conocido artista belga hacer una escultura — o así lo llamaba él— que resultó muy elogiada y que, al cabo del tiempo, yo llegaría a asociar con la masacre de África. Ante los ojos del personal de la embajada de su país, a quienes había invitado a esa fiesta de inauguración de su obra de arte, agarró un bidón de aluminio líquido y lo volcó en la boca de un hormiguero. Esperó unos instantes a que el líquido se solidificara, cavó, extrajo un gran bloque de tierra, y lo limpió con el agua a presión de una manguera, y así dejó a la vista los pasadizos que habían cavado las hormigas. Los túneles plateados de aluminio mostraban la belleza de ese laberinto insectívoro, pero allí ya no había ni rastro de vida. A veces pienso que ésa sería la única salvación para estas tierras. Que un escultor gigante vertiera plomo líquido en los miles de túneles de este hormiguero humano, antes de que quede totalmente hueco y caigamos todos, hombres, elefantes, culebras, antílopes, monos, al fondo. Aunque para ese entonces creo que yo estaré lejos de aquí. No estaré viva, ni aquí ni en ningún lugar. Pero Yoro sí, Yoro ya está a salvo y yo me río de usted. Lo desprecio. Me siento feliz. Nada me quitará esta felicidad. Aunque me torturaran antes de ejecutarme, pensaría: «Estas torturas durarán uno, dos, siete días. Pero mi felicidad durará toda la eternidad, más que mi cuerpo, más que mi conciencia, porque será un sonido que se repite en cadena, el golpe que un gorila dominante se da en el pecho para reclamar como suyo un trozo de tierra, o el ruido de la lluvia que viene a rellenar las grietas del terreno que la sequía separó». Usted no tiene poder sobre ese sentimiento mío que prevalecerá: la alegría, la risa libre, la chispa aérea, lejos del confinamiento corporal.

 

 ***

 

Amor, Debo de estar maldita, porque aquí está de nuevo tu presencia sin cuerpo, como una placenta vacía. En esta séptima noche sin ti, he despertado otra vez de uno de esos sueños donde sí estabas. Al principio no te veía, pero estabas, como ahora. Eras, eres, un estar sin ser, ¿y es posible imaginar un estado más doloroso en el amor? Pero al final apareciste. Apareciste naturalmente, como si siempre hubieras sido y sólo mi miopía fuera la culpable de que no sepa ver la materia de lo transparente. Eso fue en sueños porque, al despertar, he vuelto a tu presencia sin cuerpo.

Tengo que levantarme de la cama. Pero peso, porque aún estoy mojada, y no es extraño, porque he sufrido setenta días de diluvio. Setenta días, amor. Si supieras. Mientras has estado fuera de casa han pasado muchas cosas. La principal, esta lluvia. Dentro de este mundo mío, el agua había llegado no sólo hasta las cimas de la tierra, sino hasta las alturas del aire y más arriba, hasta el cielo. En el día setenta y uno el agua descansó, porque es muy trabajosa la labor de llover y ser llovido al mismo tiempo. Y siete días más estuvo reposando el agua. No estaba estancada, porque tú sabes mejor que yo que nada se estanca en la amplitud del cielo. Sólo reposaba. Pero no todo ha sido miedo e inundación. Mientras tú te enfrentabas, quizás, a los detalles nimios de una herencia, yo, en mi diluvio, veía amplios paisajes con un amante. Me habría gustado que también tú los hubieras visto, pero no eras tú. Era otro. Nadie elige la compañía en ese otro mundo nuestro. Él pensaba, como yo, que era duro pero hermoso ver que a los pájaros, único signo de vida sobre el agua, se les cerraban los ojos, adormilados por el vuelo sin pausa. Al no tener dónde posarse, se turnaban para descansar las alas sobre un ave amiga, sobre esas plumas también cansadas que luego en justo intercambio sobre ellos descansarían. Pero antes de que el agotamiento impidiera que se siguieran posando los unos sobre los otros, o que el sueño les plegara la alas al cuerpo como el párpado se pliega sobre la córnea, las aguas, amor, comenzaron a retirase y, con ellas, mi primer amante. Primero fueron quedando al descubierto, poquito a poco, nuevos estratos del aire, de mayor a menor intensidad en su azul. Y cuando toda el agua llovida, de tan enorme superficie que parecía océano, bajó algunos metros más, se hizo visible el pico de una montaña, una mancha marrón. Siguió descendiendo el líquido y el pico fue aumentando de base. Primero su diámetro podía ser abarcado por los dos brazos de una persona, luego por los cuatro brazos de dos personas, luego por los seis brazos de tres personas, y así sucesivamente, hasta llegar a los brazos de dios, que coincidían con los de mi segundo amante, a quien hice que me abrazara desde atrás para no verle la cara. Lo que en principio parecía ser la roca de una montaña cualquiera resultó ser la más alta roca en la cima de la montaña más alta, que se fue descubriendo de arriba abajo, a medida que el sol la secaba. Empezaron a brillar como chispas las pequeñas acumulaciones de sales, como aquellas que, cuando buceábamos juntos, yo recogía del espigón salvaje para salar el pescado atravesado por tu arpón. El calor secaba el marrón húmedo y oscuro y lo tornaba en un marrón rojizo, como arcilla que, tan moldeable parecía, tus manos fuertes podrían haber transformado a su imagen y semejanza. La montaña hecha mano, tu palma con esos cinco dedos que supieron sustituir al verbo por la caricia. Pero, de nuevo, no eras tú, sino otro. Un tercer hombre de piel muy cálida que me secaba las gotitas de lluvia. Y el agua siguió bajando, y cuando el diámetro de la montaña habría necesitado de muchos brazos para ser rodeado, quedó al descubierto, en un gran saliente, balcón natural con vistas al (todavía) océano, un enorme barco. Era de madera, y por la juntura de sus largas tablas iban saliendo chorros de lluvia almacenada. Las alimañas (no estaban muertas) acudieron alegres a beber. Se acercaban a saltitos, o serpenteando, o a rastras. Tú, quizás, pensativo, aburrido en un autobús, o firmando algún papel, y yo, recompensada por tu ausencia, viendo todo esto. El primer crujido del barco hizo que a algunas fieras se les erizaran un poco los pelos del lomo, pero cuanto más bebían, más tranquilas parecían. Cientos de rabos de zorros, lobos, hienas, lagartos, reposaban o colgaban de los cuerpos serenos, sin señal de alerta ni siquiera cuando del barco salió una pareja de algo. Era una pareja cubierta de una gelatina también rojiza. Y luego salió otra pareja. Y después otra, los pelos pegados, prensados por esa especie de gel orgánico que los cubría a todos. Es el semen de dios, pensé. Debido a esta envoltura no se podían ver todos sus atributos, pero cada par tenía algo en común: su disparidad, como si el arca hubiera salvado de las aguas no a cada pareja de semejantes, sino a cada ser único en sí mismo. No sólo no había una pareja cuyos dos miembros tuvieran características similares, sino que ni siquiera había alguien que se pareciera a alguien. Eran cientos, y seguían saliendo, cientos de desiguales. Cuando parecía que estaban todos fuera, amor, se quitaron la gelatina de los ojos y se miraron. Algunos, dependiendo de la especie, también se olían, y otros se palpaban con sus manos o patas. Parecía que cada uno buscaba a otro en la multitud. Estando todos envueltos por su capullo traslúcido comenzaron a lamerse, para disolverlo. Se lamían para hacerse visibles, audibles, tocables. Se lamían unos a otros y también a sí mismos. Entonces me vi en la multitud, yo también, lamiendo. Después de haber lamido a otros tantos, te encontré. También tú debías de haber estado tiempo buscando, porque tu lengua me limpiaba la piel despacio, cansada. Nos hicimos palpables, jugosos, suaves. Y cuando todos, no sólo tú y yo, sino todos, estábamos limpios, copulamos con el elegido. Aún estoy mojada, pero ya no es el diluvio, porque mañana regresas a casa. Ya puedo levantarme de la cama. Qué importa que tú estés seco y yo en las aguas, si, cuando hay diferencia, todo se acopla como el nido a la rama.

Tu amor,

Nueva York, 1969 (el hombre acaba de pisar la Luna)

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Recuerdo ahora una escena que presencié hace unos meses. Se demoraba el metro que estaba esperando para volver a casa. Las ratas corrían por las vías buscando comida entre la basura. Por su indiferencia, sabía que la llegada del metro no se produciría en los próximos minutos. Miré a los que como yo esperaban en el andén. Crucé la mirada con unos ojos velados de agua. Aún no había lágrimas, pero el velo estaba a punto de romperse. Eran de una adolescente que, en su tristeza, entregaba algo a su madre. Un bulto de medio metro de altura. Por el cuidado con que estaba pasando de las manos de la hija a las de la madre, parecía extremadamente delicado. Estaba cubierto por una bolsa de basura a modo de improvisado impermeable porque, afuera, había empezado a llover. La madre, temblorosa, tomó en sus manos el bulto pero, antes de que le diera tiempo de acomodarlo entre su pecho y sus brazos, la hija se lo arrebató en un movimiento nervioso, casi violento. La madre, a su vez, volvió a quitárselo a la hija, y la miró desafiante mientras se abrazaba al bulto con fuerza. La hija lloró, la madre apretó los ojos. Madre e hija, viuda y huérfana, se disputaban como fieras las cenizas del marido, del padre.

 

-Fragmentos de ‘Yoro’ de Marina Perezagua. Los Libros del Lince. 2015. [Cortesía de la autora.]

 

-La primera foto pertenece a la promoción de Los Libros del Lince. La segunda a http://zasmadrid.com/wp-content/uploads/2015/10/Marina-Perezagua.jpg

 

*La portada la tomo de aquí. 

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1 comentario

Antonio Belchi Fernandez -

Gracias por vuestra generosidad, especialmente a Marina. Un beso grande.