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Antón Castro

MARIO ORNAT: FRAGMENTOS DE SU LIBRO 'BIENVENIDO MR. LOACH'

MARIO ORNAT: FRAGMENTOS DE SU LIBRO 'BIENVENIDO MR. LOACH'

[Hace pocas semanas, Mario Ornat, escritor y periodista deportivo, publicaba su primer libro: una investigación en torno a la película 'Tierra y libertad', que se rodó en el Maestrago. He aquí un fragmento de un libro que mezcla periodismo, investigación y pasión por el cine.]

 

Mister Loach: el artista y el hombre

Por Mario ORNAT. Del libro 'Bienvenido, Mr. Loach' (Doce Robles)

Fragmento

Nadie habría podido rodar las historias que ha llevado a la pantalla Ken Loach si no estuviera tocado por una inquebrantable determinación. El nervio, el compromiso, el atrevimiento y la ocasional confrontación dialéctica han formado parte del cine y la figura del director británico. Paradójicamente, en la distancia corta Loach ofrece al interlocutor un perfil contrario al del hombre resoluto que reflejan sus películas. Se mueve siempre de manera cuidadosa, tanto por el rodaje como en la modesta sala en la que accede a dialogar, 20 años después de su estreno, sobre Tierra y Libertad. El lugar es el piso más alto de la oficina de Sixteen Films en la capital británica, en el 187 de Wardour Street: un sencillo edificio georgiano de dos plantas situado en el Soho, en la calle que fue, a partir de la segunda mitad del siglo XX, la de las compañías cinematográficas en Londres. La estancia tiene un aire rural, como de silenciosa buhardilla; con vigas de madera a la vista e inundada de la luz del mediodía que entra por las clásicas ventanas de guillotina inglesas. Una mesa de madera rústica y varias sillas de un desleído turquesa, un mueble metálico sin ningún uso particular, una silla de oficina vuelta contra la pared, que mira a un póster de Sólo un beso; y, sobre los muros, las reproducciones enmarcadas de los carteles de tres películas más de Ken Loach: Kes, en un evocador blanco y negro; Pan y Rosas, con una nostálgica imagen casi vacía, también átona; y, por fin, el de Oranges and Sunshine, debut como director de Jim Loach, hijo de Ken, con Emily Watson como protagonista.

En ese escenario, Loach deambula con movimientos callados, como si acabara de entrar en una biblioteca y procurase no hacer ruido. Su cálido saludo, la disposición a conversar acerca de su obra o de las ideas que la inspiran, componen un perfil que parece la quintaesencia de la afabilidad, al tiempo cruzada por el aire de tímida extrañeza de su rostro y de los gestos, siempre a punto de la timidez: incluso pregunta dónde debe sentarse. Se diría que está de visitante, cuando en realidad ejerce de anfitrión junto a su productora, Rebecca O’Brien. Loach sonríe con facilidad y a veces parece incluir en el afectuoso gesto una implícita disculpa. Sus asistentes, interesados desde el primer momento en rememorar los días de Tierra y Libertad en Mirambel, advierten de la apretada agenda del director y de que Loach dispondrá de aproximadamente media hora para conversar. Lejos de exhibir cualquier apunte de inquietud por la duración de la entrevista, él mismo la alarga hasta la hora y cuarto. Cuando se le pide una fotografía, compone ese tipo de mueca incómoda de quien abre la puerta de un aula equivocada y, al darse cuenta de que no conoce ningún rostro y que todos lo miran, murmura una apresurada petición de perdón. Pero enseguida se presta a posar. Le cuesta mantener la mirada a la cámara. Por momentos parece azorado. En ninguna de las imágenes se sacará las manos de los bolsillos.

En cualquier otra persona todos estos rasgos definirían a alguien despistado, ajeno, pero bajo esa apariencia Loach oculta una finísima antena y no pierde detalle: “Aparentemente ausente y sin embargo al tanto de todo”[1]. Así lo definió Icíar Bollaín, después de trabajar a sus órdenes en Tierra y Libertad. Si uno observa a Ken Loach fuera de un ámbito cinematográfico –digamos, en la ceremonia de algún festival, durante un rodaje o en el espacio acotado de las entrevistas promocionales-  resulta complicado distinguirlo como alguien célebre: tiende a confundirse con el resto de la gente. Su modo relajado de vestir, el uso de tonos suaves, una americana nada ostentosa. Un inglés a la manera de otros muchos ingleses medios. La mímesis del hombre sin pretensiones. Ni estridente ni anodino. En la distancia corta, Loach dialoga sin altanería, de igual a igual, aun cuando deba responder a preguntas ya conocidas o no esté de acuerdo con una apreciación concreta. Le gusta escuchar tanto o más que ser escuchado… y esto lo ratifica cualquiera de los actores que ha trabajado con él. Su lucidez argumental resulta en una conversación luminosa, que pondera las palabras pero tiene muy definidos los principios que las sostienen. Sus característicos anteojos, que alterna para cerca y lejos, han perdido aquel tamaño considerable de antaño y ahora son de carey negro. Pero aún inspiran una curiosa idea: los usa desde luego para ver pero se diría que, de ser posible, hubiera preferido que le sirvieran para no ser visto.

Nada en Ken Loach llama la atención, salvo el propio Ken Loach. Su modo de apartarse del foco recuerda a su forma despojada de rodar, alejando la cámara de la acción. Si tiene que hablar de sí mismo en una entrevista, uno enseguida percibe de qué modo teje una guardia de entretelas con las palabras: y detrás de ella sitúa su figura, rebajada de cualquier protagonismo, ajena a la menor tentación de trascendencia. Por ejemplo, cuando se refiere a la gestión de Sixteen Films, la productora que gestiona junto a Rebecca O’Brien y Paul Laverty: “Paul escribe los guiones, Rebecca se encarga de la producción y yo… bueno, yo intento dirigir”[2]. Es decir: los demás hacen; Ken Loach lo intenta.

Y, sin embargo, cuando se trata de dirigir, Ken Loach es otro: “Delgado y encogido, pasea por los decorados con la nariz por delante y los puños apretados, sin ruido, sin levantar la voz casi nunca. (…) Una presencia física como imperceptible creando terremotos sentimentales”[3]. Ahí, cuando se dispone a contar una historia, Loach se comporta con la osadía, con la voluntad innegociable de una fiera ideológica, alguien que ha de defender sus convicciones como el boxeador que en cada puñetazo defiende el pan en la boca de sus hijos. Su obra habla de un director independiente, alejado de las atracciones del cine como gran industria comercial: “El problema es que el cine es visto básicamente como un bien, como una mercancía. No es considerado un medio de comunicación sino un producto. Es una inversión en la cual la gente que está en la industria busca recuperar las inversiones que han hecho y sacar ganancias. (…) Mucha gente está enamorada de lo que es el cine, en vez de estarlo de lo que podría ser y sus potencialidades”[4]. Esa radical visión no incurre, sin embargo, en ningún exceso de impostura artística. Loach escapa a la dicotomía entre el cine de entretenimiento y las películas de arte y ensayo. Si alguien tiene la tentación de adscribirlo a esta última categoría, aunque juegue a su favor, Loach aclara que incurre en un error de base. Y lo argumenta con la solidez característica: “En realidad creo que la palabra arte es muy peligrosa. Creo que simplemente lo que ocurre es que uno comunica lo que quiere comunicar de la manera en que mejor le sale. Quizás deberíamos hablar de comunicador en vez de artista, porque es una palabra menos ambiciosa. Si uno está en la situación de poder comunicar tiene la responsabilidad (como ser humano) de tratar de interpretar el mundo en el que vivimos, expresar dicha visión y compartirla: y si uno tiene una idea, debería luchar por ella”.



[1] Icíar Bollaín. ‘Ken Loach. Un observador solidario’. 1996, Madrid. Ed. El País/Santillana

[2] The Scotsman, 15 de marzo de 2011 

[3] Icíar Bollaín. ‘Ken Loach. Un observador solidario’. 1996, Madrid. Ed. El País/Santillana

[4] A Alejandra Ríos, en la revista digital ‘Estrategia Internacional’, nº10, noviembre/diciembre 1998

 

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