'LA ISLA DEL CINE': POEMA DE MI LIBRO 'EL MUSGO EN EL BOSQUE' (PUZ, 2016)
LA ISLA DEL CINE
El Cine Real era un paraíso en la oscuridad.
El centro de todas las fantasías, la isla del tesoro,
el campo de pruebas de las primeras pasiones imposibles:
íbamos al cine en los fines de semana a enamorarnos
irremediablemente. Antes de conocer el amor,
y quizá antes de haber saboreado el mar y sus mareas,
en la plenitud de la inocencia a punto de quebrarse,
quisimos a Ava Gardner, Edwige Fenech, Claudia Cardinale, Elsa Martinelli,
amábamos los ojos negros de Concha Velasco
y sus muslos deslumbrantes que no exigían ningún desnudo.
El Cine Real era como un refugio, tierra adentro,
mientras caía la lluvia y se encenagan las calzadas
y los campos de maíz y nuestras arboledas pobladas de caballos.
Todo podía suceder en el cine. En la pantalla, en nuestra
quimérica cabeza, en el temblor inesperado de la entrepierna
o quizá dos butacas más adelante, más atrás o en las de al lado.
O en aquel gallinero sombrío que olía a incertidumbre
y tentación. A veces solo batallaba la asfixia de los besos.
Todo podía suceder. Y un día, sábado, tercera y última sesión,
la de las diez, se estremecieron los planetas
y el silencio oscuro y mi corazón, zarandeado de súbito.
De repente, con su faldita breve y sus ojos encendidos,
apareció Isabel, mi prima, la que tenía molino y furgoneta,
la que había perdido un novio en el servicio militar,
allá en las marismas de Cádiz. La llamé y se sentó a mi lado.
Aproveché el NO-DO. Y le dije al oído las triviales confidencias
de quienes llevan algunas semanas sin verse.
Luego le hablé de lo poco que sabía de la película.
Se titulaba El día de la ira y la protagonizaba uno de mis actores favoritos: Giulianno Gemma.
El malo malísimo era Lee Van Cleef. Un pistolero torvo.
No tardó en empezar la sesión.
Yo la miraba de reojo sin ser visto, o eso creía,
pero pronto me di cuenta de que ella hacía algo parecido.
Un brillo lateral parecía despertar centellas en su rostro.
O una luna gigante de misterio que irrumpe tras el vendaval.
Ladeó la cabeza hacia mi rostro y percibí su piel suave,
la olorosa textura de su media melena negra y arbolada de leves rizos.
Hubo un instante en que me cogió las manos, quizá fuese
solo la mano izquierda. La memoria me duele y me traiciona.
La llevó a su boca y la acarició con los labios.
Juraría que noté la humedad de su lengua.
El terciopelo de su saliva. La carnal densidad de mi propia lumbre.
La apretó, cedió en su presión, jugueteó con los dedos,
uno a uno, de dos en dos, no sé si recuerdo bien o lo invento.
Y entonces, cuando se levantaba el polvo y retumbaba
en el centro del desierto que avanza con su silbo de sierpe,
condujo mi mano hacia su pierna y allí la dejó, a solas,
con el afán quizá de que llegase hasta el centro inexpugnable.
La mano y mi pánico se quedaron indecisos, perplejos,
como quien teme arrojarse hacia el fondo de un precipicio.
Isabel, diez o veinte minutos después, me besó la oreja.
Me digo ahora, me justifico tal vez, tantos años después:
se impacientó de esperar y de mala conciencia.
Me sentí su amante secreto. El galán clandestino de la función
que aún no sabe cómo pecar en la penumbra.
Me puso una moneda en la mano y me la cerró con suavidad.
Era el tesoro inesperado de la isla del cine.
«Tengo que irme –dijo-. No soporto las películas del oeste.
Espero que sepas guardarme el secreto, primo».
Ha pasado más de media vida. El doble del tiempo del olvido.
A veces en la oscuridad, aún la siento: cercana, temblorosa, con los pies descalzos
y la falda corta de una actriz que desordena y paraliza mi deseo.
*La foto es de Nikola Borissov (Sofía, Bulgaria, 1990).
-De 'El musgo del bosque' de Antón Castro. Prensas Universitarias de Zaragoza: La Gruta de las palabras. Zaragoza, 2016. 81 páginas.
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