MORENO CARBONERO: HISTORIA DEL LIENZO DEL PRÍNCIPE DE VIANA
LETRAS ESTIVALES. DOMINGO*
Un cuadro magistral que se llevó El Prado
‘El príncipe don Carlos de Viana’, el gran retrato de Moreno Carbonero, estuvo en el Museo de Zaragoza desde 1919 hasta 1992
MUSEO DEL PRADO
‘El príncipe don Carlos de Viana’ (1881) de José Moreno Carbonero, uno de los cuadros de pintura histórica española del siglo XIX
Antón CASTRO
“La pintura se me manifestó, hace ahora 35 años, en el Museo Provincial de Zaragoza a través del cuadro ‘El príncipe don Carlos de Viana’, pintado por José Moreno Carbonero. Recuerdo la vivísima impresión que me causaba el modo en que está pintado el polvo de los libros y la estantería del fondo. Iba a menudo a verlo. Me gustaba mucho”, escribe el pintor Pepe Cerdá. El también artista y escritor Eduardo Laborda acudía a visitar a menudo aquel cuadro insólito, de un único personaje, con el perro a sus pies y la biblioteca detrás, porque le encantaba aquella obra academicista y magistral, del solitario resignado y melancólico. “En los años 70, hasta su transformación, el Museo de Bellas Artes de Zaragoza era de los mejores de España. Y su colección de pintura del siglo XIX era extraordinaria. Ese lienzo estaba en la primera planta y era toda una lección pintura, de técnica y de emoción. José Moreno Carbonero lo había pintado con 21 años. Impresionante”, dice.
‘El príncipe don Carlos de Viana’ es un óleo de 1881, realizado en Roma, donde el pintor malagueño estaba pensionado, de 3.10 metros de largo por 2.10 de ancho. Lo adquirió el Museo del Prado ese mismo por 5.000 pesetas (30 euros) porque recibió la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes. En 1919 se cedió en depósito al Museo de Zaragoza, que lo registró en varios de sus catálogos desde 1933 y lo exhibió hasta los años 70, instante en que fue retirado a los almacenes cuando se hizo la remodelación para instalar los fondos de arqueología. En 1992, cuando José Luis Díez organizó una gran exposición sobre ‘La Pintura del siglo XIX en España’ en el Museo de Arte Moderno, fue reclamado y ya no volvió a Zaragoza, algo que también ocurrió con otra obra fantástica aún de mayores proporciones: ‘Últimos momentos del rey don Jaime I el conquistador en el acto de entregar su espada a su hijo don de Pedro’ (1881) de Ignacio de Pinazo.
Ahora ‘El príncipe don Carlos de Viana’ está expuesto en las espectaculares salas del Museo del Prado dedicadas al siglo XIX, muy cerca de ‘Doña Juana la Loca’ (1877) de Francisco Pradilla y de ‘Los amantes de Teruel’ (1884) de Muñoz Degrain. Es un cuadro que impresiona, distinto a todos: la anécdota narrativa se ciñe a un único personaje, inscrito en una decoración infrecuente, casi mística o metafísica. Don Carlos fue uno de los personajes más infaustos e historiados por la literatura y la pintura: inspiró a Zorrilla en ‘La lealtad de una mujer y aventuras de una noche’ (1840) y a Gertrudis Gómez de Avellaneda su drama ‘El Príncipe de Viana’ (1844), pero también a artistas como Emilio Sala, Vicente Poveda, Julio Cebrián y Mezquita y Ramón Tusquets, entre otros.
Era el primogénito de Juan II de Aragón y de Blanca de Navarra, a la que también pintó José Moreno Carbonero (Málaga, 1860-Madrid, 1942), y era por tanto el legítimo heredero de ambos tronos. Juan II se casó en segundas nupcias con Juana Enríquez, madre de quien sería Fernando el Católico. Comenzaron las intrigas, de tal modo que Carlos cayó en desgracia y el rey hizo una maniobra extraña, sobre todo ante la popularidad y el cariño que suscitaba en Cataluña: encerró a su propio hijo y lo desposeyó de sus honores. El joven intentó recuperar sus derechos, pero le fue imposible y entonces se vio abocado casi a una existencia de fugitivo, centrado en el retiro, en la soledad y en la reflexión. Se marchó a Francia, fue amigo y confidente de Ausías March, que solía leerle sus poemas o trovas, y finalmente halló refugio en Nápoles, al amparo de su tío Alfonso V. Decidió recluirse en un monasterio próximo a Mesina, donde lo imaginó Moreno Carbonero. Se casó a los 18 años, guerreó, intrigó, conoció la prisión; pero aparece siempre envuelto en la fatalidad.
Algunos historiadores y críticos de arte han escrito que el joven artista “pintó la biblioteca de un alquimista, no la de un príncipe”, según recogió ‘La Época’. El propio José Luis Díez matizaba: “Así, tanto libros y mobiliario como la propia figura del noble están concebidos con el mismo sentido general de decrepitud que indica su destino sombrío, subrayado además por la austeridad cromática de la composición, tan solo rota por la riqueza del terciopelo encarnado del almohadón”. El cuadro destaca por su dibujo impecable y por la calidad de su pintura, por la riqueza de detalles, que acentúan el desaliño y el olvido, por la exactitud del sitial gótico y por esa atmósfera de desamparo absoluto. Había sido abandonado por casi todos, salvo por su perro.
Su destino fue aciago y enmarañado. Regresó a Barcelona en loor de multitud, pero las adversidades y conjuras siempre se multiplicaban a su alrededor. Murió en 1461, a los 40 años, en el Palacio Real de de Barcelona; quizá fuese envenenado. En cualquier caso, el retrato de Moreno Carbonero luce espléndido en el Museo del Prado y verlo allí, y pensar que estuvo en Zaragoza durante más de 70 años, produce una melancolía pareja a la que siente ese personaje flaco, de mediana estatura, que halló consuelo en la meditación, en la lectura y la escritura, y que parece el perfecto Segismundo de ‘La vida es sueño’ de Calderón de la Barca.
*Serie diaria de ’Heraldo de Aragón’.
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