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Antón Castro

LA DISPUTA POR LOS BIENES: EN FRAUDE DE LEY

EN FRAUDE DE LEY

 

Por Marisancho Menjón*

Existe un curioso enunciado, llamado “Ley de Godwin”, que afirma que cuando en una discusión en internet se menciona a Hitler o a los nazis, esa discusión se acaba. Lo mismo pasa cuando aparece el recurso al anticatalanismo: en cuanto se utiliza como respuesta o justificación, se puede dar por concluido todo intento por mantener un intercambio sensato de opiniones. En ese punto, el nivel de la conversación ha descendido a cero, se han terminado los argumentos.

Últimamente, el anticatalanismo aparece a la primera de cambio en las discusiones relacionadas con los litigios por el patrimonio de Sijena, pero aducir que las reclamaciones de este patrimonio se deben a simple catalanofobia es evidenciar que no se tienen argumentos o que no hay voluntad de ofrecerlos.

Las reclamaciones aragonesas de obras pertenecientes al Monasterio de Sijena se sustentan en sólidos argumentos jurídicos que fueron aceptados por los Tribunales. Las dos sentencias en las que han culminado los dos procesos abiertos por esas piezas, accesibles a quien quiera leerlas porque están en la red, recogen esos argumentos, los valoran y aceptan porque están bien fundamentados. En el caso de las ventas de bienes en 1983, 1992 y 1994, se dictamina que fueron nulas de pleno derecho y que se realizaron en fraude de ley. Es difícil ser más contundente. La jueza considera tan claro el caso que por eso ordenó la ejecución directa de la sentencia. Esas ventas acumulan diversas irregularidades que no han podido ser contestadas por los letrados de la parte catalana: quien las efectuó, que era la priora del monasterio de Valldoreix, no tenía capacidad jurídica para hacerlo, pues se erigió en representante de las monjas de Sijena sin serlo; afirmó que ambas comunidades, Sijena y Valldoreix, se habían fusionado cuando no era cierto; los permisos eclesiásticos con los que se contaba no se dieron para vender ese patrimonio; de dos de las ventas no se hizo escritura pública; no constan documentos de pago; no se dio traslado de la venta al Ministerio de Cultura, como es preceptivo por ley; y, finalmente, se trataba de bienes que, en buena medida, no podían enajenarse porque pertenecían a un Monumento Nacional, hoy BIC, protegido por la ley. No hay aquí asomo de anticatalanismo y sí sólidos fundamentos de derecho.

En el caso de las pinturas de la Sala Capitular, objeto del segundo litigio impulsado desde Aragón y que también ha obtenido una sentencia favorable, ha quedado probado que el MNAC las posee como mero depósito en precario. Fueron arrancadas en 1936 en una operación de salvamento, para evitar una destrucción que se consideraba irremediable tras su incendio. El problema fue que ya nunca se devolvieron, como sí ocurrió con tantísimas otras obras de arte rescatadas, incautadas o trasladadas a lugar seguro durante la guerra. Las monjas de Sijena jamás formalizaron ninguna clase de depósito, y el intento de donación que al parecer se produjo en 1992, lo firmó nuevamente la priora de Valldoreix y no llegó a perfeccionarse, no contó con permisos eclesiásticos ni civiles y no fue objeto de escritura pública y legal. Se quedó en eso, en un intento de alguien que ni siquiera era el dueño del bien.

Un depósito no prescribe ni caduca y ha de levantarse cuando el dueño lo diga. La dueña de las pinturas, en este caso, sigue siendo la Comunidad Sanjuanista de Sijena, hoy representada por la madre federal de la Orden de San Juan, y ha decidido que esas pinturas deben volver a casa. Su traslado es delicado pero si se hace con la debida profesionalidad, las pinturas no tienen por qué sufrir deterioro. De hecho, han sufrido ya ocho traslados, éste solo sería el noveno. Y no es necesario “arrancarlas por segunda vez”, como se ha afirmado, sino sólo desmontarlas de la estructura en la que están colocadas, y volverlas a montar sobre los arcos de la sala. Eso sí: es responsabilidad muy importante del Gobierno de Aragón tener esa sala en condiciones para cuando se produzca el momento de la devolución.

Frente a todo ello, los letrados de la parte catalana han aducido que  el Gobierno de Aragón y el Ayuntamiento de Villanueva no tienen competencias ni legitimación para reclamar los bienes, que las acciones han caducado o prescrito y que los bienes, aunque sean pinturas murales o las puertas del palacio prioral, no estaban protegidos por la declaración del monasterio como Monumento Nacional. Pero no han aportado ni un solo documento que avale la legalidad de las ventas o demuestre la formalización de un depósito por la comunidad monástica de Sijena.

No, señores, no se trata de anticatalanismo. Así que, al menos por nuestra parte, podemos seguir discutiendo. Con argumentos.

 

*Periodista e historiadora del arte. Tiene un libro en prensas sobre este asunto en Prensas Universitarias de Zaragoza. Este texto se publica en 'Heraldo de Aragón'.

 

Y en su blog, también publicó este texto.

Me falta un Cristo para completar la colección

Alfonso Salillas recordaba el otro día, cuando se produjo el traslado de la cuna del Belén de Sijena al Museo de Zaragoza, cómo las monjas le dejaban jugar cuando era niño con las minúsculas campanillas que tiene esa pieza. Es un recuerdo sencillo, una simple anécdota, pero ilustra muy bien la enorme diferencia que existe en el trato que se da al patrimonio por parte de quienes lo tienen como suyo, la gente de los pueblos a los que esos bienes pertenecieron, y por parte de quienes sólo ven en él su valor artístico o material, desde un enfoque meramente académico o técnico. Qué distinto es decir “Esa Virgen era la patrona de mi pueblo” o “Esa talla románica completa nuestra colección”.

Uno ve en un museo, cualquiera de ellos, una vitrina llena de vírgenes románicas y se pregunta qué hacen ahí, de qué sirve acumular unas tallas que al formar parte de una serie han perdido su sentido. “La Virgen de tal lugar” se convirtió en “una pieza escultórica del siglo XIII” metida con otras compañeras en una vitrina, una más. Los turistas pasan delante de ellas, les dedican una mirada durante unos segundos, quizá escuchan un comentario genérico en la audioguía, y pasan a otra cosa. A la siguiente vitrina, esta vez llena de cruces y cálices, o a la decimoséptima pared con retablos colgados.

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Los museos de arte antiguo han ejercido un papel importantísimo en la conservación del patrimonio en épocas en las que sufrió peligro de deterioro, venta o desaparición por distintos motivos. Es cierto, es incuestionable, y es su mayor mérito. Pero llevan cumpliendo esa función unos cien años, algunos mucho menos, mientras que los pueblos han conservado ese patrimonio durante siglos y siglos. Los eruditos, académicos y coleccionistas no valoraron, por ejemplo, el arte románico hasta tiempos relativamente recientes; por el contrario, lo despreciaron y tacharon como “arte bárbaro”. En los pueblos, sin embargo, aquellas toscas imágenes fueron respetadas siempre, permanecieron inmunes a los variables criterios académicos porque eran suyas, formaban parte de su identidad, habían sido veneradas durante generaciones y a su intercesión se acudía en la zozobra. Daba igual que fueran feas o bonitas, valiosas o no, de un siglo o de otro, de madera o metal, denostadas o ensalzadas en los libros. Se trataba de otra cosa más honda y auténtica. Los mejores guardianes del arte fueron esos pueblerinos que no entendían de criterios estilísticos y que invariablemente han sido y son denostados, menospreciados por los ámbitos cultos.

Tan menospreciados que, a menudo, ni siquiera pusieron el nombre del lugar de procedencia de las piezas que iban entrando a los museos: qué más daba, qué importaba, era una buena tabla gótica, o una preciosa cruz procesional, o un relicario… que acrecentaban la colección. Hay cientos, miles de piezas expuestas en los museos cuyo origen se desconoce.

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Quizá el caso más extremo sea el del Museu Marès, del que proceden las fotografías que ilustran este texto, cuyas colecciones son excesivas, mareantes, resultado de una acumulación obsesiva de su dueño, que llegó a las 66.000 piezas. Alli, las esculturas románicas comparten espacio con series inacabables de llaves, pipas de fumador, bicicletas antiguas, bastones, abanicos, pianolas, clavos… Pero, en el fondo, la impresión de collage absurdo tarda en olvidársenos tras la visita a la mayoría de los museos.

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