EL FABULADOR JESÚS MONCADA
Jesús Moncada, el fabulador
universal del río Ebro
El escritor de Mequinenza, nacido en 1941 y fallecido en 2005, fue un modelo de convivencia entre Aragón y Cataluña y fue distinguido en las dos comunidades
Antón CASTRO
Uno de los grandes escritores aragoneses y catalanes del último medio siglo ha sido, y sigue siéndolo, Jesús Moncada (Mequinenza, 1941-Barcelona, 2005), hijo de tendero y niño curioso, hambriento de historias y sortilegios, que creció en el pueblo viejo de Mequinenza, anterior a la inundación y al pantano. Fue un joven marcado por la huella del campo, la minería y las navegaciones por el Ebro y el Segre, ríos que solían desbordarse a menudo y fundirse y mezclar sus aguas, prácticamente ante la casa del muchacho. Jesús encarnó como pocos la convivencia natural entre catalanes y aragoneses: fue un escritor aragonés que escribió en catalán, y a su modo creó una lengua enraizada en los registros de su pueblo, y fue un escritor catalán que nació en Aragón y que jamás renunció ni a su memoria, ni a la huella de sus antepasados ni al vínculo, interiorizado, con un paisaje de fondo y con su historia. En 2004 recibió en Teruel el Premio de las Letras Aragonesas, que tanto le enorgulleció.
Jesús Moncada se formó, y casi se forjó, en el colegio Santo Tomás, en el entorno de la plaza de San Cayetano, como alumno interno. Allí descubrió la misteriosa figura del poeta Miguel Labordeta y tuvo de profesor a Rosendo Tello. El autor recordaba en 1998: “Rosendo Tello me decía: “Escríbeme para mañana una octava real. O un soneto, estrofas de pie quebrado, lo que quiera”. Escribí una leyenda mequinenzana, Miguel Labordeta la premió y la publicó en la revista escolar ‘Sampasarana’. Y me regaló los ‘Recuerdos de infancia y juventud’ de Ramón y Cajal de la colección Austral, libro que todavía conservo”.
Aprovechó su estancia en Zaragoza para conocerla bien y para transformarla, muchos años después, en la imaginaria Torrelloba de ‘La galería de las estatuas’, una novela que es un poco su propia historia y una cartografía sentimental de sus paseos y quizá de su melancolía esencial de Mequinenza. Más tarde, tras estudiar Magisterio, dio clases un tiempo en su pueblo y se aficionó a la pintura, algo que desarrollaría entre finales de los años 60 y principios de los 70 en Barcelona, aunque en realidad desde niño solía dibujar en un papel de estraza que le preparaba su padre; logró tal destreza que con nueve años ilustró su primera tentativa literaria: una imitación de ‘Cinco semanas en globo’ de Julio Verne. Se trasladó a Barcelona y realizó varias exposiciones con una obra expresionista, surrealista y un tanto metafísica, que rescató el sello Prames, en una edición de Pedro Pablo Azpeitia: hacía figuras inquietantes, campesinos, sueños. Si poco a poco abandonó la pintura, jamás dejó de dibujar y de colorear: fue un maestro de las dedicatorias y las caricaturas (que editó Mercé Biosca), y solía utilizar hombres con gorra que se le parecían, y algunos animales, pájaros y especialmente cocodrilos, que él, en sueños o en sus fabulaciones, veía surcar el Ebro.
El Ebro fue el auténtico hontanar de sus fabulaciones a través de los cafés de sus orillas, donde se reunían los marinos. Veía ir y venir los ‘llauts’ y oía narraciones de contrabando y aventuras de amor, y a veces de prostíbulo, de cabareteras francesas o de fútbol (fue el escribiente de un cronista ciego) que poblarían, elaboradas a su manera, muchas de las páginas de sus cuentos y de su obra capital: ‘Cami de sirga’ (1988), un friso narrativo ambicioso poblado por navegantes como Honorato del Rom y Arquímedes Quintana o aquella delicada Carlota. Para llegar ahí, a una obra tan madura, había publicado dos libros: ‘El cafè de la Granota’ (1981; ‘El café de la rana’, en la edición de Xordica) e ‘Històries de la má esquerra’ (1985; ‘Historias de la mano izquierda’ en castellano), relatos muy trabajados que reflejan la asimilación del magisterio de Manuel Berdún Torres y su ‘Destierro 6’, “el primer escritor que yo conocí”, de Edmón Vallès y de Pere Calders, el gran cuentista de ‘Crónicas de la verdad oculta’, con quien coincidió en la editorial Montaner y Simón.
A ‘Cami de sirga’, le siguieron la citada ‘La galería de les estatuas’ (1992) y luego ‘Estremida memòria’ (1997) -los tres títulos aparecieron en Anagrama con el título de ‘Camino de sirga’, ‘La galería de las estatuas’ y ‘Estremecida memoria’- y son los libros de un gran escritor, perfeccionista hasta la exasperación, capaz de hacer hasta ocho o diez versiones, que admiraba a Balzac, Lampedusa, Álvaro Cunqueiro o Alejo Carpentier, y que convirtió a Mequinenza en una región universal de la ficción. Él asumió la cita más célebre de Miguel Torga, “lo universal es lo local sin paredes” y estaba feliz porque había sido vertido a una veintena de lenguas, “entre ellas el coreano”, decía. Amaba tanto su idioma que se dedicaba a traducir –con nombres como Maximus Minimus, Cornelius Pi y otros seudónimos- para sobrevivir, claro, y porque estaba seguro de que eso le permitía, día a día, construir una lengua más rica, matizada y sonora, idónea para su escritura llena de humor, sensualidad y una fantasía que invade lo cotidiano y se hace mito.
*Autorretrato de Moncada. Este texto ha aparecido en 'Letras estivales' de Heraldo.
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