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Antón Castro

UN SIGLO DE GREGORY PECK

UN SIGLO DE GREGORY PECK

Gregory Peck, casi perfecto

en la vida y en el cine

 

Se cumple un siglo del nacimiento del hombre que encarnó a Atticus Finch, al capitán Ahab o al malvado Joseph Mengele

 

Antón CASTRO

El cine está lleno de maravillosas historias delante y detrás de la pantalla. Mary Badham, la niña Scout de ‘Matar a un ruiseñor’ (1962) de Robert Mulligan, jamás pudo desembarazarse de su personaje y mucho menos de la figura de Gregory Peck (La Jolla, California, 1916-Los Angeles, California, 2003), que encarnaba al abogado Atticus Finch. Ella ha recordado “el amor, la calidez y la comprensión, y la sonrisa profunda y maravillosa del actor” que dio vida al protagonista  de Harper Lee. Quizá sea el mejor padre de la historia del cine y uno de los más positivos y comprometidos: leía a sus hijos y se tomaba tiempo para escucharlos. Peck era “accesible y natural” tanto en el set como en los descansos: los chicos lo sentían casi como un padre de verdad y se sentaban con él en su regazo, le pedían historias o bromas mientras se balanceaba en su hamaca.

Harper Lee, que jamás había estado en un rodaje, se quedó fascinada cuando lo vio actuar; unas lágrimas de emoción le abrillantaron la mejilla. Luego le dijo al actor: “Me ha recordado la barriguita de mi padre”. Peck, con su habitual sentido del humor, le respondió: “Ese es un recurso de actor”. El intérprete de La Jolla era tan profesional y metódico que ensayaba en secreto algunas de las escenas y quizá fue el primero en saber que aquella iba a ser una película para siempre, que se rodó como en un estado de gracia. Lee tuvo un detalle maravilloso: le regaló el reloj de bolsillo de su padre y Peck acudió con él a recibir el Oscar al  mejor actor de manos de Sofía Loren en 1963.

Quizá sea una manera blanda de empezar un texto sobre Gregory Peck, de cuyo nacimiento se cumple un siglo, pero este actor no solo es uno de los más grandes y de “los más apuestos”, según muchas actrices, de Hollywood, sino un ser humano entrañable, comprometido con la libertad, con los derechos humanos y escasamente frívolo en un universo de frivolidades. Quiso ser bastantes cosas, militar, médico, y fue algún tiempo camionero, pero en cuanto decidió ser actor, se aplicó a ello con determinación. Estudió el método de Constantin Stanislavski, se matriculó en Literatura y Lengua en Berkeley y estudió de lleno arte dramático. Y decidió jugárselo todo a una carta: con 130 dólares en el bolsillo se marchó a Nueva York. Allí empezaría todo, incluido el amor: en 1942 vio a la maquilladora y diseñadora Greta Konen Rice, se enamoraron, se casaron y vivieron juntos hasta 1954; tuvieron tres hijos. Al año siguiente, se prendó de la periodista francesa Veronique Passini, tras una entrevista. Peck llamó a su diario para volver a verla y ahí empezó una relación que se prolongó hasta la muerte del actor.

Tras diversos escarceos, puede decirse que la carrera cinematográfica de Gregory Peck –hijo de padres separados, se crió con una abuela loca por el cine- empezó con dos películas como ‘Días de gloria’ de Jacques Tourneur, el director de ‘Retorno al pasado’, y ‘Las llaves del reino’, de John Stahl, ambas de 1944. A partir de ahí se convirtió en una presencia constante, en un galán de 1.90, en un rostro versátil en muchas películas importantes: ‘Recuerda’ (1945) y ‘El proceso Paradine’ (1947), ambas de Alfred Hitchcock, donde da la medida de su complejidad, encanto y fotogenia, al lado de dos grandes y bellas actrices como Ingrid Bergman y Alida Valli.

En 1946 había intervenido en otra película fantástica, un western distinto, ‘Duelo al sol’, de King Vidor, donde era al hermano malo de Joseph Cotten; rivalizaba por la belleza morena y pasional de Jennifer Jones, con quien vive una escena de desgarrada sensualidad. En 1953 participó en ‘Vacaciones en Roma’ de William Wyler, una exaltación del viaje y del verano, de las vacaciones, de los amores improvisados, que puso de moda la Vespa. Audrey Hepburn se enamoró locamente de él, pero Peck no aceptó. En cambio, establecieron un pacto de cariño y amistad para siempre. La carrera de Peck contempla otros títulos espléndidos, más de 50: ‘Moby Dick’ (1956) de John Huston, donde encarnó al torturado, obsesivo y rencoroso capitán Ahab, la película se rodó en parte en Canarias… Otros títulos suyos fueron ‘Mi desconfiada esposa’ (1957) de Vincent Minnelli, ‘El cabo del terror’ (1962) de Lee J. Thompson, ‘Los niños del Brasil’(1978) de Franklin Schaffner o ‘Gringo viejo’ (1989) de Luis Puenzo. Y, por supuesto, ese oasis de talento y compromiso, ya glosado, que fue ‘Matar a un ruiseñor’.

Peck declaró ante Joseph McCarthy, se manifestó contra la guerra del Vietnam, promovió y apoyó centros para actores, produjo películas antibélicas y puso voz a los derechos de un colectivo de homosexuales. La periodista Pauline Kael lo definió como “un actor competente pero siempre un poco aburrido”. Nadie es perfecto, ni falta que hace. Tras recibir la novela ‘Matar a un ruiseñor’ le dijo a Robert Mulligan y a su productor: “Si me queréis, soy vuestro”. Quizá sea su mejor epitafio. 

 

 

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