LAS VÍCTIMAS RECUPERAN EL ALMA
[Texto de Víctor M. Juan Borroy, escritor y pedagogo, que leyó el pasado martes en la presentación del libro, en dos volúmenes, ’Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesdca 1936-1945)’, el trabajo de casi toda una vida donde las víctimas "han recuperado el alma".]
Un monumento a las víctimas
Víctor Juan
Víctor Pardo y Raúl Mateo (2016),
Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca 1936-1945).
Todos somos conscientes de que hoy, aquí y ahora, estamos viviendo un momento histórico. Gracias a Raúl Mateo Otal y a Víctor Pardo Lancina estamos participando en este salón de actos de la Diputación Provincial de Huesca de un momento que siempre será recordado. Vamos a poner palabras donde durante décadas solo ha habido silencio y olvido. Vamos a transitar por caminos desconocidos, intuidos por muchos de nosotros, y ahora perfectamente delimitados por Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca, 1936-1945), una precisa cartografía del horror y de la memoria, de la miseria del ser humano y también de la dignidad que de vez en cuando nos caracteriza.
Raúl y Víctor son sobradamente conocidos en la ciudad, pero voy a permitirme decir dos cosas de ellos. Víctor y Raúl son dos ángeles buenos que velan en la ciudad por la conciencia de todos. No les guían más intereses que la verdad y la justicia. Y eso, en los tiempos que corren, ya es revolucionario. Estos proyectos en los que con frecuencia se embarcan les hacen perder dinero, invertir en quimeras el tiempo que les roban a sus familias, a sus amigos y a sus aficiones. Incluso es posible que estos trabajos les hagan ganar enemigos. Ellos saben –como escribía Ramón Acín- que quizá alguna puerta se les cerrará o que alguien les negará el saludo. Pero su compromiso está por encima de todas estas circunstancias.
Raúl y Víctor trabajan lejos de la academia y de sus servidumbres. Esto entraña ciertas dificultades, pero asegura que no tienen intereses al margen de la propia investigación, que sus trabajos no son un medio para conseguir otra cosa sino que son un fin en sí mismos.
Raúl y Víctor son ciudadanos, ciudadanos valientes. Ellos, con la colaboración de otras personas, han hecho de Huesca una ciudad más hermosa. Se hermoseó la ciudad cuando se le retiraron a Francisco Franco los honores que el ayuntamiento de Huesca le había concedido en los primeros años cincuenta. Por eso el dictador ya no es ni hijo adoptivo ni alcalde perpetuo de la ciudad. Lo de recuperar los regalos que en aquella ocasión se le hicieron (un escudo de oro y diamantes valorado en 16.500 pesetas de las de 1952 y un pergamino) ya es arena de otro costal. Víctor y Raúl trabajaron para hacer realidad en 2004 el homenaje a Ramón Acín y a Conchita Monrás o, más recientemente, el «Memorial a los fusilados en Huesca», el proyecto que recuerda en las tapias del cementerio el nombre de los 548 seres humanos que fueron asesinados. Si en cada ciudad hubiera media docena de personas como Raúl y Víctor, aunque nos conformaríamos con que hubiera tan solo una, tendríamos un país más justo y más decente.
Raúl y Víctor han trabajado en la redacción de Todos los nombres escrupulosamente, es decir, con honradez y rectitud, con exactitud y esmero. Han trabajado sin desmayo. Le han dedicado a este libro el tiempo, la ilusión y la inteligencia que un proyecto de tal envergadura les pedía. Por eso su dedicación me recuerda el espíritu con el que trabajó María Moliner en la elaboración de su Diccionario de uso del español y que ella misma resumía en la presentación de la primera edición con estas palabras:
«Por fin, he aquí una confesión: la autora siente la necesidad de declarar que ha trabajado honradamente; que, conscientemente, no ha descuidado nada; que, incluso en los detalles nimios en los cuales, sin menoscabo aparente, se podía haber cortado por lo sano, ha dedicado a resolver la dificultad que presentaban un esfuerzo y un tiempo desproporcionados con su interés, por obediencia al imperativo irresistible de la escrupulosidad; y que, en fin, esta obra, a la que, por su ambición, dadas su novedad y complejidad, le está negada como a la que más la perfección, se aproxima a ella tanto como las fuerzas de su autora lo han permitido».
Este libro no habla del pasado. Somos lo que hemos sido. El pasado no está detrás de nosotros. El pasado lo tenemos siempre ante nosotros. Somos estos nombres y la injusticia del silencio, y el dolor y ahora también somos la luz que proyecta este libro. En 1992, cincuenta y seis años después del inicio de la Guerra Civil, diecisiete años después de la muerte del general Franco, Julián Casanova coordinó al grupo de investigadores de la Universidad de Zaragoza que publicó El pasado oculto, una gran base de datos sobre los asesinados en Aragón. Tuvimos que esperar mucho tiempo para poder escribir la relación de los otros muertos, los nombres que no figuraron en monolitos o en las fachadas de las iglesias. Aún hoy es necesario escribir sus nombres y alimentar la memoria. Muy cerca de Huesca, en Lasieso, encontramos un ejemplo evidente de estos agujeros negros por los que desaparecieron los nombres y la historia de los perdedores. En el frontal de la fachada de la antigua escuela puede leerse «Escuela Nacional Mixta…» y hay un nombre borrado. Alguien picó la piedra. Afortunadamente, sabemos que falta el nombre de Ildefonso Beltrán Pueyo, el inspector de escuelas y diputado por el Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
Ante el recuerdo de las víctimas, ante la constatación del horror, es imposible no preguntarse cómo fuimos capaces de estas atrocidades, cómo la gente común pudo tolerar que se asesinara impunemente a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo, a sus familiares y a sus amigos… Cómo pudieron seguir viviendo conociendo a los asesinos… En No se fusila en domingo, las magníficas memorias del médico Pablo Uriel en las que cuenta cómo vivió la guerra civil en Zaragoza y Belchite encontramos la respuesta. En la gente se instaló un pensamiento perverso, deshumanizador: no son como nosotros –se repetían–, son malos, merecen morir. Este pensamiento está reflejado en la actitud de una monja joven, la hermana María, dulce en el trato con los enfermos, persona a la que Pablo Uriel conocía desde antes del inicio de la guerra y a la que consideraba una mujer bondadosa.
«La hermana María entró como una tromba. Su hermoso rostro expresaba una emoción exaltada.
-¡Ay, Dios mío! Acabo de pasar por la sala de disección; por lo menos hay doscientos muertos. ¡Es horrible! Y hasta hay mujeres y niños.
Al comprobar que todos la mirábamos, asombrados y silenciosos, se ruborizó, bajó la vista y dijo unas palabras que no se me olvidarán nunca:
-¡Dios mío! ¡Cuánta gente mala hay en el mundo!» (Uriel, 2005, 208-209).
Víctor y Raúl humanizan en este libro a las víctimas. Sabemos que tenían madre, amigos, tenían proyectos, se enamoraban, a veces estaban tristes y se sentían solos, peleaban por sus sueños. Eran exactamente igual que nosotros. Tenían una vida exactamente igual que la nuestra, transitaban por las mismas calles por las que nosotros paseamos, las calles en las que juegan nuestros hijos, por las que caminamos con prisa cuando vamos a trabajar, las calles por las que deambulamos distraídamente mientras conversamos con nuestros amigos… Hasta que no se asume que los protagonistas de la historia son exactamente igual que nosotros, es imposible entender nada.
Todos los nombres es un libro de luz y de paz.
Este libro nos devuelve el alma de las víctimas, no en su sentido metafísico sino en su sentido etimológico. El alma es la palabra sagrada. Y no hay palabra más sagrada que el propio nombre. De ahí que el nombre sea lo primero que se le arrebata a los vencidos. En los campos de exterminio a las personas se les robaba el nombre y se les otorgaba un número. Con la pérdida del nombre se evita el recuerdo, se les priva de la memoria. Eso es lo que los vencedores pretenden: borrar a los enemigos de la historia. También a los hijos de los represaliados les robaron el nombre: Katia Titania Acín, Libertad Acracia Bosque, Libertad Claver, Germinal Ubico, Humanidad Hernández…
Margalit en su libro Ética del recuerdo inicia el capítulo titulado «Recuerda el nombre» resumiendo un pasaje de Pentecots, una obra de teatro que narra la historia de un grupo de niños que van hacinados en un tren de ganado, camino del campo de concentración. Estaban tan desesperadamente hambrientos que se comieron los cartones que llevaban atados al cuello, los cartones en los que estaba escrito su nombre. Nosotros sabemos que estos niños murieron dos veces. Murieron en las cámaras de gas, murieron de hambre, de agotamiento o a causa de los golpes recibidos. Y también murió su memoria porque nadie pudo recordar su nombre. Escribir sus nombres, todos los nombres, como han hecho Raúl y Víctor es devolver el alma a las víctimas. Por eso, Todos los nombres es un libro que nos hace mejores. Y también hace mejores incluso a quienes nos niegan el derecho a la memoria, incluso a quienes no condenan los asesinatos porque creen que estos asuntos no le interesan a nadie y que no hay que revolver en la historia.
El verano pasado estuve unos días en Berlín. Me conmovió enormemente descubrir que, en el suelo, junto a la puerta de algunas casas de la ciudad vieja –lamentablemente en demasiadas casas– hay unos adoquines dorados en los que puede leerse el nombre de las personas que fueron arrancadas de sus hogares por ser judíos, gitanos, homosexuales, comunistas... No importa la razón porque no hay razón que justifique el asesinato… Junto al nombre también puede leerse el año y el lugar de su nacimiento, el año en el que fueron deportados, el nombre del campo de exterminio en el que fueron asesinados. Estos adoquines son stolpersteine, es decir, piedras con las que se tropieza. Estos monumentos individuales son una idea del artista alemán Gunter Demnig que pensó que en vez de levantar un gran monumento en recuerdo de las víctimas del holocausto sería mejor llenar las calles de ciudades de Alemania, de Polonia, de Hungría o de España… de todas las ciudades que perdieron a algunos de sus hijos en el holocausto nazi, de pequeños monumentos, de adoquines de 10 x 10 x 10 centímetros, recubiertos en una de sus caras por una chapa de latón en la que se escribe el nombre de las víctimas. Aquí vivió... y a continuación se lee el nombre de mujeres, niños, jóvenes, ancianos, médicos, profesores, comerciantes, estudiantes, obreros… personas de toda condición. Estas piedras sobresalen unos milímetros del resto del empedrado de las aceras de manera que son piedras con las que se puede tropezar, obligando al caminante a inclinarse para descubrir el nombre de los asesinados en los campos de concentración. Las stolpersteine se fabrican artesanalmente, una a una, como la antítesis de cómo se produjeron aquellas muertes. El exterminio tuvo un carácter industrial, pero la memoria se construye artesanalmente, letra a letra, palabra tras palabra. Cada Stolperstein es un monumento en forma de adoquín. Les cuento hoy todo esto porque Todos los nombres también es un monumento a las víctimas. Cada voz, cada entrada de este diccionario, es un monumento a uno de aquellos hombres, a una de aquellas mujeres que pagaron con su vida su derecho a tener ideas. Al sostener en mis manos Todos los nombres enseguida pensé en las stolpersteine porque este también es un libro con el que tropezará nuestra conciencia. Un libro de dolor y de dignidad, de memoria y de reconocimiento. Les invito a que cuando coloquen este libro en sus bibliotecas, lo hagan de forma que el lomo de los dos volúmenes sobresalga del resto. Un centímetro, o quizá medio centímetro, será suficiente. De esta forma, cuando nos acerquemos a las estanterías de nuestra biblioteca, nuestros dedos y nuestros ojos tropezarán con Todos los nombres. Y cada vez que leamos en el lomo Todos los nombres. Víctimas y victimarios (Huesca 1936-1945) estaremos recordando y homenajeando a las víctimas que gracias a este libro han recuperado el alma.
Huesca, 20 de diciembre de 2016
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