'COCHES DE CHOQUE' DE ELÍAS MORO
El escritor Elías Moro (Madrid, 1959) publica un nuevo libro: 'Álbum de sombras' en Eolas, un viaje a la memoria y a los mundos que ya solo existen en el recuerdo.
Coches de choque
Por Elías Moro Cuéllar
Cuando los feriantes llegaban al barrio, los de la pandilla íbamos a echarles una mano para el montaje de las atracciones y las casetas. “Echar una mano” es una forma de hablar, claro, porque lo más complicado que hacíamos era acercarles alguna herramienta a los mecánicos o acarrear cubos de agua desde la fuente. Para adecentar a fondo los vehículos eléctricos, todavía con la carrocería, los asientos sucio y los volantes pringosos de la feria anterior. Para que se lavaran los currantes después de la agotadora y grasienta faena contra reloj. Para preparar el puchero de la comida de aquellos nómadas de la alegría que con su casa y su negocio a cuestas traían un poco de felicidad todos los meses de mayo a la grisura existente en nuestras vidas.
Lo que más nos gustaba de la feria eran los coches de choque. Los conducíamos en maniobras suicidas efectuando súbitos y espeluznantes adelantamientos con el único objetivo de provocar aparatosos golpetazos con quien tuviera la mala idea de cruzársenos por delante. Y cuanto más espectaculares, mejor. A veces, con los colegas perpetrábamos maniobras envolventes en busca de alguna víctima, de preferencia chicas solas. O en parejas, daba igual. Les dábamos unos sustos de muerte. Algunas, presas del pánico y en su afán por huir de los repetidos golpetazos, empezaban a girar y girar el volante a lo loco y entraban en una especie de bucle con el coche dando vueltas en el mismo sitio como una peonza sin encontrar la vía de escape; acababan llorando como magdalenas por el frenético acoso y los constantes topetazos, no os digo más. Eso sí: en más de una ocasión, después de las feroces acometidas y en cuanto se paraban, teníamos que salir a escape de los coches para huir de los padres, hermanos o novios de las muchachas. Habían presenciado el lance con un creciente cabreo y enfilaban hacia nosotros bufando como miuras y con arrestos de venganza. Menos mal que teníamos práctica de sobra en el regate, el repliegue y la evasión, que si no igual no estaba escribiendo esto ahora. Una vez aquellos parientes energúmenos atraparon al Anacleto, que no anduvo muy listo ni especialmente ágil, todo hay que decirlo, y cuando consiguieron arrancárselo de las manos hubo que llevarlo a la Casa de Socorro casi en parihuelas: decir que lo molieron a palos sería quedarme corto. No se anduvieron con pamplinas, no. Se formó una escandalera que ni te cuento, de las que hacen época. Aquel año se acabó la feria de manera abrupta para el Anacleto. Anda que no nos reímos luego de él ni nada. Gajes del oficio, colega, no nos lo tengas en cuenta.
Nos burlábamos cruelmente de la torpeza femenina manejando aquellos cacharros sin sospechar que no tardando mucho, a la vuelta de unos pocos años, aquellas chavalas nos las harían pagar todas juntas cuando las rondáramos con otras intenciones menos cerriles y más lúbricas y ellas se tomaran cumplida venganza de nuestra burricie por medio del desprecio o la indiferencia, cuando no de algún sonoro bofetón. Pero aquellos momentos con el volante en las manos en busca de una víctima, con la adrenalina producto de la excitación por el acoso y la caza de la pieza saliéndosenos por las orejas, no los cambiábamos por nada. Para que me entendáis: éramos como felinos hambrientos, al acecho en la espesura, prestos a saltar sobre la gacela distraída e indefensa para darse un buen atracón de carne fresca a la rica sombrita de alguna acacia. Y bastante cabrones también, por qué no decirlo.
Con una amplísima ventaja sobre el resto de los cacharros de la feria, aquella pista de chapas de hierro con su cielo metálico y electrificado donde se alineaban los coches de colorines como en la parrilla de salida de un Gran Premio Automovilístico, era un imán irresistible para nosotros. Si alguien quería encontrarnos de seguro durante los días de feria, no tenía más que acercarse por sus alrededores. Junto al carrusel de los caballitos, la nave vikinga y el tren de la bruja. Con sus musiquillas superpuestas. Frente a la pista de los coches, el resto de las atracciones (la ola, la noria, las tómbolas, los puestos de golosinas o frutos secos -¡ah, los dulces y refrescantes trozos de coco!-, los enormes autómatas mañicos simulando pisar la uva de Cariñena…) nos importaban un comino, un pimiento, una mierda. Excepto, quizás, las casetas de tiro con la escopetilla de balines, que también nos molaban un montón aunque nunca sacáramos premio. Los que jamás atinábamos a partir el palillo con el cigarrito pinchado sosteníamos con ardor ante quien fuera que las carabinas, unas antiguallas más viejas que el mear de pie, tenían que estar trucadas porque aquello no era normal. ¡Pero si los blancos estaban a menos de tres metros! Yo creo que solo atinaban los bizcos, que compensaban la variación del arma con la suya ocular. Recuerdo que había una variante de escopeta que en lugar de plomillos disparaba tapones de corcho con los que había que derribar diminutas botellas de licores. Inútiles todos los intentos, no recuerdo que nunca nos lleváramos ninguna. Aunque ahora que lo pienso, casi mejor, porque vete a saber de qué brebaje infame, de qué maléfico compuesto, de qué veneno para el estómago y el hígado estarían rellenas aquellas miniaturas de cristal. Por supuesto, entre los malos tiradores era creencia general la de que aquellos otros rifles tenían el punto de mira torcido o el gatillo duro o la culata blanda o el ánima del cañón lleno de porquería, con “más mierda que el zancajo un húngaro”, que decía mi abuela. Y así, claro, a ver quién era el búfalo bill que atinaba con el corchito de los cojones para tumbar la puñetera botellita. Problema de puntería seguro que no era porque con el tirachinas, rústico y ancestral artilugio que es mucho más difícil de manejar con tino, éramos unos hachas, unos figuras, unos campeones.
Cuando el montaje de la pista acababa, con todo a punto para la inauguración oficial y las preceptivas autoridades presentes para efectuar el pistoletazo de salida (el cura de la parroquia, el director del colegio, algún oscuro concejal de distrito, el siempre siniestro representante de las fuerzas del orden -algún inspector de segunda con cara de mala hostia por el marrón que se estaba chupando-…), los feriantes metían la mano en un sucio cajón de lata o un maltrecho cubo de plástico y, como si fuera un pobretón salario en especie, nos entregaban un puñado de fichas a cada uno en pago por la ayuda prestada. Y sería pobretón a ojos de alguno, no digo que no, no vamos a discutir ahora por eso, pero ese manojo de discos de plástico a buen recaudo en nuestros bolsillos era también un tesoro para nosotros, un botín que, al menos durante unos días, nos garantizaba diversión segura antes de enfilar el fin de curso con su inevitable ristra de exámenes y sus más que probables suspensos junto a pescozones paternos con deberes veraniegos de propina. Por vagos. Pero hasta entonces, carpe diem, viva la Pepa, venga juerga gitana, tócala de nuevo Sam y, ya metidos en jarana, ancha es Castilla y que salga el sol por Antequera. Estirábamos al máximo aquellas fichas, simplonas y sin embargo efectivas llaves de contacto, para que nos durasen durante toda la feria, día tras día y hasta el último momento.
Después de la clausura y el desmontaje de los baqueteados cachivaches entre restos de confeti y serpentinas, botellas vacías o rotas de vino, cerveza y refrescos, extensos manchurrones de grasa y pis, cuando no algo más gordo y maloliente en el suelo, o mutilados y ya inútiles boletos de rifas y tómbolas, nos tirábamos (como sabuesos en persecución de reo a la fuga, igual a entomólogos en pos de exótico escarabajo esquivo, tal que agrimensores enamorados hasta las cachas de lo suyo) unos cuantos días explorando a fondo el solar en busca y captura de fichas extraviadas o monedas perdidas por el personal en el trajín festivo. Con escaso éxito en la mayoría de las ocasiones y gran pesar por nuestra parte, todo hay que decirlo.
Luego esperábamos impacientes todo un año a que aquellos ambulantes de la diversión barata regresaran al barrio con sus eléctricos coches de casi imposibles y metalizados colores.
Se nos hacían muy largos los doce meses.
(De “Álbum de sombras”, Eolas Ediciones, 2017)
*La foto la tomo del blog de Enrique Vila-Matas, en alusión a un libro de Luis Pousa sobre el autobús.
http://www.enriquevilamatas.com/escritores/img/PousaBusAnyos50.jpg
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