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Antón Castro

PARNASO 2.0. ANTOLOGÍA DE MIS POEMAS

Una pequeña antología de mis poemas puede leerse aquí, en este dominio del Gobierno de Aragón.

http://parnaso2punto0.aragon.es/?p=1031

 

AMOR Y BRICOLAJE


Déjame que te lo diga. Mejor: déjame que lo piense:
en esta casa solo soy algo feliz por verte feliz a ti
pero vivo con la sensación de que no tengo
ni un instante de respiro. Todo es demasiado provisional.
Todo depende del aire, de la lluvia, de un vecino furioso
o de eso tan inquietante que llamamos azar.
Siempre vivo en alerta, en tensión. A la desesperada.
Siempre falla algo: el agua, la calefacción, algún motor,
un permiso, un canal de riego, siempre aparece una deuda
acumulada desde ayer mismo o desde hace siglos.
Siempre hay un árbol podado a destiempo,
uno de esos que ni deberíamos haber podado.
Acuérdate del nogal, ahora es un árbol desnudo, un tronco
sin ramas, un esqueleto descalabrado en medio del jardín.
Ya lo sé: soy aprensivo, temeroso, dubitativo.
Antes que contigo, me he casado con el pánico.
¿Sabes si se heredan los miedos y la incertidumbre?
Vivo en la cuerda floja permanente. Mi ánimo pende
de un hilo invisible, soy fatalista y enfermizo.
Siempre me pongo en lo peor: qué agobio, qué agonías,
¿cuándo te dedicarás a ser feliz, cuándo te abandonarás
a la noche, a los mares de maíz, al olor del tomillo?,
me dices a cualquier hora. Entonces, me callo y te miro.
Desde aquí o desde allá. Desde la ventana, mientras suenan
Regina Spektor, Suzanne Vega, Carole King o Noa.
En ese instante, casi me pareces una extraña:
la mujer inesperada que ha tomado el jardín, que coge
las brevas y que planta los tomates. La mujer
que se sienta en el porche con su gazpacho,
que se lanza a la piscina y se olvida del mundo:
incluso de mí y de mi angustia.

De nuevo, tengo
que decírtelo, ha llamado el vecino de al lado:
le molesta el ladrido de nuestra perra y no tiene agua.
¿Podrías mirar tú si se ha disparado el motor de la bomba?


TCHAIKOVSKY


Amabas la música sin saberlo.
De niño seleccionabas en el dial canciones
para tu madre en la aldea remota,
ante el lavadero y la fuente de las salamandras.
Aprendías la melodía del viento iracundo.
Por la noche te invadía el miedo: el acordeón
de los pinos agitaba su letanía obsesiva.
Pero aquel día era otra cosa. Y era la misma
acaso: la música es agua de luz, temblor de estrellas,
un arañazo de felino y de seda en el alma.
Ni siquiera conocías mucho al profesor:
vivía en una casa iluminada, blanca, con jardín,
y una mujer trajinaba entre las flores y los libros.
Pensaste: qué sonrisa esquiva, qué misterio lleva
desde el pelo hasta la floreada falda, qué melancolía.
El profesor te invitó a pasar: no sabías si era
su estudio, el cuarto de estar o el refugio del arte.
Te enseñó discos: muchos discos con el pudor
de quien expande la certeza de sus dones.
El meu amic el mar de Llach, Réquiem de Mozart.
Él escogió por ti: Piotr Ilich Tchaikovsky. Así lo dijo.
Con la seca trompetería de todas las consonantes.
Se acercó al aparato, comprobó el estado de la aguja
y puso el disco. Temblabas. Temblabas doblemente:
por el gesto delicado o la suavidad del instante,
y por todo lo que te esperaba. La tormenta de luz.
El maremoto de sonidos. El surtidor de sensaciones.
Antes de despedirse dijo: «Desde esta ventana
se ve el mar, las mariscadoras, las barcazas al sol.
Y desde aquella te asomas al bosque rumoroso:
hay caballos, fantasmas y ninfas al acecho».
Cerró suavemente la puerta y te dejó dentro.

No toqué nada. Como un sonámbulo o un poseso,
la melodía me llevaba al mar o al bosque.
Como un poseso, me quedé sin palabras.

RIAZOR


A Sara, que admira a Amaral

Recuerdo cómo eras entonces. Cómo eras.
Rabiosa y dulce a la vez, parecías flotar
en el aire o sobre la espuma. Parecías estar
aliada con un torbellino de certezas.
Amabas a otros. Sobre las rocas, en los montículos
de arena o en las grutas húmedas de sal.
Y en los bosques sagrados: te desmelenabas,
deslizabas en sus oídos palabras de lumbre,
sílabas que escocían como un puñal antiguo,
rosas lejanas, olores rotos de la memoria
que se desvanecían bajo los pinos y los arces.
No recuerdo cómo nos encontramos.
Se desmigaba el lento atardecer del playerío.
Quizá nos anduviésemos buscando. Intuías
de golpe cuándo desordenabas un corazón;
sabías mirar con el fulgor incisivo del sol,
y así me miraste, con aquel falso desdén que usabas
cuando alguien te importaba de pronto,
cuando elegías otro prisionero de tus enigmas.
Te vi allá abajo, avanzando por la playa de Riazor,
donde moría suavísimo el oleaje. Sola.
La ciudad se estrechaba entre los roquedales
y parecía querer abrazarte en su intimidad
de caracola. Bajé a trompicones, con esa abrupta
complicidad de dos amigos que se esquivan.
Te acompañé. Dimos una, dos, tres vueltas.
Me recordaste que eras de un pueblo lejano,
un pueblo de buitres y celajes imposibles,
de ríos insomnes y de viñedos. En realidad, dijiste,
no eras de ningún sitio. Te sentías la hija del mar,
de ese cosquilleo incesante de las olas
y aquel, me decías, era el mejor escenario
de tus tiempos muertos, entre clase y clase.
El tiempo aparte que rara vez compartías.
Apareció la lluvia y sacaste el paraguas de paseo.
Buscamos un refugio entre las rocas. Te acercaste.
O me acercaste a ti, a tu talle, a tu negro pantalón
de pana, a tu intenso olor a pachulí y a granada.
Hablabas sin hablar con tus tenebrosos ojos
y la barbilla montaraz de quien ha besado mucho.
Levantaste el jersey y me dijiste: «¿Sabrías
matarme de amor, sobre los peñascos, y luego,
trocito a trocito, devolverme a la corriente?».

No sé muy bien qué hice. Llevo cinco años
encadenado a la noche y sus delirios.
Y aquí, entre tinieblas, te cuento una y otra
vez cómo te recuerdo, cómo aún me dueles.
Te fuiste con el alarido de la resaca, mar adentro,
confiada, ajena a los destellos del faro.



AMOR DE MADRE

[5 de mayo de 2013]

Nunca he tenido palabras suficientes para ti.
A ti te gustaron mucho desde niño y las coleccionabas
como se coleccionan cromos o recortes de prensa.
Me habría gustado decirte que recuerdo
cada instante de tu niñez, tus miedos,
cómo corrías tras las olas, cómo mirabas a todas
las mujeres con descaro, con el dolor
de un querer imposible y precipitado. A veces
pensaba que las deseabas a todas: para ti, en tus sueños,
en un futuro feliz que imaginabas junto al mar.
Nunca he tenido la certeza del cariño. Ni he conocido
el idioma de la ternura, la última seda de las caricias.
Te vi crecer. Enfurecerte en las tardes solitarias.
Encerrado con tus libros y con tu silencio.
Envuelto en la soledad y sus cuchillos de luto.
Recuerdo lo que te gustaba: una conversación,
un nuevo libro, una película de amor apasionado.
No conozco a tantas actrices que te hacían
perder la razón, repetir sus diálogos, decir su nombre.
Después, cuando empezabas a irte de casa,
cuántas veces te esperé asomada a la ventana.
Tu padre apenas decía: ¿viene el chaval? Ven, mujer,
descansa, ya vendrá. Mañana nos espera la tierra.
No le hacía caso. ¡Cuántas veces te esperé hundida
en el abismo de la noche, ya sin lágrimas! Esperé en vano.
Un día, cuando creíamos haberte perdido ya,
cuando una extraña forma de locura se había instalado
en tu corazón y en tu cabeza, en tu cabeza loca,
nos anunciaste que te marchabas. Que te ibas de casa,
no sé si al fin del mundo o aún más lejos.
Compostela. Madrid. Barcelona o Zaragoza.
Tu padre no se lo creía. No podía aceptar que hubiera
dejado de ser imprescindible o importante en tu vida,
como aún lo era, de otro modo, para tus dos hermanos.
Nunca tuve las palabras necesarias para ti.
Tampoco entonces. Se me empañaron los ojos
y los ánimos. Se me oscureció la alegría.
Ha pasado el tiempo. Y sigo sin saber ponerle vocablos
a mi melancolía, a mi propia sensación de pérdida.
La vida se me apaga: ya lo sabes. He tenido un ictus,
ando con dificultad, no sé si volveré a verte.
He rebasado esa edad que te aproxima al adiós.
Por eso, esta mañana he cogido el último cuaderno
intacto que me queda y te he puesto solo tres líneas:
«Hijo mío, verdaderamente siempre he sentido una gran
pasión por ti. Quiero que lo sepas, estés donde estés,
en Compostela, en Zaragoza o en el fin del mundo».
Si no te importa, llámame si alguna vez te llegan.


BUSCANDO A DEBRA WINGER


Perdí la cabeza por ti,
antes, mucho antes de Tierras de penumbra.
Mucho antes de que fueras poeta
y una criatura mortal frente a la noche.
No sabría decir por qué. La luz de tu sonrisa,
tu picardía, tu fuerza, la manera en que bebías
la claridad del mundo en cada abrazo.
Me gustabas siempre: en cada diálogo,
en cada beso, en esa alegría incontenible
de estar a punto de irte para siempre a otra playa.
Pero cuando te vi en El cielo protector,
me sentí enfermo, poseído de amor.
Entendía, y no entendía, tu pasión por el desierto,
el helado rescoldo del plenilunio en la arena,
la muerte inesperada de un amor disipado.
Y luego, llegaste a aquel villorio,
a otra forma de prisión. Y a la violencia
del anhelo. Aún te veo: extraña y extranjera,
arrebatada y muda, mientras te acariciaban
y sorbían el sudor de tus muslos. Aún te veo:
lejana y sola contra la tiniebla y la escarcha.
Aún te veo: a horcajadas, a punto de estallar
como el torbellino de todos los deseos.
¿Recuerdas? Tú eras la piel del escalofrío.

Luego te esfumaste. A otro mundo,
a otras formas del olvido y del silencio.
Incluso salieron a buscarte. Querían, como yo,
saber de ti: buscaban a Debra Winger
y a las mujeres como tú que desaparecían de la pantalla.
Esa película perseguía a un fantasma,
una ninfa de antaño, vulnerable y sensual.
Ese rescate imposible enerva todos mis sentidos.
Cierro los ojos e imagino que estás ahí,
en el interior de la pantalla a punto de decirme:
«Ven. A veces solo en el cine se cumplen
los mejores sueños, peligrosamente juntos».

UNA BRISA NOCTURNA


A Ángel Crespo y Pilar Gómez Bedate

Vivían con las palabras precisas.
Con las suyas y con las de los otros:
con las de Fernando Pessoa y Rilke,
con las de Juan Ramón Jiménez,
con las de Stéphane Mallarmé.
Y esas palabras, en forma de versos,
andaban por la casa como pájaros
inquietos, como las notas huidizas
de una ópera o de un río de sílabas.
Vivían entre las piedras y el cielo,
entre los búcaros y el aleteo
de las telas. Siempre había un olor
a madera y a intimidad tomada.
Los libros estaban cerca. Los discos,
los cuadernos y una cesta de frutas.
Al llegar la noche, él se retiraba
a un palomar que era su obrador,
su estudio y el oratorio de la poesía.
Hablaba con Ofelia, con Zenobia,
con Beatriz, el delirio de Dante.
Congregaba a los espectros del verbo.
Había un instante en que ella subía
a sentarse a su lado: temblaba la luna
y encendía la fronda de los olivos.
Una brisa retornaba del campo
y entraba por la ventana para ellos.

 

UNA TARDE EN EL JARAMA


La escritora necesitaba la compañía del whisky
para soltarse la lengua. La suya era una vida
trabajada contra el destino y la ira. Estábamos
en una de esas cenas íntimas que suceden
a una tertulia con público apasionado.
Una de esas cenas donde las confidencias
van y vienen, y con ellas los chismes, los secretos.
Cuando todos habíamos liquidado los postres,
ella dijo: “Ni los escritores sabemos nada de amor.
A mí me ocurrió. Me casé enamorada, fui madre
de inmediato, bebía los vientos por él, lo deseaba,
lo deseaba tanto como la inspiración y la gloria.
Un día, no sé por qué, me cruzó la cara. Y tiró
una de mis libretas por la ventana: la seguí un instante,
se caía al vacío como un pájaro condenado.
En aquellas páginas hablaba de nosotros, de las noches

de pasión y de la nostalgia instantánea del sexo.
Me marché de casa poco después: con otra libreta,
malherida, humillada y sin nuestro único hijo.
Camilo José Cela, a quien siempre había visto como
un ogro, me recogió en su casa. Me cedió un cuarto
y me dio todo su cariño y el de su mujer menuda.
Temblaba de día y de noche. Sufría con la luz.
Me habría arrojado por un precipicio. Soñaba.
Pensé que me había olvidado de escribir. Lloraba.
Un día me encontré con un hombre, afable,
que miraba el vuelo de los gorriones del parque.
Que subía y bajaba de los tranvías. Dibujaba
y sonreía y montaba en bicicleta como un chiquillo.
Tuve la sensación de que él tampoco
esperaba nada del mundo ni de sus accidentes.
Le hablé. Concertamos varias citas. A orillas
del Manzanares, en el Retiro, en un tren de cercanías.
En un cine de doble sesión. Allí nos besamos
cuando la pantalla se iluminó con los ojos líquidos
de Ingrid Bergman. ¿Por qué lloras tú también?
Nos fuimos a vivir juntos. Recuperé a la escritora
que siempre había llevado dentro, y a la ebanista
que construía castillos y palacios y barcas a la deriva,
y a la niña artista que pintaba alondras en el bosque.
Ya no sabía bien si los dibujos eran míos o eran suyos.
Una tarde nos fuimos al Jarama. Recuerdo la corriente
agitada, los vencejos entre nubes de fuego, la brisa.

TESTIGOS DEL JARDÍN BOTÁNICO

A Rafael Navarro. Fotógrafo

Les tengo miedo a los aviones, a los barcos y a las autopistas. Por
eso no me atrevo a viajar. Me desplazo con la imaginación: a los
museos del mundo, a las ciudades como Praga, Venecia y Lima, a los
paisajes de la Toscana, a los cementerios lejanos y, sobre todo, a los
jardines. A los jardines botánicos de medio mundo. Me fascinan, me
enloquecen. Sueño con ser mota de luz, pájaro ínfimo, brizna del
valle o un golpe de viento para internarme en ellos como si fueran
mi hábitat, y yo un explorador incansable. Un coleccionista de aromas y de
colores. Sueño con no ser, ni siquiera fantasma
invisible, y hacerme un cubículo entre las plantas. Por eso te llamé:
Ven. Te reservo una sorpresa. Se llama Testigos. Tampoco te dije
más. No sabía si vendrías. Qué inquietud la del enamorado que
espera, qué llanto sordo se deslíe en silencio por todos los rincones
y, a la vez, qué ilusión, qué desvarío, qué ansiedad pervertida e
infantil. Yo me decía: ¿Y si viniera, si se atreviese a abandonar sus
últimos maniquíes, los poemas, los cigarrillos y el cieno oscuro de
sus sueños, y viniera? Viniste. Con una resaca grandiosa de besos y
de telas, de madrugada y de alcohol. Te abracé y, sin decirte nada, te
empujé hacia dentro. En letras bien grandes leíste: Testigos de Rafael
Navarro. Una exposición de fotos de naturaleza, de paisajes de
claridad tenue o nítida, de fronda voraginosa. Una muestra de los
viajes del fotógrafo a jardines botánicos de todo el mundo: Estados
Unidos, Roma, Milán, Londres, islas desconocidas. Te dije: “Vamos
a besarnos ante el corazón de la hiedra. Y allí, bajo la aureola de
ensueño de las corolas. Y allá, entre esa espesura de flores silvestres
que huelen a mar y a girasoles». Nos besamos. Aquí, allá, y aún bajo
otra instantánea: esa que revela que una flor ha sido hendida por un
insecto con su parsimonia obscena. Cuando apareció el guardia, me
empujaste hacia un bosque de helechos, mojado por la lluvia.
Dijiste: «Ven. Saltemos dentro. Tú y yo nunca hemos estado en
el edén».

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