EL CANTO DE COLOR DE TERESA RAMÓN
TERESA RAMÓN PINTA UN IMPRESIONANTE MURAL DE 68 METROS
EN EL MUSEO DE HUESCA: ’LE JEU DE VIVRE’ (2017-2018)
El canto de color de Teresa
Teresa Ramón (Lupiñén, 1945) recibió el Premio Aragón-Goya en 2015. Fue un galardón a su trayectoria –pintura, obra mural, escultura, dibujos, libros de poemas, bestiarios- y a la vez fue un acto de justicia poética: acababa de volver de la muerte; había cruzado el túnel lóbrego que lleva a ninguna parte o, para algunos, a las regiones ignotas de la fe. Poco después apareció Alejandro Cortés para hacer el documental ‘Carrasca’: esta mujer, fatigada, desarmada quizá por el estupor y otros dolores que no tardaron en sumarse, fue capaz de rehacerse y de pintar para sí misma y para la película.
Hace más de un año, Rafael Doctor –comisario de exposiciones, novelista, director del Centro Andaluz de la Fotografía y animalista- le propuso otro de los desafíos de su vida: desarrollar un proyecto abstracto, un gran mural, que se exhibiría por vez primera en el Museo de Huesca. Le propuso, entre otras cosas, que se alejase de la figuración, de sus animales, de sus signos reconocibles, y que se zambullese en el mundo infinito del color, de la gestualidad, de la delicadeza. Durante varios meses, Teresa Ramón trabajó con auténtico afán o quizá frenesí, y el resultado es ‘Le jeu de vivre’. El juego de vivir. Por extensión, el juego de existir, el juego de crear. El juego de ser. Lo más impresionante es que la artista, y no es una broma, ha rejuvenecido en el intento: ha pintado cuatro piezas, con solución de continuidad, de 2.20 metros de alto, por 17 metros de largo, es decir, 68 metros de pintura.
‘Le jeu de vivre’ es, de entrada, un gran homenaje a la pintura. Con todo lo que tiene: intuición, técnica, color, profundidad, capacidad de sugerencia, libre albedrío y libertad intrínseca. Indomable libertad. Teresa Ramón, a lo largo de los años, en Aragón y en países latinoamericanos, se ha medido a sí misma: ha hecho grandes exposiciones, una de las más bellas, la vimos en la Lonja de Zaragoza, ha pintado murales (uno de los más conocidos es el del Palacio de Congresos de Huesca: un documento de amor y reconocimiento a la ciudad donde se ha formado), hemos visto sus monstruos, sus figuras, sus lacas, sus impresionantes dibujos, tras el retorno de ese fugaz más allá. Y, aunque pueda parece que se juega con ventaja, todo eso está en el mural, que encaja a la perfección en el patio del museo que dirige, con tanto gozo, Ana Armillas. Están su travesía en el tiempo, el manual diverso de las emociones, una idea de la musicalidad (la pintura como el silencio tiene música), esa facilidad o inclinación para encontrar nuevos colores: Teresa Ramón los redescubre, los interioriza y los despliega con osadía, con vitalidad, con exuberancia. Con borrachera de luz.
En torno al color, desde la emoción y la energía, organiza su mural. Y no engaña a nadie. ‘Le jeu de vivre’ es un canto a la vida, es una exaltación de la condición humana y es una indagación en los códigos y atributos de la pintura. Empieza con la sangre, con los tonos rojos, rosados, burdeos, bermellones, como si se afirmase en la pasión, y el único elemento figurativo, explícitamente sugerido, podría ser un feto, la semilla, un cuerpo que se pondrá en marcha: hacia la niñez y adolescencia, hacia la plenitud, hacia el otoño de la edad, hacia la experiencia y sabiduría que se expande en rugientes cromatismos.
Los rojos avanzan hacia los verdes. Es la selva de existir. Es la selva del mundo. La naturaleza voraginosa, paraíso y precipicio insondable, bosque de fábulas. Da la sensación de que entre los dos primeras partes camina un río. Un río, sí, y se deslíe entre la sangre y la fronda como un testigo del pensamiento, y el cántico incesante del paisaje. Luego, salimos a otros territorios: amarillos, fuegos, ocres, tierras. El llano de la Hoya, tal vez, los páramos extendidos como lagartos inmensos, el limo enceguecido por el sol, las huellas de un andar casi metafísico. Y más tarde, se cierra el ciclo con otro fulgor. Podrían ser las cuatro estaciones, los ciclos vitales, podría la desnudez de la espiritualidad, el poder avasallador de la mano en el estudio, como documentó la cámara de Javier Broto, y antes la del cineasta Alejandro Cortés.
Teresa Ramón ha dado lo mejor de sí misma: el esfuerzo y la inspiración y el sentimiento. La hermosura y el abandono. El dolor y el llanto. La memoria hecha viaje. Ha entrado tan adentro con su sensibilidad y su visceralidad que no ha vuelto la cara a la materia oscura y al miedo y ha burlado con pura vida a la misma muerte. Ha jugado a vivir con el misterioso escalofrío del arte.
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