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Antón Castro

LLADOSA HABLA DE 'UN AMOR DE REDON'

LLADOSA HABLA DE 'UN AMOR DE REDON'

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972) publica en Fórcola su novela ’Un amor de Redon’, y la presenta hoy en el Museo Pablo Serrano con Pepe Melero y Ana Segura. Mañana hace lo propio en la librería Alberti de Madrid.

 

-¿Quién es Odilon Redon?

Es un pintor simbolista francés nacido en 1840 que anticipó las vanguardias de comienzos del siglo XX, en particular el surrealismo. Quizá por adelantarse a su época es un artista secreto, poco conocido pese a su relevancia en la historia del arte.



-¿Por qué te pareció que era materia de novela? ¿Qué idea se te pasó por la cabeza?

Al igual que “Madagascar”, mi primera novela, la idea de “Un amor de Redon” surge de un coleccionable de kiosco de los años ochenta. Yo tenía unos doce años y me llamó la atención un número de “Los genios de la pintura” dedicado a Odilon Redon, editado por Sarpe, cuya portada era el retrato femenino en naranja que hoy es la portada de mi novela. Le pedí a mi padre que lo comprara y él lo adquirió. Pero no volví a hacerle caso al libro hasta el verano de 2017, cuando volví a abrirlo y me di cuenta de que Redon merecía ser protagonista de mi segunda novela.



-¿Querías rendir un homenaje a los poetas malditos y a ese universo tan variado de los simbolistas y postimpresionistas?

Sí, el final del siglo XIX y los comienzos del siglo XX en el arte y en la literatura me apasionan. Son un momento de ruptura. Frente al realismo, el arte se libera e impera la creatividad absoluta.

Ya que aludes a los poetas malditos, Baudelaire, que fue el inspirador de todos ellos, es todavía hoy un autor actual. No solo por sus “Flores del mal” o sus “Paraísos artificiales”, sino por obras tan anticipatorias como “El pintor de la vida moderna”, donde inventa la figura del “flâneur”, el observador oculto que espía la vida sin participar en ella.

Redon amaba la literatura desde que su querido amigo y maestro Armand Clavaud, un sencillo botánico que gastaba su poco dinero en libros de lujo, le abrió las puertas de su biblioteca. Allí tenía ediciones encuadernadas en piel de los cuentos de Edgar Poe, de “Madame Bovary” de Flaubert; pero también del “Bagavad Ghita” o de “El origen de las especies” de Darwin. Redon quedo extasiado leyendo todos aquellos libros.



-¿Qué te atrae de esa época?

Como te contaba al comienzo, la primacía de la creatividad sobre lo académico que revolucionó el arte. Redon murió en 1916. No hay que olvidar que, por aquel entonces, Picasso vivía también en Paris y había pintado hacía ya diez años “Las señoritas de Aviñón”, el cuadro donde, por primera vez, descompuso las formas y creó el cubismo. A casi nadie le gusto el cuadro, lo consideraron de mal gusto, feo, monstruoso, inmoral. Se pasó más de quince años enrollado en una esquina de su estudio. Era demasiado novedoso como para ser entendido. Solo se comprendió su importancia décadas más tarde, cuando fue adquirido por el MOMA de Nueva York.



-¿Qué le debes a Poe, Baudelaire y a la novela ‘A contrapelo’ de Huysmans?

Mucho. Les debo los ambientes de mi novela. Mientras la escribía leía a Poe, a Baudelaire y a Huysmans y me contagiaba, a la hora de escribir, de su decadentismo y de su fuga de la realidad.

En concreto, “A contrapelo” fue una novela revolucionaria, una obra sin argumento protagonizaba por un aristócrata sibarita que vive en su castillo absolutamente solo, sin hablar con nadie, contemplando bellos objetos. La novela fue un éxito inmediato entre las clases acomodadas de la época y provocó la ira de Zola, de quien Huysmans era discípulo. Zola espetó a Huysmans que había asestado un golpe mortal al naturalismo. Éste le respondió en una carta diciendo: “Quería sacudir los prejuicios, hacer entrar en la novela al arte, la ciencia, la historia (…) Quería suprimir la intriga tradicional, incluso la pasión, y realizar a toda costa algo nuevo”.

Redon se hizo famoso precisamente porque uno de los objetos que poseía el aristócrata de Huysmans eran sus famosos grabados negros de la serie titulada “En el sueño”, entre los cuales había uno, por ejemplo, de una araña con cabeza de hombre.



-¿Aludes a los nabis? ¿Quiénes fueron?

Fue un movimiento pictórico francés que se originó durante los últimos años de la vida de Redon y que lo consideró su maestro. La característica principal del movimiento era la primacía del color sobre el dibujo y las formas. A Redon nunca le importó demasiado el dibujo, se consideraba un mal dibujante, le interesaban sobre todo las temáticas misteriosas y oníricas, los claroscuros en los grabados, y la potencia del color en los cuadros. Por eso amaba a Delacroix y detestaba a Ingres.



-¿Cómo te planteaste la novela: como la aventura de amor de un hombre tranquilo, como el relato de un proyecto tan ambicioso como voluptuoso, que dialoga con el mito y la historia del arte, o como una novela gótica?

Como una mezcla de todo ello. La novela es básicamente una historia de amor entre Redon y una mujer llamada Ainhoa Levy, esposa de un banquero judío que hace al pintor el lujurioso encargo de pintar, para el comedor de su castillo a las afueras de Burdeos, tres grandes óleos que representen a las mujeres más sensuales de la Biblia: Betsabé, Judit y Salomé.

El resto de temas: los mitos, la novela gótica fueron surgiendo conforme escribía, sin que yo lo hubiera planificado a priori. Eso es lo que más me seduce de escribir, como a Picasso, como a Redon: inventar sobre la marcha, sin un plan previo, sin preocuparme de si el conjunto queda bonito o feo y, al final, encontrarme a mí mismo en el relato.

 

-¿Qué hay de ese castillo tan decisivo en la narración?

Me inspiré en un alojamiento rural de las afueras de Burdeos donde pasé unos días de vacaciones con Marta, mi mujer y nuestros hijos. El alojamiento era un castillo del siglo XIX. El dueño era un señor normal, pero extremadamente educado que, al poco de llegar, me entregó una tarjeta de visita donde se leía: “Vizconde Thierry de…” Encima del nombre había una coronita dorada. De este modo, la novela comenzó a gestarse en mi imaginación.



-El gran personaje del libro, más allá del propio Odilon, es Ainhoa, una mujer de la Baja Navarra -como se conoce también al País Vasco francés-, casada con alguien más viejo, el banquero, al que no desea, que hace fotografía. ¿Te has basado en alguien real?

Sin duda Ainhoa es el gran personaje del libro. Fue una decisión personal. Al comienzo ella iba a ser solo la musa de Redon, la mujer bella y silenciosa que inspira al gran artista. Pronto me di cuenta de que esa visión de las mujeres estaba desfasada. La doté de voz propia, la convertí en narradora en primera persona y en artista pionera de la fotografía. De este modo transformé la novela en algo más actual.

Ainhoa admira a Redon y le pide que le deje fotografiarlo mientras él pinta los cuadros para su marido el banquero. Quiere observarlo en silencio, contemplar su rostro mientras pinta, registrar sus dudas y sus momentos de entusiasmo… Haciéndolo, esta creando al mismo tiempo obras de arte fotográficas. Entre la pareja se entabla una relación especular: el uno se mira en el otro… Y poco más puedo contar, so pena convertirme en spoiler.



-¿Por qué has introducido las dos voces narrativas, la de Odilon y la de Ainhoa? ¿Qué te dan, qué esfuerzos te han exigido?

Siguiendo mi reflexión anterior, quería dos puntos de vista distintos sobre los mismos hechos, el femenino y el masculino, la mujer mirando al hombre y el hombre mirando a la mujer en capítulos alternos. Al principio me costó un poco. Me resultaba más fácil meterme en la piel masculina de Redon. Quizá por ello el primer capítulo narrado por Ainhoa es breve, ella se va incorporando al relato tímidamente…



-¿Cómo has alternado la parte narrativa, la puramente estética, los hechos reales de la vida de Redon (el uso de su vida y de sus diarios) y la evolución de un argumento dinámico, donde siempre suceden cosas?

Me dejé llevar por la intuición. Lo mismo me daba pasarme dos páginas describiendo un cuadro o una fotografía, que dejar un relato a mitad y continuarlo tres capítulos más tarde, o no continuarlo nunca. Sentía en todo momento el placer de una libertad absoluta, y lo más curioso es que cuando terminé de escribir, pese al caos aparente, todo parecía encajar y apenas corregí nada.

Tengo un sentido dinámico del relato, me gusta que permanentemente sucedan cosas, me abruma aburrir al lector. Deseo que todo esté en permanente movimiento o cambio inesperado. Quizá se deba a que durante mi juventud vi mucho cine y televisión, aunque ahora la literatura no me deje tiempo para hacerlo. Me encantan las imágenes: la pintura, la fotografía, el cine, la televisión.



-A Odilon Redon le interesaban mucho las atmósferas mágicas, misteriosas. ¿Fue por eso que también has escrito una novela de fantasmas?

Probablemente tenga que ver. Al documentarme sobre Redon supe que fue muy aficionado al ocultismo, pero no pude obtener más datos al respecto. La novela de fantasmas surgió del propio ambiente del castillo. Me gusta reciclar los géneros de la literatura popular y transformarlos en algo distinto. Lo hice en “Madagascar” con la novela de aventuras y lo repito ahora en “Un amor de Redon” con la novela gótica, siempre me han apasionado los relatos de fantasmas.



-Da la sensación de que estás haciendo una apuesta por la novela artística… Ésta, tu serie sobre Pablo Picasso en heraldo.es. ¿Te has propuesto seguir en esta línea?

La serie de artículos sobre Picasso en Heraldo, que he titulado “El reproductor de arte”, tiene un parecido sutil con “Un amor de Redon”. En los artículos describo cómo, a lo largo de su carrera, Picasso reprodujo cuadros como “Mujeres de Argel” de Delacroix, “El almuerzo en la hierba” de Manet o “Las meninas” de Velázquez. Nunca los copiaba, sino que los reinterpretaba, los hacía suyos convirtiéndolos en cuadros de Picasso.

Cuando Redon aborda sus pinturas murales de Betsabé, Judith y Salomé, observa antes fotografías de cuadros de Rubens, de Caravaggio, de Tiziano, de Cranach… que también pintaron a las tres mujeres bíblicas; pero en modo alguno los copia, lo que hace es inspirarse en ellos e interpretarlos a su propio estilo, al igual que Picasso. Del mismo modo que hoy hablamos de metaliteratura, ellos practicaron una suerte de “metapintura”.

 

*La foto de Ricardo Lladosa es de Marta Oliván.

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