VICENTE ALMAZÁN, 'PASABA POR AQUÍ'
*En mi libro ’Seducción’ (Olifante, 2014) publiqué este texto de Vicente. que se aleja en la foto por la estepa.
PASABA POR AQUÍ
Para el fotógrafo Vicente Almazán,
un paseante y un soñador de la luz
Vicente dedicó muchas horas de su vida a su trabajo a y su familia: una mujer, Rosa, y tres hijos: Pablo, David y Carlos. Trabajaba en un despacho dedicado al diseño y a la publicidad. Hacía carteles de exposiciones o de conciertos, maquetaba libros, dibujaba letras y palabras, y de cuando en cuando preparaba anuncios de publicidad para las revistas y los periódicos.
A Vicente le gustaba su trabajo y el de los demás. Se conformaba con poco y a la vez quería mucho. Era curioso: leía los periódicos, oía la radio a cualquier hora, escuchaba y escuchaba programas de músicas raras –o no tan raras: clásica, Mozart, Beethoven y todo eso; también escuchaba jazz, rocanrol, fado o tango-, pero además tenía los sentidos alerta: le interesaban un lagarto que asomaba a un muro, la resaca del mar, la luna llena o las calles de su ciudad. A veces quería saber por qué tal o cual sitio se llamaba Agustina de Aragón, Basilio Paraíso o Callejón del Caprichoso Duende, por qué un esbelto edificio era La Adriática o por qué una pasarela temblaba en el aire, sobre las aguas turbulentas del río Ebro.
Vicente se puso enfermo. Porque sí. Bueno, enfermo, enfermo enfermo, quizá sea mucho decir. Se volvió insomne: no podía dormir por las noches. Intentaba oír la radio y sus músicas, se asomaba a la ventana para ver la luna y las estrellas arriba y las callejas y las farolas, abajo. Iba a la cocina a tomarse un vaso de leche o a comer una ciruela claudia. Abría un libro, recitaba un poema en el salón, encendía la tele. Pero, en realidad, estaba como angustiado: no podía concentrarse en nada. Además de insomnio, padecía ansiedad, que consiste en querer hacerlo todo a la vez y de prisa. Lo que deseaba Vicente, sobre todo, era dormir.
Fue a un médico. Y después a otro. Acudió a más de media docena de médicos. Todos le decían cosas distintas, pero uno de ellos, además de darle pastillas e inyecciones, le dijo: “Distráigase. Practique con moderación la actividad que más le guste. No hay que cansarse para dormir. Camine, sueñe, resuelva crucigramas, haga fotos con el móvil”.
Le gustó la idea. Hacer fotos con el móvil. Tenía muchos amigos fotógrafos e incluso había organizado una exposición de un fotógrafo francés que había llegado a su ciudad y había retratado a un montón de gente del Casco Antiguo. Gente modesta que vivía con lo justo y que tenía toda la alegría del mundo. Gente que tomaba el sol a la fresca, que tocaba palmas en las plazas, y que cantaba y tocaba la guitarra en cualquier sitio.
Vicente era muy pudoroso y tímido. Iba costarle empezar a tomar fotos, pero comenzó y no paró. Le encantaba todo: los cielos y sus colores; las calles con los autobuses y los vecinos; los edificios y sus ventanas o un fragmento de ventana; los aleros y los balcones; un mendigo que se había quedado dormido sobre un cartón o en el porche de una casa. Los carteles de los bares, el movimiento de los coches. Y, por encima de todo, le gustaban sus vecinos.
Vicente estaba fascinado. La vida bullía a su lado como un terremoto incontenible. Llegaba y vaciaba el teléfono en el ordenador; le dedicaba dos o tres horas, o más, mientras sonaban en su casa óperas completas, arias de María Callas y a veces una canción de Billie Holiday. Vicente era así. Si su mujer se fijaba en una foto que editaba en el ordenador, él se encogía de brazos y le decía: “Pasaba por aquí”.
Otro día su hijo David vio sus fotos en el ordenador. Sabía que llevaba dos o tres meses realizando instantáneas. Y se quedó sorprendido: su padre tenía madera de artista, aunque pensó que todas las fotos salían un tanto borrosas. David es experto en arte oriental. El móvil estaba bien, rendía mucho en sus manos, y aquellas eran mucho más que las fotos de un paseante. Pocos días después, fue el cumpleaños de Vicente y Pablo le regaló una cámara Lumix, con objetivo Leica.
Vicente estaba maravillado. No podía creérselo. En un día podía tomar cincuenta, ciento cincuenta o mil quinientas fotos. De todo: de lo visible y de lo invisible. Cuando le interesaba un rostro, de hombre o de mujer, le pedía permiso para dispararle. Casi siempre le decían que sí, porque es amable y cariñoso. Y pronto se daban cuenta de que estaban ante un artista. O ante alguien muy especial y despacioso.
Vicente ha hecho fotos de casi todo: de gente anónima que descansa en un banco, de escaparates, de artistas en su estudio, de escritores que firman libros, de viejos amigos a los que se encuentra por las calles. De comercios con sabor, de farmacias antiguas, de mujeres que miran cuadros, de los piragüistas que descienden por el río. De las flores y arbustos que ve en los jardines botánicos que visita y en los descampados de las afueras. Ha hecho series de casi todo: de números, de sirenas en la ciudad, de caracoles y mariposas, de hojas que caen, de las pisadas en otoño, de los poemas que aparecen en los periódicos, de jóvenes artistas que abrazan sus lienzos o un invento inefable. Vicente no para. A modo de justificación o de disculpa, que con él nunca se sabe, le dice al médico, a su mujer o a los amigos: “Pasaba por aquí”.
Acaba de estar una semana en París. Ha disparado exactamente dos mil doscientas once fotos. El río Sena y sus riberas ha sido su escenario predilecto, pero hay muchas más cosas: tabernas, pintores del natural, novios que se besan al sol y bajo los árboles, bañistas, gente que pasea con sus perros. Extranjeros en bicicleta. Y hay distintas tomas de la torre Eiffel, que siempre le ha gustado mucho.
A sus amigos les manda una postal por email. A mí me acaba de mandar una de un tabernero sentado ante su establecimiento. Dice: “París. La Marine. Pasaba por aquí. Vicente”.
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