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Antón Castro

ENTREVISTA CON EL MÚSICO DOMINGO BELLED

ENTREVISTA CON EL MÚSICO DOMINGO BELLED

Domingo Belled acepta el reto que le propone el fotógrafo: se subió al piano de la Agrupación Artística Aragonesa, que frecuenta.

«EN LOS 50, EUROPA ERA OTRO MUNDO, MÁS ALEGRE, LIBRE Y SENSUAL»

«Conocí a Carmen Sevilla y le toqué unas sevillanas. ¡Qué garbo tenía!»

«Gregorio Arciniega me dejó el órgano del Pilar. Ni siquiera llegaba a las teclas»

Nací en Pina de Ebro en 1933 y viví allí hasta que estalló la Guerra Civil. Un día a mi padre le dijeron: "Que vienen a por ti". Me cogió a mí, a corderetas, y a mi madre y nos vinimos hacia Zaragoza. Mi padre se llamaba Leoncio y mi madre Eugenia. Eran muy distintos: él era sastre y ella era una auténtica Agustina de Aragón, que trabajó muy duro, fregando desde las cinco de la mañana, para sacarnos adelante», confiesa Domingo Belled, el pianista y compositor que alterna su residencia entre Holanda y Zaragoza.

¿Qué pasaba con su padre?

Que apenas le daban trabajo. Algún remiendo que otro, pero poco más. Creo que fue Cáritas quien nos cedió un cobijo, que estaba entre el Paseo de la Mina y 'La Caridad', cerca del puente del Huerva. Allí me asomaba a la corriente, y durante la guerra me guarecía de las bombas en un refugio al que se accedía tras bajar más de 50 escaleras.

¿Cuándo se dio cuenta de que tenía buen oído?

Mi padre era sacristán de la parroquia de San Braulio y el cura le dijo: «El chico tiene oído y aptitudes musicales. ¿Por qué no lo llevas a los Infanticos del Pilar? Si lo cogen, al menos él comerá». Además, ya había nacido mi hermana María Pilar.

¿Lo admitieron?

Sí. En los Infanticos se ingresaba con siete u ocho años, y yo ya tenía diez. Me hicieron algunas pruebas y me aceptaron. Conservo un magnífico recuerdo del músico, maestro de capilla e intérprete de órgano Gregorio Arciniega.

¿Qué pasó allí dentro?

Aprendí mucho. Se comían muchas farinetas, judías y 'ollas podridas'. No podías decir nada, ni quejarte, se vivía en un silencio absoluto. Te despertaban a las cinco de la mañana e ibas a cantar, en ayunas, la misa de infantes. Todos los días tenías que confesarte y comulgar. Allí aprendí una disciplina más férrea que en la mili, puntualidad, tenacidad, respeto... El miedo estaba a la orden del día.

Imagino que también aprendería música...

Estuve cinco años y por supuesto que aprendí solfeo. Y un día, después de la muerte del organista Pedro Goldáraz, Gregorio Arciniega me dijo que subiera a tocar al órgano del Pilar. No lo había hecho nunca, ni siquiera llegaba a todas las teclas.

¿Cómo evolucionó hacia la música popular?

A los quince años salí de allí. Entré de botones en El Coto; más tarde me contrataron en 'El Noticiero' y amigos periodistas me enseñaron a escribir a máquina. Luego entré a trabajar en una fábrica de betún para calzado: Lux. Iba con un carromato repartiendo las cajas por la ciudad. Tuve un golpe de suerte...

¿Cuál?

A mí me apasionaba la música. Empecé a estudiar piano y clarinete, armonía y dirección de orquesta. Y conté con un profesor como José Borobia, que era el director de la banda del Hogar Pignatelli. Nunca me cobró nada. Me quería como a un hijo, y logró que en la Diputación de Zaragoza me dieran una beca, modesta, para libros. Aún así aquello era un sinvivir. Reñía con todo el mundo.

¿Por qué?

Trabajaba y estudiaba a la vez. Un día le dije a mi padre si no sería mejor que me dedicase solo a la música, al piano. Aceptó. En dos años y medio obtuve el título y el carné del sindicato para trabajar. Al poco tiempo formé el grupo Walkiria con Celestino Lasheras (al bajo), Manuel Oriol 'el Calero' (al saxo), Antonio (a la batería, no recuerdo su apellido), y yo al piano. Y empezamos a tocar en el Alaska, tres sesiones de hora y pico al día. Con el primer sueldo, compré un reloj a mis padres, y otro para mí y unos zapatos nuevos.

¿Qué tocaban?

De todo: zarzuela, mambos, música latina. Compuse un pasodoble, 'Mi amor español', al que le puso música el letrista José Lou. A veces venía una vocalista de Madrid, que cantaba muy bien y era muy guapa: María Teresa. Morena y estilosa. Me gustaba mucho, muchísimo, pero yo era muy joven y vergonzoso. También tocamos en El Coto, en Cosmos o en Capri. Después de Walkiria fundamos Los Diplomáticos, que fue un sexteto.

No tardó en irse a Madrid...

Nos fuimos, con otro grupo, Casino de Madrid, y empezamos a tocar en Parque Moroso, en cuyo restaurante conocí a Carmen Sevilla y le toqué unas sevillanas al piano. ¡Qué garbo tenía esa mujer! Actuamos en la sala Teyma, y en TVE en 1956, y también en el palacio de Liria ante Carmen Franco. Hicimos giras por Marruecos, Portugal, Suiza, Alemania, Austria, Dinamarca, Suecia, Finlandia y Holanda.

¿Cómo veía Europa en comparación con España?

Era otro mundo. Más alegre, más libre, más sensual. Yo llegué a hablar ocho idiomas. En algunos sitios nos renovaban los conciertos hasta los seis meses, que era lo máximo permitido. Era la época del resurgimiento, de la búsqueda de la felicidad; nada que ver con la cerrazón y la represión que se vivía en España. Tuvimos mucho éxito. En el balneario de Baden Baden estábamos nosotros y una big band. La gente quería que tocásemos sin parar. Decía el dueño: «No sé qué diablos tienen estos españoles».

¿Y, su marcha definitiva a Holanda?

Hacia 1965 nos oyó tocar en Madrid un holandés y nos invitó a La Haya. Antes, durante una gira por Basilea, una chica con muletas pidió que le tocase algo clásico. Toqué a Chopin. Acabamos casándonos. Ella, María Rosa Ros, era suiza, de Lucerna, una mujer muy brillante que trabajaba en el ferrocarril. En La Haya estuvimos con varios grupos: Los Cinco de Sacromonte, Los Ibéricos. Pero aquello se acabó porque yo tenía dieciocho úlceras y caí enfermo. En 1969 me afinqué definitivamente en Holanda. Y allí volví a empezar.

¿Cómo fue eso?

Hice una prueba ante el jurado del Conservatorio Superior de La Haya. Toqué una samba. Rapidísima. Tras deliberar, me dijeron: "Hemos visto que es usted músico, pero es un diamante en bruto. Eso sí, de tocar el piano, nada de nada". Y tenían razón. Me enseñaron a sentarme y la posición del cuerpo, a colocar las manos, a usar el pedal, a saber escuchar. A los dos años y medio me llamaron de Alphen Aan den Rijn para dirigir el Coro y poco después la Banda Municipal. Y a eso me he dedicado, desde 1973 hasta hace muy poco; también he dado clases de música. Nunca he abandonado la interpretación ni la composición.

¿Cuáles han sido sus gustos?

Entre los compositores Chopin, Liszt, Schumann, Schubert. Mis pianistas favoritos son Vladimir Horowitz, por su sensibilidad e inteligencia; José Iturbi, al que vi en el Teatro Principal de joven, y Nikita Magaloff. La música ha sido mi vocación y mi manera de expresar mis anhelos y mis sentimientos. La música es un idioma universal que me ha puesto en contacto con el mundo.



 

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