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Antón Castro

MERCÈ RODOREDA: MEMORIA DE UN CENTENARIO

MERCÈ RODOREDA: MEMORIA DE UN CENTENARIO

 Mercè Rodoreda vino al mundo en una torre con jardín donde descubrió el paraíso terrenal. Lo perdió abruptamente en el tránsito a la adolescencia, luego fue zarandeada aquí y allá por una oleada incesante de éxodos, y se pasó muchos años intentando recuperarlo. Cuando lo recobró, a finales de los años 70, un cáncer le cerró los ojos para siempre sin apenas darle tiempo a despedirse de sus flores, de sus paisajes, de su casa en Romanyà de la Selva, aquella torre olorosa que completaba el círculo de una vida y le había devuelto, al menos simbólicamente, en otro lugar y en otro tiempo, el edén de la infancia. Mercè Rodoreda es el perfecto ejemplo de la vocación literaria: quiso ser escritora desde muy pronto, y lo fue con todas las consecuencias. Miró en el interior de su alma de su mujer y de todas las mujeres, y contó un sinfín de historias de un modo peculiar: con emoción y lirismo, con acumulación de detalles, con atmósfera y una fuerza simbólica incuestionable.

 

Mercè Rodoreda es la escritora de las flores y la vegetación, de un lenguaje peculiar, trabajadísimo hasta la extenuación, y de una mirada femenina que jamás quiso ser feminista. O de un punto de vista de mujer que rezuma voluntad de indagación, ternura y vulnerabilidad. Sus mujeres eran a la vez frágiles y rocosas, melancólicas y emprendedoras, habían nacido para el amor, pero debían enfrentarse a la soledad, al abandono, al desgarro provocado por un sinfín de accidentes: un matrimonio equivocado, la inseguridad, la Guerra Civil, la II Guerra Mundial o la pérdida de la patria, desde luego, pero también las pequeñas hecatombes cotidianas. Mercè Rodoreda siempre quiso ser una escritora sedentaria: un mujer con su cuarto propio, como su amada Virginia Wolf, y fue una fugitiva permanente. De todo y en todo.

 

Nació en el seno de una familia más o menos ilustrada y catalanista: fue la hija única de Andreu y Montserrat. Él, contable en una armería, era un gran lector y le leía, a la niña sentada en sus rodillas, fragmentos de Verdaguer y de otros poetas catalanes y universales. Su madre adoraba la música y la bohemia, y asistió a unos cursos de declamación. La figura clave de su niñez fue su abuelo Pere Gurgui, periodista y gran lector, que le contagiaba su amor por Cataluña, por la lengua y por Jacinto Verdaguer, del que había sido muy amigo. En el centro del jardín, colocó hacia 1909 una escultura del poeta de “La Atlántida”, y reprodujo en el pie de una especie de túmulo para la pieza frases y poemas suyos. En aquel ambiente, donde la niña Mercè era la reina, había otro elemento decisivo: la presencia de los árboles, arbustos y todo tipo flores, de las que luego elaborará una teoría más o menos simbólica y alegórica: “el quieto poder de las flores”, que también será el poder de las mujeres, el poder de la espera, de la quietud en movimiento del embarazo, el camino hacia el alumbramiento. Aquella familia tenía un aroma extravagante, sin duda. Mercè aprendió muchísimo, y se quedaba literalmente embrujada por la opulenta flora del casal y por la colección de objetos de todo tipo que tenía su abuelo. Pere Gurgui falleció en 1921. Había otro elemento curioso: su tío Joan Gurgui se había marchado de casa a los 14 años y mandaba cartas que la hacían soñar. Vendría algunos años después, y en 1928, tras lograr la dispensa papal, Mercè y él se casaron. Algunos expertos en la escritora, hablan de una imposición familiar: tío y sobrina se llevaban catorce años. El matrimonio no funcionó como ella había soñado, aunque dio a luz a su único hijo al año siguiente, y decidió apostar por la literatura y el periodismo. Necesitaba sentirse útil y libre. Y en ese camino, mientras irrumpía la II República y sobrevenía la contienda del 36, lo intentó todo: escribió en prensa reportajes, crónicas, entrevistas a escritores y artistas, viajes, redactó cuentos para niños e incluso cuatro novelas, que repudiaría luego. Entonces tenía mucho contacto con los escritores catalanes del momento e intentaba superar el calvario de su matrimonio. En plena contienda vivió un apasionado romance con Andreu Nin, el líder del POUM que sería asesinado por los comunistas; en 1938 se separó definitivamente. Entonces publicó la que siempre consideró su primera novela: Aloma (1938), un libro que había redactado el año anterior donde contaba la historia de una adolescente que se casa mal y que sufre un montón de episodios desafortunados. Poco más tarde, tras haber viajado a Praga y haber colaborado con el Ministerio de Propaganda, emprendió el camino del exilio.

 

Dejó a su hijo con su madre en Barcelona porque pensaba que no tardaría en volver. Sin embargo, ahí empezarían las penalidades: padeció toda suerte de acoso y de persecución, como tantos otros, en Girona, en Perpignan, en Toulouse, en París, adonde llegaron los nazis, y sobrevivió, como pudo, sin faltarle peligros de lo más variado y prácticamente sin dinero, en Limoges, en Burdeos y finalmente en París, donde se asentó con su compañero, el amor de su vida: Joan Prat, más conocido como Armand Obiols, poeta, traductor e intelectual vinculado a varias revistas de cultura catalana. En los años de París hubo de todo: trabajó de costurera y poco a poco fue recuperando su condición de escritora. Pero también participaba en tertulias y frecuentaba el Museo del Louvre: sus pintores favoritos eran Gericault y Delacroix. Hubo un periodo en que redactaba cuentos infantiles y concurría a diversos premios de poesía en Londres, París y Montevideo, hasta el punto de que recibió la distinción de “Maestra del gay saber”. Escribía con verdadero entusiasmo. Escribía como quien respira, escribía a la desesperada, siempre en catalán. E intentaba recobrar el pulso y su mirada peculiar a través de los cuentos, que era su campo de pruebas. En 1957, con el volumen Veintidós cuentos ganó el premio Víctor Catalá, y dos años más tarde concluyó Una mica de história, una novela que derivaría en Jardi vora al mar (Jardín junto al mar), protagonizada por uno de los seres que más la atraían posiblemente: un jardinero.

 

La angustia del exilio, que suponía estar lejos de su hijo, de su madre y de Cataluña, tuvo un matiz íntimo particularmente doloroso. Durante cuatro años apenas pudo mover el brazo derecho, y dejó de escribir a mano. Y a la vez abrazó la pintura: seguía los pasos de Miró, Picasso, Klee, Kandinsky, cuyos cuadros remedaba. En 1954, sin dejar la casa que tenían en París, ella y Armand Obiols se trasladaron a Ginebra, donde él se ocupó como traductor de la UNESCO. La estancia en Ginebra fue muy provechosa en todos los sentidos: Mercè Rodoreda fortaleció los vínculos con los exiliados catalanes, iba de aquí para allá con la añoranza de su tierra, pero trabajó sin descanso. Y no solo eso: le gustaba aquella ciudad tan acogedora y poblada de árboles, de flores, de parques, de jardines, de lagos y de antigüedades. Ginebra la redimía, en cierto modo, de tantas desgracias que había vivido y de la pérdida del pequeño país de origen y de sus hermosos paisajes que jamás había podido olvidar. En 1962 publicó la que está considera su obra maestra: La plaça del Diamant, y en 1969 El carrer de las Camelias. De alguna manera, son dos libros complementarios: dos novelas redactadas desde una esfera de mujer cuyas peripecias resumen en parte la propia biografía de Rodoreda y de muchos otros españoles, pero ambos libros tienen un vigor expresivo especial, una prosa envolvente, un punto de vista, un flujo de conciencia que hace pensar en James Joyce o en Marcel Proust. La muerte en 1971 de Armand Obiols, que se había trasladado a Viena obligado por su trabajo, le invita a pensar en el regreso. Cuando lo hizo a principios de los 70, acogida por una vieja amiga de antes de la guerra, Carme Manrúbia, Mercè Rodoreda tenía algo de mito y de modesta celebridad. Aún publicó más libros, algunos tan delicados como Viatges i flors y Quánta, quánta guerra. Era una escritora increíble y minuciosa, una mujer que observaba los detalles cotidianos, en eso se parece a Vladimir Nabokov y a Katharine Mansfield, y que emplea el lenguaje, o los sublenguajes y sus giros y silencios, de una manera especial, como si oyésemos de viva voz a sus criaturas.

         Mercè Rodoreda siempre fue una mujer misteriosa. Recelaba de su privacidad y nunca fue expansiva narrando sus calamidades y miserias. Tampoco mitificó su pasado ni hizo ostentación del dolor. Suscitó la admiración de numerosos autores –desde García Márquez a Rosa Chacel, no así la de Pla, que aludió a ella desdeñosamente con el término “rodolada”- y pudo al fin tener una casa con jardín en Romanyà de la Selva. Allí contemplaba la naturaleza, cuidaba las flores, contestaba a las cartas y respondía a algunas entrevistas para la televisión. En 1983, querida y galardonada por doquier, falleció de un cáncer en el hospital de Gerona. Y tal como deseaba, la enterraron en el cementerio de Romanyà de la Selva donde siempre hay alguien que deja un crisantemo en su tumba. Un crisantemo amarillo, tal vez, como aquel que robó de niña a su vecina la señora Borrás y que le había de perseguir años y años como una maldición, como un remordimiento o como la venganza de las flores.

 

2 comentarios

May -

Beatriz me ha "robado" las palabras.Las suscribo. Admirables vida, obra y relato. Gracias. Un abrazo

Beatriz -

¡Qué relato Antón! y que vida más plena y cautivante la de Mercé.
Gracias